Cooperadores de la verdad. Joseph Ratzinger

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Cooperadores de la verdad - Joseph  Ratzinger


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hombre para ser libre desencadenarse de la creación y relegarla como si fuera algo que lo esclaviza? ¿No es verdad que cuando lo hace es precisamente cuando se niega a sí mismo? En estas preguntas está en juego el hombre como tal. Por eso, el cristiano no puede eximirse de participar en él. Por lo demás, en ellas se echa de ver un nuevo aspecto característico de la situación del hombre de nuestros días. ¿No entraña el cuidado esmerado —de la forma más silenciosa y segura posible— puesto en obstruir el camino a una nueva vida un profundo miedo al futuro? Ese temor parece delatar dos cosas distintas. De un lado, su origen, que hay que situar en la peculiar configuración de nuestra época, en la que, como consecuencia de la desaparición del valor eminente de la vida, parece como si ya no tuviera sentido protegerla. En ella se trasluce nítidamente la desesperación de la vida propia. La desesperanza es la causa de que se quiera dispensar a los demás del oscuro camino del ser humano. Mas, de otro lado, delata también un claro temor a la existencia, a la limitación que el otro podría representar para mí. El otro, el que viene, se convierte en un peligro. El verdadero amor es un acontecimiento mortal, pues significa dar preferencia al otro y pasar a un segundo plano por él. No queremos un acontecimiento de esa naturaleza. Preferimos seguir siendo los mismos: apurar la vida tan intensamente y libre de estorbos como sea posible. No percibimos —no podemos hacerlo— que con tal avidez de vida es precisamente con lo que destruimos nuestro futuro y entregamos nuestra propia vida a la muerte.

      16.2.

      ¿Qué es lo que hace que la vida le parezca al nombre de hoy digna de ser vivida? ¿Acaso la esperanza de que dentro de 50 años habrá un mundo más justo? Tal vez esa optimista perspectiva sea una pasión que le dé contenido, le exija y mantenga en movimiento. Mas, ¿basta con eso? ¿No es precisamente la opinión de que el mundo podría estar alguna vez en orden la que en realidad hace la vida insoportable y sin esperanza? ¿No produce ese modo de pensar un fanatismo que devasta la vida? ¿No destruye la difamación del amor y de la jovialidad el supuesto auténtico del futuro? Ciertas observaciones curiosas —mas no por ello menos características— acerca de la constitución del hombre actual forman parte de esa situación. ¿A qué obedece el que cada vez haya en nuestra sociedad menos espacio para los niños, es decir, para el futuro del hombre? ¿Cómo se puede explicar que por razones profesionales se trate al niño —al futuro— como una enfermedad y se esté dispuesto a «curarse» —es decir, a matar— como si efectivamente lo fuera? ¿Qué extraño trastorno de la voluntad de futuro se esconde en el hecho de que todas las fuerzas parezcan concentradas en el problema de cómo afrontar de modo silencioso y seguro el «peligro» de una nueva vida? Hay, ciertamente, muchas razones para explicar estos problemas. Mas ¿no se esconde detrás de todas ellas la inquietud acerca de si la vida humana es algo razonable, si es un regalo pleno de sentido que se debe transmitir sin miedo y de modo espontáneo, o si, por el contrario, no es realmente una carga insoportable de suerte que lo mejor sería evitar que naciera? ¿Quién responde a estas cuestiones que, en medio de la apoteosis del futuro, dejan al hombre cada vez más hondamente desamparado? ¿Acaso las estrategias para un mundo nuevo? Ciertamente no, pues la pregunta sobre si mañana merecerá la pena ser un hombre no depende del modo de distribuir los bienes, sino de cuestiones más hondas que envuelven al hombre incluso cuando no son mencionadas expresamente.

      17.2.

