Orgullo y prejuicio. Jane Austen

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Orgullo y prejuicio - Jane Austen


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William.

      —Mamá —dijo Lydia, la tía dice que el coronel Forster y el capitán Carter ya no van tanto a casa de los Watson como antes. Ahora los ve mucho en la biblioteca de Clarke. La señora Bennet no pudo contestar al ser interrumpida por la entrada de un lacayo que traía una nota para la señorita Bennet, venía de Netherfield y el criado esperaba respuesta.

      Los ojos de la señora Bennet brillaban de alegría y estaba impaciente por que su hija acabase de leer.

      —Bien, Jane, ¿de quién es?, ¿de qué se trata?, ¿qué dice? Date prisa y dinos, date prisa, cariño.

      —Es de la señorita Bingley —dijo Jane, y entonces leyó en voz alta:

       «Mi querida amiga: Si tienes compasión de nosotras, ven a cenar hoy con Louisa y conmigo, si no, estaremos en peligro de odiarnos la una a la otra el resto de nuestras vidas, porque dos mujeres juntas todo el día no pueden acabar sin pelearse. Ven tan pronto como te sea posible, después de recibir esta nota. Mi hermano y los otros señores cenarán con los oficiales. Saludos, Caroline Bingley.»

      —¡Con los oficiales! —exclamó Lydia—. ¡Qué raro que la tía no nos lo haya dicho!

      —¡Cenar fuera! —dijo la señora Bennet.

      —¡Qué mala suerte! —¿Puedo llevar el carruaje? —preguntó Jane.

      —No, querida; es mejor que vayas a caballo, porque parece que va a llover y así tendrás que quedarte a pasar la noche.

      —Sería un buen plan —dijo Elizabeth—, si estuvieras segura de que no se van a ofrecer para traerla a casa.

      —Oh, los señores llevarán el carruaje del señor Bingley a Meryton y los Hurst no tienen caballos propios.

      —Preferiría ir en el carruaje.

      —Pero querida, tu padre no puede prestarte los caballos. Me consta. Se necesitan en la granja. ¿No es así, señor Bennet?

      —Se necesitan más en la granja de lo que yo puedo ofrecerlos.

      —Si puedes ofrecerlos hoy —dijo Elizabeth—, los deseos de mi madre se verán cumplidos. Al final animó al padre para que admitiese que los caballos estaban ocupados.

      Y, por fin, Jane se vio obligada a ir a caballo. Su madre la acompañó hasta la puerta pronosticando muy contenta un día pésimo. Sus esperanzas se cumplieron; no hacía mucho que se había ido Jane, cuando empezó a llover a cántaros. Las hermanas se quedaron intranquilas por ella, pero su madre estaba encantada. No paró de llover en toda la tarde;era obvio que Jane no podría volver...

      —Verdaderamente, tuve una idea muy acertada —repetía la señora Bennet. Sin embargo, hasta la mañana siguiente no supo nada del resultado de su oportuna estratagema. Apenas había acabado de desayunar cuando un criado de Netherfield trajo la siguiente nota para Elizabeth:

       «Mi querida Lizzy: No estoy muy bien esta mañana, lo que, supongo, se debe a que ayer llegue cansada hasta los huesos. Mis amables amigas no quieren ni oírme hablar de volver a casa hasta que no esté mejor. Insisten en que me vea el señor Jones; por lo tanto, no te alarmes si se enteran de que ha venido a visitarme. No tengo nada más que un profundo dolor de garganta y dolor de cabeza. Tuya siempre, Jane.»

      —Bien, querida —dijo el señor Bennet una vez Elizabeth hubo leído la nota en alto—, si Jane contrajera una enfermedad peligrosa o se muriese sería un consuelo saber que todo fue por conseguir al señor Bingley y bajo tus órdenes.

      —¡Oh! No tengo miedo de que se muera. La gente no se muere por pequeños resfriados sin importancia. Tendrá buenos cuidados. Mientras esté allí todo irá de maravilla. Iría a verla, si pudiese disponer del coche.

      Elizabeth, que estaba verdaderamente preocupada, tomó la determinación de ir a verla. Como no podía disponer del carruaje y no era buena amazona, caminar era su única alternativa. Y declaró su decisión.

