Arsène Lupin. Caballero y ladrón. Морис Леблан

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Arsène Lupin. Caballero y ladrón - Морис Леблан


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Dejen de buscar un subterráneo, piedras que giran sobre goznes y otras tonterías de ese calibre. Este individuo no emplea procedimientos tan anticuados. Está al día o, para decirlo mejor, está adelantado al día de mañana.

      –¿Y qué concluye usted?

      –Concluyo que quiero pedirle nada menos que su permiso para estar una hora con él.

      –¿En su celda?

      –Así es. Durante la travesía de regreso de Estados Unidos trabamos excelentes relaciones y me atrevo a decir que siente alguna simpatía por quien pudo detenerlo. Si puede darme informes sin comprometerse, no dudará en evitarme un viaje inútil.

      Poco después del mediodía, Ganimard fue introducido en la celda de Arsène Lupin, el cual, desde la litera donde estaba echado, levantó la cabeza y lanzó un grito de alegría.

      –¡Ey, mira! Vaya qué sorpresa. ¡Mi querido Ganimard aquí!

      –El mismo.

      –Hay muchas cosas que quisiera tener en este retiro que escogí, pero ninguna con tantas ganas como volverte a ver.

      –Qué amable

      –¡Para nada! Siento por ti un gran afecto.

      –Y me siento orgulloso de ello.

      –Siempre he dicho que Ganimard es nuestro mejor detective. Es casi, y lo digo con toda franqueza, como Sherlock Holmes. Pero, de verdad, no sabes cómo me apena no tener más que este banquillo para ofrecerte. ¡Y nada que tomar! ¡Ni siquiera un vaso de cerveza! Discúlpame, pero solo estoy de paso.

      Ganimard se sentó sonriendo. Y el prisionero continuó, feliz de poder hablar:

      –¡Dios mío! Qué alegría poner mis ojos en el semblante de un hombre honesto. Estoy harto de todos esos espías y soplones que diez veces al día pasan revista a mis bolsillos y a mi humilde celda para asegurarse de que no preparo un escape. ¡Caray, cómo se preocupa el gobierno por mí!

      –Y con razón.

      –¡Claro que no! Sería feliz si me dejaran vivir en mi pequeño rincón.

      –Con las rentas de los demás.

      –¿Verdad? ¡Qué fácil sería todo así! Pero estoy hablando mucho, no digo más que tonterías y seguramente tú tienes prisa. Vamos al grano, Ganimard, ¿a qué debo el honor de tu visita?

      –Al caso Cahorn –dijo Ganimard sin rodeos.

      –¡Espera! Dame un segundo... tengo tantos asuntos pendientes. Déjame primero traer a mi memoria el expediente del caso Cahorn... ¡Oh, sí! Listo. Caso Cahorn, castillo de Malaquis, Sena inferior... dos Rubens, un Watteau y algunos objetos menudos.

      –¿Menudos?

      –¡Oh, desde luego! Todo es de un valor mediocre. Hay cosas mejores. Pero es suficiente como para que el caso interese... Habla, pues, Ganimard.

      –¿Necesito explicarte en qué punto estamos de las investigaciones?

      –No hace falta, ya leí los periódicos de la mañana. Por lo demás, me tomaré la libertad de decirte que no avanzan con suficiente rapidez.

      –Justo por eso apelo a tu gentileza.

      –Estoy completamente a tus órdenes.

      –Lo primero que quiero saber es si este caso es obra tuya.

      –De cabo a rabo.

      –¿Y la carta de amenaza? ¿Y el telegrama?

      –Son de tu servidor. Incluso debo tener los recibos del envío por aquí en alguna parte.

      Arsène abrió el cajón de una pequeña mesa de madera blanca que constituía, con la cama y el banquillo, todo el mobiliario de la celda, y sacó dos trozos de papel que tendió a Ganimard.

      –¡Ah, caray! –exclamó este último–. Yo creía que no te quitaban la vista de encima y que te registraban por todo. Y resulta que lees los periódicos y coleccionas recibos.

      –¡Bah! ¡Estas personas son tan tontas! Descosen el dobladillo de mi saco, examinan las suelas de mis zapatos, investigan las paredes de esta celda, pero a ninguno se le ocurre que Arsène Lupin pudiera tener un escondrijo tan inocente. Claro que contaba con eso.

      Ganimard, divertido, exclamó:

      –¡Vaya contigo! Me desconciertas. Vamos, cuéntame la aventura.

      –¡Oh, no! ¿Qué te pasa? Quieres que te inicie en todos mis secretos, que te revele mis pequeños trucos. Eso es grave.

      –¿Me equivoqué al contar con tu amabilidad entonces?

      –No, Ganimard, pero ya que insistes...

      Arsène Lupin recorrió dos o tres veces el lugar y entonces se detuvo:

      –¿Qué opinas de mi carta al barón?

      –Me parece que querías divertirte y, como siempre, escandalizar al público.

      –¿Escandalizar al público? La verdad, Ganimard, te creía más informado. ¿Acaso yo, Arsène Lupin, pierdo el tiempo en esas niñerías? ¿Para qué escribiría esa carta si podía desvalijar al barón sin avisarle? Entiendan, tú y los demás, que la carta es el inicio indispensable, el recurso que puso en marcha toda la maquinaria. Mira, vamos en orden, y repasemos juntos si quieres el robo del Malaquis.

      –Te escucho.

      –Bueno. Tomemos un castillo perfectamente cerrado, atrancado, como el del barón Cahorn. ¿Voy a abandonar la partida y a renunciar a los tesoros que codicio solo porque el castillo que los resguarda es inaccesible?

      –Evidentemente que no.

      –¿Voy a tratar de asaltarlo, como en otros tiempos, a la cabeza de una banda de aventureros?

      –Sería infantil.

      –¿Voy a colarme con disimulo?

      –Imposible.

      –En mi opinión, el único medio que queda es hacerme invitar por el dueño de dicho castillo.

      –Es un recurso original.

      –¡Y muy fácil! Supongamos que un día, dicho propietario recibe una carta en la que se le advierte de lo que trama en su contra un conocido ladrón. ¿Qué va a hacer?

      –Le enviará la carta al procurador.

      –Que se burlará de él, porque el sujeto Lupin está tras las rejas. Por lo tanto, el buen hombre pierde la brújula y está listo para pedir ayuda al primero que se le aparezca. ¿No es así?

      –Sin ninguna duda.

      –Y si por casualidad llega a leer en un periodicucho que un famoso policía está de vacaciones en una localidad vecina...

      –Se dirigirá a ese policía.

      –Tú lo has dicho. Pero, por otro lado, admitamos que anticipando esta gestión inevitable, Arsène Lupin le rogó a uno de sus amigos más capaces que se instalara en Caudebec, que entrara en tratos con un redactor de Le Réveil, el diario al que está suscrito el barón y que le revelara que él es el famoso policía. ¿Qué sucedería entonces?

      –El redactor publicará en Le Réveil la noticia de la visita de dicho policía.

      –¡Perfecto! Y una de dos: o el pez (me refiero a Cahorn) no pica y no pasa nada, o bien, y esta es la hipótesis más verosímil, corre excitado tras el anzuelo. Y he aquí a mi buen Cahorn suplicándole a uno de mis amigos que lo ayude en mi contra.

      –A cada momento es más original.

      –Por supuesto, el falso policía niega al principio su ayuda. En ese punto llega el telegrama de Arsène Lupin. El barón se asusta y suplica de nuevo a mi


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