El conde de montecristo. Alexandre Dumas

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El conde de montecristo - Alexandre Dumas


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que le abandonó un instante por aquel golpe imprevisto, y su valor, vencido por las palabras del viejo, repuso:

      -¡Oh! Ya os salvé una vez, bien puedo salvaros otra.

      Y levantó el pie de la cama, y sacó el frasco, que contenía aún una tercera parte del licor rojo.

      -Mirad -le dijo-, aún nos queda esta medicina salvadora. Pronto, pronto, decidme lo que necesito hacer. ¿Se toman esta vez otras precauciones? Hablad, amigo mío, que ya os escucho.

      -No hay esperanza -respondió el abate inclinando la cabeza-, pero no importa, la voluntad de Dios es que el hombre que ha creado y en cuyo corazón ha puesto con tantas raíces el amor a la vida, haga cuanto pueda por conservar esta vida, tan trabajosa algunas veces y siempre tan amada.

      -¡Sí, sí! -exclamó Dantés-, os salvaré, sí, os lo repito.

      -Pues ea, procuradlo, el frío me acomete, siento que la sangre se agolpa a mi cerebro, este horrible temblor que hace rechinar mis dientes, y parece que disloca todos mis huesos, este espantoso temblor invade mi cuerpo, dentro de cinco minutos me dará el ataque, dentro de un cuarto de hora no os quedará de mí más que un cadáver.

      -¡Oh! -exclamó Dantés con desesperado acento.

      -Haced lo que la otra vez, con la diferencia de no esperar tanto tiempo. Todos los resortes de mi vida están ahora muy gastados, y la muerte -prosiguió mostrándole su brazo y su pierna paralíticos-, la muerte recorrió ya la mitad de su camino. Si después de haberme echado en la boca doce gotas, en lugar de diez, vieseis que no vuelvo en mí, me echáis el resto. Ahora, llevadme a la cama, porque apenas puedo sostenerme.

      Edmundo cogió en sus brazos al viejo y lo puso en la cama.

      -Ahora acercaos, amigo mío, único consuelo de mi triste vida -le dijo Faria- don del cielo, aunque algo tardío, pero, en fin, don del cielo, y don inapreciable, de que le doy infinitas gracias… , en este momento en que me separo de vos para siempre, os deseo todas las dichas, toda la prosperidad que merecéis. ¡Hijo mío! ¡Yo os bendigo!

      El joven se arrodilló, apoyando la cabeza en la cama de Faria.

      -Sobre todo, hijo mío, escuchad bien lo que os digo en este instante supremo: el tesoro de los Spada existe efectivamente. Dios me concede que en este momento no haya para mí ni obstáculo ni distancias. Lo estoy viendo en el fondo de la segunda gruta, mis ojos penetran en las entrañas de la tierra y se deslumbran con tantas riquezas. Si conseguís evadiros, recordad que el pobre abate, a quien todo el mundo creía loco, no lo estaba. ¡Corred a Montecristo, apoderaos de nuestra fortuna, y gozadla, que bastante sufristeis!

      Una violenta sacudida interrumpió al anciano. Edmundo levantó la cabeza y vio que sus ojos se enrojecían, parecía que una ola de sangre le subía desde el pecho a la frente.

      -¡Adiós! ¡Adiós! -murmuró Faria, apretando convulsivamente la mano del joven-. ¡Adiós!

      -¡Oh! ¡Todavía no! ¡Todavía no! -exclamaba éste-. No me abandonéis… ¡Oh, Dios mío! ¡Socorredle… ! ¡Socorro! ¡Acudid… !

      -¡Silencio! -murmuró el moribundo. ¡Silencio!, que luego nos separarán si me salváis.

      -Es cierto. ¡Oh! Sí, sí, confianza; os salvaré. Además, aunque parece que sufrís mucho, no es tanto como la otra vez.

      -Desengañaos… , sufro menos porque tengo menos fuerzas para sufrir. A vuestra edad se tiene fe en la vida; que es el privilegio de la juventud creer y esperar; pero los viejos ven la muerte con más claridad… ¡Oh… !, ya está aquí… , ya se aproxima… todo se acaba… pierdo la vista… ¡y la razón! Dadme la mano, Dantés… ¡Adiós! ¡Adiós!

      E incorporándose por un esfuerzo supremo, repuso:

      -¡Montecristo… ! ¡No os olvidéis de Montecristo!

      Y volvió a caer en la cama.

