Alfonso XIII y la crisis de la Restauración. Carlos Seco Serrano

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Alfonso XIII y la crisis de la Restauración - Carlos Seco Serrano


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hacerlo puesto que el socialismo democrático no existía en España en 1876. El obrerismo se repartía entonces entre el internacionalismo ácrata, de una parte[6], y el republicanismo pimargalliano. Respecto a los internacionalistas no había cuestión: el anarquismo se enfrentaba con toda ley política, y por tanto, no pasaba en la práctica de un «problema de orden público» —como dijo, con expresión más realista que cínica, Sagasta—. El republicanismo pimargalliano había abocado al caos en 1873, al ponerse de relieve las contradicciones entre los teóricos derechos democráticos y la falta de preparación del pueblo para ejercerlos: la incomprensión de la «revolución desde arriba» por parte de las grandes masas a las que había de beneficiar, es la gran tragedia del federalista español, encerrado siempre en un plano abstracto. En cuanto al socialismo marxista, su núcleo primitivo —no organizado aún como partido— era una minoritaria disidencia en el frente bakuninista ibérico: la Nueva Federación madrileña fundada por Pablo Iglesias. Cuando este incipiente núcleo fue aniñado, con las otras federaciones de la Internacional, en 1874, solo quedó en pie —como semillero de lo que luego sería el Partido Socialista Obrero— la Asociación del Arte de Imprimir, respetada precisamente por su carácter marginal a la organización internacionalista (y conviene no olvidar el trato de favor que ya por entonces dispensaron los artífices de la Restauración a la asociación obrera: Ducazcal, alcalde de Madrid, y, a través de este, el ministro de la Gobernación Romero Robledo). La fundación del Partido Socialista Obrero Español data de 1879 —y en cuanto a su proyección sindical (la U.G.T.) de 1888[7]—. Por entonces, sus seguidores eran tan escasos que, con una u otra ley electoral, tenían muy pocas posibilidades de acceso a las Cortes.

      El año 1890 marca una inflexión decisiva en la Restauración. En este año registra Sagasta su momento político culminante, al conseguir la aprobación de la Ley de Sufragio Universal.

      Si la acentuación del confesionalismo católico aportó desde la derecha —ya a finales del reinado de Alfonso XII— el apoyo de los «ultras» de Alejandro Pidal a la Restauración canovista, el programa democrático que a esta impuso, en el primer lustro de la Regencia, el liberal Sagasta, significaba su máxima apertura asimiladora hacia la izquierda; apertura a la que respondió, exactamente, el posibilismo de Castelar. En esta década, pues, entre 1880 y 1890, se produce la definitiva configuración de sus bases políticas y sociales. También, por consiguiente, la fijación de sus fronteras —desde «fuera»—. En efecto, aunque en el Congreso de Bilbao —de ese mismo año— el Partido Socialista decidiese ya entrar en la liza electoral, las declaraciones de Pablo Iglesias —con ocasión de la Fiesta del Trabajo, el 1 de mayo de 1891— no dejaban lugar a posibles equívocos: «Debo decirlo muy alto: si la burguesía transige y nos concede las ocho horas, la revolución social, que ha de venir de todos modos, será suave y contemporizadora en sus procedimientos. De otra suerte, revestiría los caracteres más sangrientos y rudos que puede imaginar la fantasía de los hombres». La manifestación obrera que, organizada por el partido, se desarrolló en Barcelona y otras ciudades en ese día fue como una afirmación de solidaridad proletaria —y de insolaridad con el mundo burgués—. Quedaba definida, en la actitud de Pablo Iglesias, la rigidez «guesdista» del socialismo español, que le haría inasimilable por la monarquía restaurada.

      Al hablar de las fronteras de la Restauración conviene no olvidar este hecho. El sistema Cánovas-Sagasta supuso la creación de una plataforma política, condicionada por la distinción entre partidos dinásticos y antidinásticos, y, más tajantemente, entre partidos legales e ilegales; pero ese condicionamiento tenía un carácter puramente provisional; y cabía su flexión en torno a la fórmula de la indiferencia respecto a las formas de gobierno (el posibilismo castelarino fue, desde la extrema izquierda burguesa, un paso en este sentido). Se mantenían, simplemente, ciertas reglas de juego basadas en una evolución orgánica y progresiva, evitando la convulsión revolucionaria, pero sin exigir tampoco la desnaturalización de las fuerzas integradas en el sistema: tal fue el caso de Abárzuza, a la izquierda, pero también el de Pidal, a la derecha. Ya en 1904, a comienzos del reinado personal de Alfonso XIII, declararía Maura en el Parlamento, terminantemente:

      Era un verdadero círculo vicioso, dada, por otra parte, la dureza granítica de las extremas derechas en sus negaciones. El papel del socialismo iba a quedar reducido al de estímulo amenazador, desde fuera. Pero en esto, andando el tiempo, había de resultar más eficaz la táctica de los ácratas, cuando hallase un potente canal sindicalista en que volcar su fuerza.

      Por lo demás, precisa advertir que mucho antes de que el socialismo español alcanzase su «espaldarazo» parlamentario, en los años que llevan de la democratización sagastina al Desastre del 98, dos cosas se habían puesto de relieve. En primer término, la escasa sinceridad o eficacia de la reforma implicada en el sufragio universal, cuya contrapartida sería la agudización de esa lacra inherente al sistema político de la Restauración que se llamó «caciquismo electoral» —aún salvando la necesidad «provisional» del sistema, según el diagnóstico de Cajal—. De otra parte, y en lógica consecuencia, la dualidad acentuada entre la ciudad y el campo: este, convertido en verdadera base «feudal» de los partidos dinásticos, para obtener mayorías a imagen y semejanza de la situación que disfrutaba el poder; aquella, despertando poco a poco —primero, en los grandes centros urbanos, Madrid, Barcelona, Valencia, Bilbao...; luego, ganando otros menores en provincias—, a la conciencia de una responsabilidad colectiva en la marcha del país, tratando de contrarrestar la apariencia de las cifras oficiales en cada consulta electoral, con su inmediatez a los centros vitales de la política y del Estado: el momento


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