      —¿Cómo puedes ser tan tonta? exclamó su madre—. ¿Cómo se te puede ocurrir tal cosa? ¡Con el barro que hay! ¡Llegarías hecha una facha, no estarías presentable!

      —Estaría presentable para ver a Jane que es todo lo que yo deseo.

      —¿Es una indirecta para que mande a buscar los caballos, Lizzy? —dijo su padre.

      —No, en absoluto. No me importa caminar. No hay distancias cuando se tiene un motivo. Son solo tres millas. Estaré de vuelta a la hora de cenar.

      —Admiro la actividad de tu benevolencia — observó Mary—; pero todo impulso del sentimiento debe estar dirigido por la razón, y a mi juicio, el esfuerzo debe ser proporcional a lo que se pretende.

      —Te acompañaremos hasta Meryton —dijeron Catherine y Lydia. Elizabeth aceptó su compañía y las tres jóvenes salieron juntas.

      —Si nos apuramos —dijo Lydia mientras caminaba—, tal vez podamos ver al capitán Carter antes de que se vaya.

      En Meryton se separaron; las dos menores se dirigieron a casa de la esposa de uno de los oficiales y Elizabeth continuó su camino sola. Cruzó campo tras campo a paso ligero, saltó cercas y sorteó charcos con impaciencia hasta que por fin se encontró ante la casa, con los tobillos empapados, las medias sucias y el rostro encendido por el ejercicio.

      La pasaron al comedor donde estaban todos reunidos menos Jane y donde su presencia causó gran sorpresa. A la señora Hurst y a la señorita Bingley les parecía increíble que hubiese caminado tres millas sola, tan temprano y con un tiempo tan espantoso. Elizabeth quedó convencida de que la despreciaban. No obstante, la recibieron con mucha cortesía, pero en la actitud del hermano había algo más que cortesía: había buen humor y amabilidad. El señor Darcy habló poco y el señor Hurst nada de nada. El primero fluctuaba entre la admiración por la luminosidad que el ejercicio le había dado a su rostro y la duda de si la ocasión justificaba el que hubiese venido sola desde tan lejos. El segundo solo pensaba en su desayuno.

      Las preguntas que Elizabeth hizo acerca de su hermana no fueron contestadas favorablemente. La señorita Bennet había dormido mal, y, aunque se había levantado, tenía mucha fiebre y no estaba en condiciones de salir de su habitación. Elizabeth se alegró de que la llevasen a verla inmediatamente y Jane, que se había contenido de expresar en su nota cómo deseaba esa visita, por miedo a ser inconveniente o a alarmarlos, se alegró muchísimo al verla entrar. A pesar de todo no tenía ánimo para mucha conversación.

      Cuando la señorita Bingley las dejó solas, no pudo formular más que gratitud por la extraordinaria amabilidad con que la trataban en aquella casa. Elizabeth la atendió en silencio. Cuando acabó el desayuno, las hermanas Bingley se reunieron con ellas y a Elizabeth empezaron a parecerle simpáticas al ver el afecto y el interés que mostraban por Jane. Vino el médico y examinó a la paciente, declarando, como era de suponer, que había cogido un fuerte resfriado y que debían hacer todo lo posible por cuidarla. Le recomendó que se metiese otra vez en la cama y le recetó algunas medicinas. Siguieron las instrucciones del médico al pie de la letra, ya que la fiebre había aumentado y el dolor de cabeza era más agudo. Elizabeth no abandonó la habitación ni un solo instante y las otras señoritas tampoco se ausentaban por mucho tiempo. Los señores estaban fuera porque en realidad nada tenían que hacer allí. Cuando dieron las tres, Elizabeth comprendió que debía marcharse y, aunque muy en contra de su voluntad, así lo expresó. La señorita Bingley le ofreció el carruaje; Elizabeth solo estaba esperando que insistiese un poco más para aceptarlo, cuando Jane comunicó su deseo de marcharse con ella; por lo que la señorita Bingley se vio obligada a convertir el ofrecimiento del carruaje en una invitación para que se quedase en Netherfield. Elizabeth aceptó muy agradecida y mandaron un criado a Longbourn para hacer saber a la familia que se quedaba y para que le enviasen ropa.

       CAPÍTULO VIII

      A las cinco las señoras se retiraron para vestirse


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