Cooperadores de la verdad. Joseph Ratzinger
Читать онлайн книгу.todavía en camino, que sólo se cumplirá completamente en el eschaton, de igual modo que la gracia se consumará únicamente en la contemplación, si bien en ella ha comenzado ya ahora la comunidad de Dios. Así pues, el católico se sabe unido con sus hermanos cristianos separados en una misma esperanza: en la esperanza en el reino de Dios, en el que ya no habrá división, puesto que entonces Dios será todo en todas las cosas (Epístola I a los Corintios 15,28).
20.1.
Quien en la actualidad habla de «protestantización»[2] de la Iglesia católica entiende generalmente por ello una transformación de la concepción fundamental de la Iglesia, un nuevo modo de ver su relación con el Evangelio. El peligro de una transformación semejante existe realmente. El protestantismo surgió al comienzo de la modernidad, de ahí que esté más estrechamente emparentado que el catolicismo con las fuerzas íntimas que hicieron aparecer esa época de la historia. Por lo mismo, adquirió su actual configuración merced al encuentro con las grandes corrientes filosóficas del siglo XIX. La suerte y el peligro del protestantismo reside en hallarse abierto irrestrictamente al pensamiento moderno. No es extraño, pues, que entre teólogos católicos que no saben que hacer con la teología tradicional pueda surgir la opinión de que en el protestantismo se han abierto ya los caminos adecuados para la fusión de fe y modernidad. El cristiano medio de nuestros días infiere de ese principio que la fe surge de la intuición individual, de la actividad intelectual y de la contribución del experto. Una opinión semejante le parece, por lo demás, más moderna y más convincente que las posiciones católicas. Muchos hombres no pueden comprender en la actualidad que tras una realidad humana se esconda la misteriosa realidad divina. Ésa es, sin embargo, como nosotros sabemos, la concepción católica de la Iglesia.
21.1.
La idea de que, a la postre, da igual aplicar esta o aquella fórmula, seguir esta o aquella tradición, ha penetrado profundamente en el espíritu del mundo occidental. Sin ella la verdad misma parece inalcanzable. Por lo demás, nos repugna la idea de que el núcleo de la fe cristiana sea verdadero —sea la verdad—. La fe nos parece una forma de arrogancia occidental. Sin embargo, si eso fuera así, todo lo que hacemos sería pura apariencia. Nuestros actos de adoración serían también falsos, y nosotros mismos seríamos seres carentes de verdad. Ahora bien, allí donde no haya verdad, se podrá cambiar toda norma, estará permitido hacer lo contrario de lo que establecen: la renuncia a la verdad es el núcleo esencial de nuestra crisis. Por eso, cuando la verdad no es el soporte, deja de tener coherencia incluso la solidaridad comunitaria —que aun así conserva su belleza—, puesto que una solidaridad así carece en última instancia de fundamento. ¡Con cuánta frecuencia vivimos de la pregunta de Pilato —aparentemente tan humilde pero, en verdad, tan orgullosa— «que es la verdad»! Mas con ella nos enfrentamos a Cristo. Cuando los hombres opinan con extremada facilidad y con una seguridad tan absoluta que dispensa de la verdad, aparece un gran peligro. Todavía mayor es, sin embargo, el que surge cuando se considera imposible la manifestación comunitaria, definitiva, obligatoria y vinculante de la verdad.
22.1.
Por esencial que sea el movimiento ecuménico por la pureza de la Iglesia y su forma originaria de vida; por fundamental que siga siendo la lucha por la unidad, la renuncia a cualquier género de fatuidad por parte de la Iglesia, no se puede negar que también de ello surgirán problemas. El sentido auténtico de la Iglesia, que es más que una organización sustituible por otra, se oscurecerá. Cada vez se planteará con mayor urgencia la siguiente pregunta: ¿por qué no se debe aceptar, por fin, la igualdad de rango de todas las confesiones? Cada vez resultará más inevitable la tendencia a reducir lo peculiar de cada una de ellas a meras tradiciones confesionales y a no situar su modo característico de entender lo cristiano en la Iglesia, sino fuera de ella. A ello se unirá la inclinación al «biblicismo»[3], es decir, al aislamiento de la Biblia, a la que ahora se querrá ver separadamente, desligada de todas las tradiciones eclesiásticas. Mas una vez que la gran obra de la reconciliación haya comenzado, el radio se ampliará rápidamente. De manera inmediata surgirá la siguiente pregunta: ¿no es la querella con las demás religiones fatuidad cristiana, de igual modo que la querella de las confesiones era fatuidad confesional? Después no se tratará sólo de lo cristiano, sino de lo religioso en general, que se manifiesta a la humanidad en múltiples cifras. Lo más importante de ellas son, en el fondo, los contenidos cambiantes, pues lo verdaderamente relevante es la íntima cualidad de lo religioso, la cual se puede expresar en los más variados contenidos e, incluso, sin la palabra de Dios. De ese modo, la catequesis se desintegrará en mera información, en un modo de conducción, sin contenido específico alguno, hacia el comportamiento religioso. En esa situación, el destino de la fe será retirarse en silencio.
