El conde de montecristo. Alexandre Dumas

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El conde de montecristo - Alexandre Dumas


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mía! -murmuró Renata.

      -Disculpad a esa mala realista, señora marquesa -dijo Villefort-. Yo, en cambio, os prometo cumplir mis obligaciones de sustituto de procurador del rey a conciencia, es decir, con atroz severidad.

      Pero al decir estas palabras, las miradas que a hurtadillas dirigía a su novia decíanle a ésta:

      -«Tranquilizaos, Renata: por vuestro amor seré indulgente.»

      Renata pagóle estas miradas con una tan dulce sonrisa, que Villefort salió de la estancia lleno de alborozo.

      Capítulo 7 El interrogatorio

      Apenas hubo salido del comedor, despojóse el sustituto de su risueña máscara, tomando el aspecto grave de quien va a decidir la vida o la muerte de un hombre. Sin embargo, aunque obligado a mudar su fisonomía, cosa que alcanzó el sustituto a fuerza de trabajo y tal vez ensayándose al espejo como los cómicos, en esta ocasión le fue doblemente difícil fruncir las cejas y dar a sus facciones la gravedad oportuna.

      Puesto que, dejando a un lado el recuerdo de las opiniones políticas de su padre, que podían en lo futuro impedirle su fortuna, Gerardo de Villefort era completamente feliz en aquel momento. Rico de suyo, además de gozar a los veintinueve años de una posición brillante en la magistratura, iba a casarse con una joven hermosa, a quien amaba, si no con ciega pasión, por lo menos razonablemente, como puede amar un sustituto del procurador del rey. Además de su belleza, notable sin duda alguna, la señorita de Saint-Meran, su futura esposa, pertenecía a una de las familias más importantes por aquel entonces, y con la influencia de su padre, que por ser hija única Renata pasaría al yerno enteramente, llevaba en dote cincuenta mil escudos, que con las esperanzas -palabra horrible inventada por los que hacen del matrimonio un juego de cubiletes- podía aumentarse un día hasta medio millón con una herencia. Todos estos elementos reunidos componían, pues, para Villefort, una suma increíble de felicidad, de tal manera que le faltaba poco para escupir al sol.

      El comisario de policía le esperaba a la puerta. La vista de este hombre hízole caer de su cielo a nuestro mundo material. Reformó su semblante de la manera que hemos dicho, y acercándose al oficial de justicia:

      -Ya me tenéis aquí -le dijo- He leído vuestra carta: hicisteis bien al prender a ese hombre. Referidme ahora cuanto sepáis de él y de su conspiración.

      -De la conspiración, señor, no sabemos nada todavía. En un legajo sellado tenéis sobre vuestro bufete cuantos papeles le hemos encontrado. Del preso tan sólo podré deciros que, según reza la carta que habéis visto, es un tal Edmundo Dantés, segundo de El Faraón, bergantín propio de la casa Morrel, que hace el comercio de algodón con Alejandría y Esmirna.

      -Antes de pertenecer a la marina mercante, ¿había servido quizás en la de guerra?

      -No, señor. ¡Si es muy joven!

      -¿Qué edad tiene?

      -Diecinueve o veinte años, a lo sumo.

      En este momento llegaba Villefort con el comisario a la parte de la calle Grande en que desemboca la de los Consejos. Un hombre que estaba como esperándole, salió a su encuentro. Era el señor Morrel.

      -¡Ah!, señor de Villefort -exclamó el buen hombre al ver al sustituto-. ¡Gracias a Dios que os encuentro! Sabed que acaba de cometerse la más escandalosa, la más terrible arbitrariedad. Acaban de prender al segundo de mi Faraón, al joven Edmundo Dantés.

      -Ya lo sé, caballero -respondió Villefort-; y ahora voy a tomarle declaración.

      -¡Oh, caballero! -prosiguió el naviero, llevado de su amistad hacia el joven-, vos no conocéis al acusado, yo sí, yo le conozco. Es el hombre más honrado y digno, y aún diré más entendido en su oficio que haya en toda la marina mercante. ¡Oh, señor de Villefort! ¡Os lo recomiendo encarecidamente!

