Tuareg. Alberto Vazquez-Figueroa

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Tuareg - Alberto Vazquez-Figueroa


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      Avanzó despacio, se cubrió el rostro con el velo distintivo de su condición de noble «imohag» respetuoso de sus tradiciones, y se detuvo a mitad de camino entre los recién llegados y la mayor de sus «jaimas» como queriendo indicar, sin palabras, que no debían avanzar mientras él no diera su permiso y los acogiera como huéspedes.

      Lo primero que advirtió fue el gris sucio de los uniformes cubiertos de sudor y polvo, la agresividad metálica de los fusiles y ametralladoras, y el crudo olor a botas y correajes. Luego, su vista recayó, con extrañeza, sobre el hombre alto de «jaique» azul y revuelto turbante. Reconoció en él a Mubarrak–ben–Sad, «imohag» perteneciente al «Pueblo de la Lanza», uno de los más hábiles y concienzudos rastreadores del desierto, casi tan famoso en la región como el mismísimo Gacel Sayah, «el Cazador».

      –»Metulem, metulem» –saludó.

      –»Aselam aleikum» –replicó Mubarrak–. Buscamos a dos hombres... Dos extraños...

      –Son mis huéspedes –replicó con calma–, y se encuentran enfermos.

      El oficial que parecía comandar la tropa avanzó unos pasos. Sus estrellas brillaban en la bocamanga cuando hizo ademán de apartar al targuí, pero éste le detuvo con un gesto, cortando el paso hacia el campamento.

      –Son mis huéspedes –repitió.

      El otro le observó con extrañeza, como si no supiera a qué se estaba refiriendo, y Gacel advirtió de inmediato que no era un hombre del desierto; que sus gestos y su forma de mirar hablaban de mundos y ciudades lejanas.

      Se volvió a Mubarrak y éste comprendió porque desvió la vista hacia el oficial.

      –La hospitalidad es sagrada entre nosotros –indicó–. Una ley más antigua que el Corán.

      El militar de las estrellas en la bocamanga permaneció unos instantes indeciso, casi incrédulo ante lo absurdo de la explicación y se dispuso a continuar su camino.

      –Yo represento la ley aquí –dijo tajante–. Y no existe otra.

      Ya había pasado cuando Gacel lo aferró por el antebrazo, con fuerza, y le obligó a volverse y mirarle a los ojos.

      –La tradición tiene mil años y tú apenas cincuenta –musitó mordiendo las palabras–. ¡Deja en paz a mis huéspedes!

      A un gesto del militar los cerrojos de diez fusiles resonaron, el targuí advirtió que las bocas de las armas le apuntaban al pecho y comprendió que toda resistencia resultaría inútil.

      El oficial apartó con un gesto brusco la mano que aún le sujetaba y desenfundando la pistola que colgaba a su cintura, continuó su camino hacia la mayor de las tiendas.

      Desapareció en ella y un minuto después se escuchó una detonación, seca y amarga. Salió e hizo un gesto a dos soldados que corrieron tras él.

      Cuando reaparecieron, arrastraban entre ambos al anciano que agitaba la cabeza y lloraba mansamente como si hubiese despertado de un largo y dulce sueño a una dura realidad.

      Pasaron ante Gacel y subieron a los camiones. Desde la cabina, el oficial le observó con severidad y dudó unos instantes. Gacel temió que la profecía de la vieja Khaltoum no fuera a cumplirse y lo mataran allí mismo, en el corazón de la llanura, pero al fin el otro hizo un gesto al conductor, y los camiones se alejaron por donde habían venido.

      Mubarrak, el «imohag» del «Pueblo de la Lanza», saltó al último vehículo y sus ojos permanecieron fijos en los del targuí hasta que la columna de polvo lo ocultó. Le bastaron esos instantes para captar cuanto pasaba por la mente de Gacel y sintió miedo.

      No era bueno humillar a un «inmouchar» del «Pueblo del Velo» y lo sabía. No era bueno humillarlo y dejarlo con vida.

      Pero tampoco hubiera sido bueno asesinarlo, y desencadenar una guerra entre tribus hermanas. Gacel Sayah tenía amigos y parientes que hubieran tenido que lanzarse a la lucha; a vengar con sangre la sangre de quien tan solo había intentado hacer respetar las viejas leyes del desierto.