23.1.
El futuro de la Iglesia depende únicamente y dependerá siempre de la fuerza de aquellos que tienen profundas raíces y viven de la plenitud pura de su fe (...). Será una Iglesia profundamente íntima, que no reclamará mandato político alguno y no coqueteará ni con la izquierda ni con la derecha. Todo ello le supondrá un gran esfuerzo, pues el fenómeno de la cristalización y la purificación le costará unas fuerzas preciosas. La purificación la hará pobre y le permitirá llegar a ser la Iglesia de los humildes. El fenómeno será tanto más difícil cuanto que será preciso apartar la estrechez de miras sectarias y la testarudez fanfarrona. No es difícil predecir que todo ello necesitará tiempo. El proceso será largo y penoso, como lo fue el camino de los falsos progresismos en vísperas de la Revolución Francesa. En los círculos progresistas se consideraba elegante, incluso entre los obispos, hacer escarnio de los dogmas. No era infrecuente en ellos que se diera a entender que la existencia de Dios no se tuvo como algo seguro hasta que la renovación del siglo XIX se hubo extendido ampliamente. Tras la aflicción de esas divisiones surgirá, empero, la gran fuerza de una Iglesia más íntima y más sencilla, pues los hombres de un mundo absolutamente planificado estarán indescriptiblemente solos. Cuando Dios haya desaparecido completamente de sus vidas, experimentarán su absoluta, su terrible pobreza. Entonces descubrirán en la pequeña comunidad de los creyentes algo radicalmente nuevo: una esperanza que les incumbe, una respuesta que han buscado siempre en su fuero interno. Me parece indudable, pues, que a la Iglesia le aguardan tiempos difíciles. Su verdadera crisis no ha hecho más que empezar.
24.1.
El centro del Canon es el relato de la víspera de la Pasión de Jesús. Cuando se recita, el sacerdote no narra una historia pasada, un mero recuerdo de otro tiempo, sino algo que vuelve a ocurrir en el presente. «Éste es mi cuerpo» es una expresión que se dice en el respectivo hoy. Ahora bien, esas palabras las pronuncia Jesús. Ningún hombre puede decirlas por sí mismo. De ahí se sigue que sólo se pueden pronunciar en el sacramento de la Iglesia entera, gracias al poder que únicamente ella como unidad y totalidad tiene. Su grandeza no depende de nuestra configuración. Deberíamos aprender de nuevo que la Eucaristía no es nunca la obra de una comunidad exclusivamente. Sería preciso no olvidar que recibimos del Señor lo que ha regalado a la unidad de la Iglesia. Todavía me siguen impresionando los relatos de los campos de concentración y de las cárceles rusas en los que los hombres se veían privados de la Eucaristía. Esa dolorosa circunstancia no les llevó a la arbitrariedad de procurársela a sí misma. En lugar de ello celebraban la Eucaristía de la nostalgia. En una Eucaristía de la añoranza semejante los hombres maduraban como nunca hasta entonces para el regalo que el sacramento del amor entraña, y la recibían de un modo enteramente nuevo cuando un sacerdote hallaba en algún lugar un trozo de pan y un poco de vino. A partir de aquí deberíamos aceptar la cuestión de la intercomunión[4] con la debida humildad y paciencia. No es asunto nuestro hacerla como si hubiera unidad donde no la hay. La Eucaristía no es nunca un medio que debamos aplicar, sino un regalo del Señor, el centro —un centro que no se halla a nuestra disposición— de la misma Iglesia. No es un problema de amistad personal, sino de permanecer en la unidad de la Iglesia y esperar que el mismo Dios quiera regalárnosla. En lugar de hacer experimentos sobre el particular, de privar al misterio de su grandeza y envilecerlo reduciéndolo a la condición de medio a disposición nuestra, deberíamos aprender a celebrar la Eucaristía de la añoranza, a salir al encuentro de la unidad con el Señor orando comunitariamente y con una esperanza compartida.
25.1.
La