      Luchar contra el dolor y la injusticia en el mundo es un impulso genuinamente cristiano. Ahora bien, la idea de que mediante una reforma social se puede alumbrar un mundo libre de dolor, así como el deseo de conseguirlo aquí y ahora, es una falsa doctrina que supone un profundo desconocimiento del ser que llamamos hombre. En este mundo, el dolor no procede únicamente de la desigualdad de riqueza y poder. Por lo demás, no es sólo algo desagradable que el hombre deba remover. Quien quiere hacer tal cosa tiene que huir al mundo meramente aparente de los estupefacientes, para, de ese modo, destruirse por completo a sí mismo y entrar en contradicción con la realidad. Sólo a través del sufrimiento y de su capacidad para liberar de la tiranía del egoísmo llega a conocerse el hombre: ahí reside su verdad, su alegría y su felicidad. El hombre será tanto más feliz cuanto más dispuesto esté a cargar con los abismos de la existencia y el esfuerzo que entraña. La medida de la capacidad para la felicidad depende de la cantidad de la prima desembolsada, del grado de disposición para acoger apasionadamente al ser humano. El que se quiera huir de todo ello, el que se nos quiera hacer creer que se puede llegar a ser hombre sin persistir en ser uno mismo, sin la paciencia de la renuncia y el esfuerzo de la abnegación; el que se nos enseñe que no es preciso la dureza que entraña cumplir la tarea encomendada, ni el sufrimiento paciente que supone la tensión entre el deber del hombre y su ser efectivo: todo ello configura esencialmente la crisis de nuestros días. Privado del esfuerzo y recluido en el País de Jauja de sus sueños, el hombre pierde lo más genuino de su ser: su propio yo. El hombre no es salvado, de hecho, sino a través de la cruz. Todas las ofertas que prometen salvarlo a más bajo precio fracasarán y se revelarán engañosas. La esperanza del cristianismo, la posibilidad de la fe descansa a fin de cuentas sencillamente en que dice la verdad. La suerte de la fe es de la verdad, que aun cuando pueda ser oscurecida y pisoteada no se extinguirá jamás.

      18.2.

      Éste es el camino que conduce a la vida recta: «amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón y con toda tu alma y con todas tus fuerzas y con toda tu mente, y a tu prójimo como a ti mismo» (Lc 10,27). Lo primero debe ser, pues, que Dios esté presente en nuestra vida. Las cuentas de la vida humana no salen bien cuando se prescinde de Dios. Cuando así lo hacemos, quedamos atrapados en flagrante contradicción. No hemos de creer, pues, que Dios existe de un modo meramente teórico. Debemos considerarlo, más bien, como lo más real de nuestra vida: Dios debe estar por encima de todo lo de más. Nuestra relación esencial con Él ha de ser el amor. En ocasiones tal vez resulte difícil. Puede ocurrir que alguien esté acosado por diversas enfermedades o impedimentos. A otro la pobreza le hace la vida insoportable. Un tercero, en fin, pierde las personas de cuyo amor pendía enteramente su vida. Puede haber, pues, múltiples modos de desgracia. En todos ellos es grande el peligro de que el hombre se enfurezca y diga: Dios no puede ser bueno, pues de serlo no se portaría así conmigo. Semejante revuelta contra Dios es fácilmente comprensible, pues a veces parece casi imposible estar de acuerdo con los designios divinos. Ahora bien, quien cede a una rebelión de ese tipo emponzoña su vida. El veneno de decir no a Dios, de la ira contra Él lo corroerá para siempre. Dios exige en cierto modo de nosotros un anticipo de confianza. Ya sé —nos dice— que todavía no me comprendes, mas ten confianza en mí a pesar de todo, fíate de mí, que soy bueno, y atrévete a vivir de esa confianza. Hay innumerables ejemplos de santos y de grandes hombres que han osado vivir de esa confianza. Así es como, en medio de la más tenebrosa oscuridad, han encontrado la felicidad para sí mismos y para muchos otros.

      19.2.

      Cuando Pedro regresa con pesca abundante sucede algo completamente inesperado. Tras la buena jornada, no abraza a Jesús como cabría esperar, sino que se arroja a sus pies. No lo sujeta con intención de tener en adelante alguien que garantice el éxito, sino que lo aparta de sí, pues le asusta el poder de Dios. «¡Apárta te de mí, Señor, que soy un hombre pecador!» (Le 5,8). Cuando se tiene experiencia de Dios, el hombre reconoce su condición de pecador. Sólo entonces, cuando efectivamente lo reconoce y acepta, se conoce a sí mismo. Por lo demás, de ese modo se convierte en un ser verdadero. Sólo cuando el hombre sabe que es pecador y ha comprendido la tragedia del pecador, entiende la invitación evangélica: «¡haced penitencia y creed en el Evangelio!» (Mc 1,15). Sin penitencia no es posible abrirse paso hasta Jesús ni hasta el Evangelio. Existe sobre el particular una frase paradójica de Chesterton que expresa claramente esta relación: a un santo se le conoce en que sabe que es pecador. El debilitamiento de la experiencia de Dios se manifiesta hoy día en la desaparición de la experiencia del pecado. Y también a la inversa: la supresión de ese saber aleja al hombre de Dios. Sin reincidir en una falsa pedagogía del miedo, deberíamos aprender nuevamente la verdad de esta sentencia: Initium sapientiae timor Domini. La sabiduría, el verdadero entendimiento comienza con el oportuno temor del Señor. Debemos aprender de nuevo a tener temor de Dios para conocer el verdadero amor y para entender lo que significa que debemos amarlo y que Él nos ama. La experiencia de Pedro es, pues, también un supuesto fundamental del apostolado y del sacerdocio. Sólo puede predicar la conversión —la primera palabra


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