      Por su parte, Gacel permaneció muy quieto, observando el convoy que se alejaba, hasta que el polvo y el ruido se perdieron por completo en la distancia. Luego, despacio, se encaminó a la «jaima» grande ante la que se arremolinaban ya sus hijos, su esposa y sus esclavos. No necesitó entrar para saber de antemano lo que iba a encontrar. El hombre joven aparecía en el mismo punto en que lo dejara tras su última charla, con los ojos cerrados, atrapado en el sueño por la muerte. Tan solo un pequeño círculo rojo en la frente le hacía parecer distinto. Lo observó con pena y rabia un largo instante, y luego llamó a Suílem.

      –Entiérralo –pidió–. Y prepara mi camello.

      Por primera vez en su vida Suílem no cumplió la orden de su amo, y una hora después entró en la tienda y se arrojó a sus pies tratando de besarle las sandalias.

      –¡No lo hagas! –suplicó–. Nada conseguirás.

      Gacel apartó el pie con desagrado.

      –¿Crees que debo consentir semejante ofensa? –inquirió con voz ronca–. ¿Crees que seguiría viviendo en paz conmigo mismo, tras haber permitido que asesinen a uno de mis huéspedes y se lleven a otro?

      –¿Qué otra cosa podías hacer...? –protestó–. Te hubieran matado.

      –Lo sé. Pero ahora puedo vengar la afrenta.

      –¿Y qué obtendrás con ello?–inquirió el negro–. ¿Devolverás la vida al muerto?

      –No. Pero les recordaré que no se puede ofender a un «imohag» impunemente. Esa es la diferencia entre los de tu raza y la mía, Suílem. Los «akli» admitís las ofensas y la opresión y os sentís satisfechos siendo esclavos.

      Lo lleváis en la sangre, de padres a hijos, de generación en generación. Y siempre seréis esclavos. –Hizo una pausa y acarició pensativo el largo sable que había extraído del arcón donde guardaba sus más preciadas pertenencias–. Pero nosotros, los tuareg, somos una raza libre y guerrera, que se mantuvo así porque jamás consintió una humillación ni una afrenta.

      –Agitó la cabeza–. Y no es hora de cambiar.

      –Pero ellos son muchos –protestó–. Y poderosos.

      –Es cierto –admitió el targuí–. Y así debe ser. Solo el cobarde se enfrenta a quien sabe más débil que él, porque la victoria jamás le ennoblecerá. Y solo el estúpido lucha por su igual, porque en ese caso tan solo un golpe de suerte decidirá la batalla. El «imohag», el auténtico guerrero de mi raza, debe enfrentarse siempre a quien sabe más poderoso, porque si la victoria le sonríe, su esfuerzo se verá mil veces compensado y podrá seguir su camino orgulloso de sí mismo.

      –¿Y si te matan? ¿Qué será de nosotros?

      –Si me matan, mi camello galopará directamente al Paraíso que Alá promete, porque escrito está que quien muere en una batalla justa tiene asegurada la Eternidad.

      –Pero no has contestado a mi pregunta –insistió el negro–. ¿Qué será de nosotros? ¿De tus hijos, tu esposa, tu ganado y tus sirvientes?

      Su gesto fue fatalista.

      –¿Acaso he demostrado que puedo defenderlos? –inquirió–. Si consiento que maten a uno de mis huéspedes, ¿no tendré que consentir que violen y asesinen a mi familia? –Se inclinó y con un gesto firme le obligó a ponerse en pie. –Ve y prepara mi camello y mis armas –pidió–. Me iré al amanecer. Luego te ocuparás de levantar el campamento y llevar a mi familia lejos, al «guelta» del Huaila, allí donde murió mi primera esposa.

      El amanecer llegó precedido por el viento.

      Siempre el viento anunciaba el alba en la llanura y su ulular en la noche parecía convertirse en llanto amargo una hora antes de que el primer rayo de luz hiciera su aparición en el cielo, más allá de las rocosas laderas del Huaila.

      Escuchó


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