      La crisis fue terrible. Un cuerpo con los miembros retorcidos, las pupilas hinchadas, una espuma sanguinolenta en la boca, fue lo que en aquel lecho de dolor ocupó el puesto del ser tan inteligente que se había acostado pocos minutos antes.

      Dantés tomó la lámpara, la colocó en la cabecera de la cama, sobre una piedra que sobresalía de la pared, de modo que su trémula luz alumbraba con reflejos extraños y fantásticos aquella fisonomía desencajada, aquel cuerpo inerte y aniquilado.

      Con la mirada fija en él esperó valerosamente la ocasión de administrarle la medicina salvadora. Cuando creyó que había llegado esta ocasión, cogió el cuchillo, separó los dientes, que le ofrecieron menos resistencia que la vez anterior, contó las doce gotas y esperó. El frasco podría tener otro tanto de licor que el gastado.

      Esperó diez minutos, un cuarto de hora, media hora, ¡y nada! Tembloroso, con los cabellos lacios y la frente inundada de sudor, contó los minutos por los latidos de su corazón. Entonces pensó que era ya tiempo de arriesgar la última prueba, acercó el frasco a los labios sanguinolentos de Faria, y sin necesidad de separarle las mandíbulas, que no habían vuelto a juntarse, echó en la boca el resto del líquido. El efecto fue galvánico y una violenta contracción sacudió todos los miembros de Faria, sus ojos volvieron a abrirse con una expresión horrorosa, exhaló un suspiro que parecía un grito, y fue luego, poco a poco, quedándose inmóvil; únicamente los ojos le quedaron abiertos.

      Media hora, una y hasta hora y media pasaron, siendo de agonía para Edmundo. Inclinado hacia su amigo con la mano sobre su pecho, sintió sucesivamente irse el cuerpo enfriando, y el latido del corazón hacerse sordo y profundo. Todo acabó bien pronto, apagóse el último latido, la cara se puso lívida y aunque los ojos seguían abiertos, ya no miraban.

      Ya eran las seis de la mañana, y rayaba el día; su luz indecisa, penetrando en el calabozo, amenguaba la de la lamparilla moribunda. Sus ráfagas extrañas y fantásticas daban tal vez al cadáver apariencias de vida. En tanto duró la lucha del día con la noche, Dantés pudo dudar aún, pero cuando se hizo enteramente de día llegó a comprender que se hallaba solo con un cadáver. Entonces se apoderó de él un terror profundo e invencible. No osaba estrechar aquella mano que caía fuera de la cama, ni menos fijar sus ojos en aquellos ojos blancos a inmóviles, que en vano trató de cerrar muchas veces. Apagó la lamparilla, ocultóla con mucho cuidado, y desapareció, colocando como pudo la baldosa sobre su cabeza. Por otra parte, ya era hora; el carcelero iba a venir de un momento a otro.

      Nada indicó en el carcelero que tuviese ya conocimiento de la desgracia. Cuando salió, sintióse Edmundo impaciente por saber lo que iba a pasar en el calabozo de su desgraciado amigo, y para saberlo penetró en el subterráneo, llegando a tiempo de oír las exclamaciones del carcelero pidiendo auxilio.

      Pronto acudieron los otros carceleros, se oyó después ese paso regular y sordo que usan los soldados, aunque no estén de servicio. Tras los soldados se presentó el gobernador.

      Edmundo oyó rechinar la cama, como si diesen vuelta al cadáver, y la voz del gobernador que ordenaba que le echasen agua a la cara y que viendo que ésta no le causaba efecto alguno, mandó a buscar al médico.

      El gobernador salió, y algunas frases compasivas llegaron a oídos de Dantés, mezcladas con risas burlonas.

      -Vamos, vamos, el loco ha ido a reunirse con su tesoro -decía uno- ¡Buen viaje!

      -Con todos sus millones no tendrá para pagar la mortaja -añadía otro.

      -¡Oh!, las mortajas del castillo de If no cuestan muy caras -respondía un tercero.

      -Quizá como eclesiástico, hagan algunos gastos más por él -dijo uno de los primeros interlocutores.

      -Este irá al saco.

      Edmundo no perdió una sola palabra, pero apenas comprendía lo que decían.

      A poco dejaron de oírse las voces, y juzgó que habían salido del calabozo. Sin embargo, no se atrevió a entrar en él, porque era fácil que alguno se hubiera quedado a velar al muerto. Conteniendo su respiración, permaneció mudo e inmóvil.


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