      Como ya habrán comprendido los lectores, pertenecía Villefort al partido noble de la ciudad, y Morrel al plebeyo: con lo que el primero era ultrarrealista, y al segundo se le tildaba de bonapartista.

      Miró Villefort desdeñosamente a Morrel, y le dijo con frialdad:

      -Debéis comprender, caballero, que puede un hombre ser amable en su vida privada, honrado en sus relaciones comerciales, y ser, sin embargo, un gran culpable en política. Lo comprendéis así, ¿no es verdad?

      Y recalcó el magistrado estas últimas palabras, como queriéndolas aplicar al armador, mientras con su mirada escrutadora penetraba al fondo del corazón de aquel hombre, que se atrevía a interceder por otro, necesitando él mismo de indulgencia. Morrel se sonrojó, porque en punto a cosas políticas no tenía muy limpia la conciencia, y porque no se le apartaba de la memoria lo que Edmundo le había dicho de su entrevista con el gran mariscal, y de las palabras del emperador. Sin embargo, añadió con el interés más vivo:

      -Suplícoos, señor de Villefort, que justo como debéis de serlo, y bondadoso como sois, nos devolváis pronto al pobre Dantés.

      Este nos devolváis resonó revolucionariamente en los oídos del sustituto.

      -¡Vaya! ¡Vaya! -murmuró para su capote-: nos devolváis… ¿Si estará afiliado este Dantés en alguna sociedad secreta? Cuando su protector usa sencillamente de la fórmula colectiva… Creo que el comisario dice que le prendió en una taberna en medio de mucha gente… Esto merece la pena de pensarlo seriamente.

      Luego añadió en voz alta:

      -Podéis, caballero, estar tranquilo, que no en vano apeláis a mi justicia si el preso es inocente; pero si es culpable, me veré obligado a cumplir con mi obligación, pues en las circunstancias difíciles y azarosas en que nos hallamos, sería la impunidad muy mal ejemplo.

      Y habiendo llegado Villefort a la puerta de su casa, inmediata al Palacio de Justicia, entró en ella majestuosamente, después de saludar con mucha ceremonia al desdichado naviero, que se quedó como petrificado.

      Estaba llena la antecámara de gendarmes y agentes de policía, y entre ellos el preso, de pie, inmóvil y tranquilo, aunque todos le miraban con expresión rencorosa.

      Atravesó Villefort la antecámara mirando a Dantés de reojo, y después de recibir un legajo de manos de un agente, desapareció diciendo:

      -Que conduzcan aquí al preso.

      Por rápida que fuese, aquella mirada bastó a Villefort para formarse una idea del hombre a quien iba a interrogar. En aquella frente despejada y ancha había adivinado la inteligencia, el valor en aquellos ojos fijos y aquel fruncido entrecejo, y la franqueza en aquellos labios gruesos y entreabiertos, que dejaban ver sus dientes, blancos como el marfil.

      La primera impresión había sido favorable a Dantés; pero como Villefort había oído asegurar muchas veces como máxima de profunda política, que es bueno desconfiar de nuestro primer impulso, aplicó a la ocasión la máxima, sin tener en cuenta la diferencia que va del impulso a la impresión.

      Por lo tanto, ahogó los sanos instintos que se despertaban en su corazón, compuso al espejo su fisonomía como para caso tan grave, y sombrío y amenazador sentóse delante de su bufete.

      Un instante después entró Edmundo, que estaba muy pálido, aunque tranquilo y sonriendo. Saludó a su juez con cortés desembarazo, y se puso a buscar con los ojos una silla, como si estuviese en casa de su armador.

      Entonces sus ojos tropezaron con la mirada impasible de Villefort, con aquella impasible mirada propia de los hombres de mundo, sin transparencia. Y esto hizo que el pobre joven reconociese cuál era su verdadera situación.

      -¿Quién sois, y cómo os llamáis? -le preguntó Villefort hojeando las notas que recibiera del agente al entrar, notas que en una hora habían alcanzado más que mediano volumen: tanto obra la corrupción de los espías en esto de prisiones.

      -Me llamo Edmundo Dantés -respondió el joven con voz sonora y tranquila-; soy segundo de El Faraón, buque perteneciente a los señores


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