La vida no admite representantes. Jorge Bucay
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Hechos mundiales y personales que, entre todos, sin lugar a dudas, cambiaron mi vida en lo personal.
¿Y tú? ¿Cómo has pasado estos veinte años?
¿Cuál ha sido tu camino?
Te invito a que detengas la lectura y durante cinco o diez minutos te dediques a pensar en las diez cosas —o cinco o tres—, situaciones, cambios y circunstancias que transformaron tu vida y la de aquellos a tu alrededor. Y después, si quieres, te invito a tomar nota aunque sea de los titulares de esos eventos, para pensar más tarde en qué haremos con ellos.
Qué tratamiento les daremos, en qué lugar esconderemos, de qué forma mostraremos, cómo seguiremos, con todas esas cosas, grandes o pequeñas, que han pasado en estos años, en nuestras vidas y la de todos.
Decía el gran Antonio Porchia:
Había una vez dos monjes zen que caminaban por el bosque de regreso al monasterio. Cuando llegaron al río, una mujer lloraba en cuclillas cerca de la orilla. Era joven y atractiva.
—¿Qué te sucede? —le preguntó el más anciano.
—Mi madre se muere. Está sola en casa, del otro lado del río, y yo no puedo cruzar. Lo intenté —siguió la joven—, pero la corriente me arrastra y no podré llegar nunca al otro lado sin ayuda... Pensé que no la volvería a ver con vida. Pero ahora... Ahora que han aparecido ustedes, alguno de los dos podrá ayudarme a cruzar...
—Ojalá pudiéramos —se lamentó el más joven—. Pero la única manera de ayudarte sería cargarte a través del río y nuestros votos de castidad nos impiden todo contacto con el sexo opuesto. Lo tenemos prohibido... Lo siento.
—Yo también lo siento —dijo la mujer. Y siguió llorando.
El monje más viejo se arrodilló, bajó la cabeza y dijo:
—Sube.
La mujer no podía creerlo, pero con rapidez tomó su hatillo de ropa y subió a horcajadas sobre el monje.
Con bastante dificultad, el monje cruzó el río, seguido por el joven.
Al llegar al otro lado, la mujer descendió y se acercó al anciano monje con intención de besar sus manos.
—Está bien, está bien —dijo el viejo retirando sus manos—, sigue tu camino.
La mujer se inclinó con gratitud y humildad, recogió sus ropas y corrió por el camino hacia el pueblo.
Los monjes, sin decir palabra, retomaron su marcha al monasterio. Aún les quedaban diez horas de caminata...
Poco antes de llegar, el joven le dijo al anciano:
—Maestro: usted sabe mejor que yo de nuestro voto de abstinencia. No obstante, cargó sobre sus hombros a aquella mujer a través de todo lo ancho del río.
—Yo la llevé a través de todo lo ancho del río, es cierto, pero ¿qué te pasa a ti que todavía cargas con ella sobre los tuyos?
La sentencia de Porchia suena contundentemente cierta, y aunque veinte años no son cien años, son muchos años.
Ojalá puedas coincidir conmigo y aceptar sin dudarlo la secuencia de los hechos históricos que, más allá de nuestra valoración de ellos, anidan en nuestros recuerdos. En lo personal sé que gracias a estos hechos de dentro y de fuera, buenos y malos, alegres y tristes, y especialmente gracias a la forma en la que se presentaron, soy quien soy.
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Dicho de otra forma, soy (como tú) resultado de todo lo que viví, padecí o disfruté, y cualquier cosa diferente habría producido un Jorge Bucay diferente con un presente distinto.
Pensemos en esto: si me satisface ser este que soy, y serlo es consecuencia de todo lo anterior, debería yo tener cuidado y honrar permanentemente mi historia, haya cursado con risas o con lágrimas, haya sido fácil o complicada, haya sido cuesta abajo o cuesta arriba.
Con este planteamiento, se comprende perfectamente que si no me satisface lo que soy, lo que siento y como vivo, reniegue de todas esa “malditas cosas” que no era justo que pasaran, me enoje con mi pasado y me queje de mi destino.
Una vez más...
Me hicieron de cien años algunos minutos que se quedaron conmigo, no cien años.
El final de un ciclo, el comienzo de otro
Siempre cuento que una tarde, mientras regresaba a mi casa desde el centro de la ciudad, me percaté de que el contador de kilómetros de mi automóvil marcaba 9999. Obviamente no era importante ni debería ser significativo en ningún sentido; y sin embargo, registré de pronto un pequeño escalofrío diferente, mezcla de excitación y repentino interés por ese número, que sabía igual, exactamente igual a todos los anteriores, pero que me puso más alerta, un pelín ansioso y tan pendiente del hecho como para bajar la velocidad y anclar el rabillo del ojo en el pequeño reloj de mi tablero. Luego, cuando el pequeño número cambió a 10,000,