Narcosis. Francisco Garófalo

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Narcosis - Francisco Garófalo


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mis compañeros se pusieron de acuerdo para darme la bienvenida. Eso imaginé.

      Llegué a la habitación y todos me rodearon. Tuve miedo, pensé que me irían a golpear, pero no, solo me abrazaron, no dijeron ni una sola palabra y se fueron a sus camas. Me sentí bien. Pensé que al fin había encontrado un buen lugar para vivir. No fue así. Las cosas iban a cambiar.

      VII

      A la media noche me despertaron con puñetazos, me desvistieron y me hicieron bañar con agua helada.

      Todos se reían y me decían bienvenido al infierno.

      En esa institución existía un grupo de alumnos formado por diez compañeros que ordenaban a todos los demás. Su cabecilla era un niño llamado Sebastián y su segundo al mando era Marcos Maldonado.

      Pasé años soportando golpizas de media noche y no existía nadie que me hubiese defendido.

      Una vez acudí a la directora, pero Sebastián era hijo de un empresario exitoso y muy amigo de doña Josefina, eso me dijeron. Por poco me golpea por levantar el supuesto falso testimonio.

      —Solo tengo una regla —me dijo—. Nunca mientas porque si lo haces me encargaré de corregir ese mal hábito.

      Lo dijo mientras me mostraba un boyero.

      En las noches no me dejaban dormir. Me golpeaban y se burlaban de mí.

      Solo un niño miraba desde un rincón. Un niño que al parecer no le interesaba involucrarse en semejante problema. Un niño aislado de todos, tal vez con problemas psicológicos, un niño que conocí y volví a ver.

      Éramos niños, pero parecíamos adultos. Sin responsabilidades y llenos de odio. Un odio que te consume y te quema por dentro y que solo lo puede saciar la venganza.

      Tuve que buscar otro lugar para descansar.

      Necesitaba huir de la pandilla de Sebastián.

      Encontré descanso en el baño. Se convirtió en mi refugio.

      VIII

      Cumplí diez años y comprendí que las cosas debían cambiar. No estaba dispuesto a seguir siendo el monigote que aguantaba todo con resignación. No quería seguir siendo la burla de todos los mediocres que me rodeaban.

      Tenía que hacer algo para que todos me empezaran a respetar.

      Tomé una de mis pastillas que me había recetado el médico de la institución.

      La verdad estas pastillas me ayudaban a relajarme y a sentirme más seguro en mis decisiones. No recuerdo bien el nombre, pero sí que me ayudaban.

      Preparé todo para mi venganza.

      Fui a la cocina sin que nadie se percatara.

      Los cocineros habían abandonado el lugar.

      Después del aseo tomaban dos horas de descanso. Lo sabía. Los había estudiado.

      Era mi oportunidad.

      Tomé el cuchillo, lo llevé a mi cuarto y lo escondí debajo de mi almohada.

      Estaba listo para matar a Sebastián. Lo tenía todo planeado. Cuando él se hubiese ido a su cama yo le clavaría el cuchillo en su pecho.

      Me fui al baño y esperé.

      Estaba nervioso, no sabía si tendría el valor para hacerlo.

      Sentía mucho odio, nunca había matado, ni siquiera a un animal. El valor estaba desapareciendo, pero lo debía hacer. Tomé otra pastilla para tranquilizarme.

      Dieron las doce de la noche y subí a la habitación procurando no hacer ruido.

      Abrí aquella puerta que nunca tenía seguro, quiso rechinar y no lo permití; di un paso evitando tropezar con el casillero, me acerqué a la cama de Sebastián; estaba profundamente dormido, alce mi mano para clavarle el cuchillo, pero no tuve el valor, no pude hacerlo, esos ataques repentinos que te dan de moral no me lo permitía o tal vez el miedo a lo que podría pasar.

      No lo pude hacer, me faltó el valor.

      Guardé el cuchillo debajo de mi almohada y fui a mi refugio.

      En la mañana siguiente la señora que realizaba la limpieza encontró el cuchillo en mi cama e informo la novedad a la directora.

      La directora en cuanto se enteró me mandó a llamar.

      Entré a su despacho y ella ya estaba lista con un boyero hecho de cuero de vaca.

      No me preguntó qué hacía el cuchillo en mi cama ni tampoco me dejó hablar, empezó a golpearme y lo hizo tan fuerte que fui a parar a la enfermería del internado.

      Yo odiaba a la directora, pero después de esa golpiza la quería hasta matar, aunque me hizo un favor después de todo, en la enfermería por fin descansé del grupo de Sebastián y pude dormir en una cama, con cobija y una almohada a la que besé imaginando que era Carla.

      Al quinto día me dieron de alta.

      Me vestí con el uniforme, cogí mi mochila y salí rumbo al salón de clases, pero no había nadie en el lugar, las sillas no fueron desacomodadas, había papeles en el piso y daba la impresión que nadie había entrado ahí. Salí del salón a buscar a mis compañeros y los encontré en los dormitorios.

      —¿Qué pasa? Pregunte a la profesora Rosa que lloriqueaba.

      —Alguien mató a Sebastián ¡Alguien lo mató!

      —La noticia no me impresionó mucho pues yo lo odiaba y también los demás compañeros.

      —Ven acá Lorenzo —dijo la directora que se había dado cuenta de mi presencia y que yo sonreía.

      Me acerqué a ella y me llevó a jalones a su despacho.

      —Tú mataste a Sebastián, ¿verdad?

      —No, yo no lo hice— le respondí.

      El cuchillo de la cocina estaba clavado en el pecho de Sebastián y como yo lo había tomado hace cinco días atrás, tenía toda la razón de pensar que yo le había arrebatado la vida.

      —Eres un asesino —dijo.

      —Yo no lo maté.

      —¿Entonces quién lo hizo?

      —No lo sé, ¡cómo podría saberlo!

      —Tú tenías el cuchillo. Para qué lo llevaste.

      No respondí.

      —Respóndeme. Si no me respondes te volveré a golpear.

      No respondí.

      No me golpeó, pero me encerró en un cuarto que ella llamaba de castigo, para los niños incorregibles, para los niños rebeldes como yo. No sé qué pasaba afuera ni lo quería saber. El miedo me invadió; el estar solo en ese cuarto oscuro, la oscuridad me aterraba, no me gustaba el encierro, creo que sufro de claustrofobia. Tal vez esa sea la razón de no haber podido matar a Sebastián.

      Alguien abrió la puerta y la claridad no me permitió ver de quién se trataba, y cuando lo pude hacer la vi, era la directora, estaba parada, tomando una taza de café y me miraba fijamente.

      —¿Qué voy hacer contigo, Lorenzo?

      Dijo mientras daba un sorbo a su café.

      —Eres demasiado problemático y no estoy dispuesta a soportarte más, no tienes a nadie y yo no te voy a seguir cuidando.

      Dio otro sorbo mientras me veía fijamente a los ojos. Era una mirada llena de soledad, amargura y rencor acumulado por dentro.

      —Eres un niño problema. Nadie te quiere. Eres un estorbo para la sociedad.

      Esas palabras me lastimaron,


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