Colección integral de Miguel de Cervantes. Miguel de Cervantes

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Colección integral de Miguel de Cervantes - Miguel de Cervantes


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      —Sin duda que el pagano, a cuya medida se forjó primero esta famosa celada, debía de tener grandísima cabeza, y lo peor dello es que le falta la mitad.

      Cuando Sancho oyó llamar a la bacía celada, no pudo tener la risa; mas vínosele a las mientes la cólera de su amo, y calló en la mitad della.

      —¿De qué te ríes, Sancho? —dijo don Quijote.

      —Ríome —respondió él— de considerar la gran cabeza que tenía el pagano dueño deste almete, que no semeja sino una bacía de barbero pintiparada.

      —¿Sabes qué imagino, Sancho? Que esta famosa pieza deste encantado yelmo, por algún estraño accidente, debió de venir a manos de quien no supo conocer ni estimar su valor, y, sin saber lo que hacía, viéndola de oro purísimo, debió de fundir la otra mitad para aprovecharse del precio, y de la otra mitad hizo ésta, que parece bacía de barbero, como tú dices. Pero, sea lo que fuere; que para mí que la conozco no hace al caso su transmutación; que yo la aderezaré en el primer lugar donde haya herrero, y de suerte que no le haga ventaja, ni aun le llegue, la que hizo y forjó el dios de las herrerías para el dios de las batallas; y, en este entretanto, la traeré como pudiere, que más vale algo que no nada; cuanto más, que bien será bastante para defenderme de alguna pedrada.

      —Eso será —dijo Sancho— si no se tira con honda, como se tiraron en la pelea de los dos ejércitos, cuando le santiguaron a vuestra merced las muelas y le rompieron el alcuza donde venía aquel benditísimo brebaje que me hizo vomitar las asaduras.

      —No me da mucha pena el haberle perdido, que ya sabes tú, Sancho —dijo don Quijote—, que yo tengo la receta en la memoria.

      —También la tengo yo —respondió Sancho—, pero si yo le hiciere ni le probare más en mi vida, aquí sea mi hora. Cuanto más, que no pienso ponerme en ocasión de haberle menester, porque pienso guardarme con todos mis cinco sentidos de ser ferido ni de ferir a nadie. De lo del ser otra vez manteado, no digo nada, que semejantes desgracias mal se pueden prevenir, y si vienen, no hay que hacer otra cosa sino encoger los hombros, detener el aliento, cerrar los ojos y dejarse ir por donde la suerte y la manta nos llevare.

      —Mal cristiano eres, Sancho —dijo, oyendo esto, don Quijote—, porque nunca olvidas la injuria que una vez te han hecho; pues sábete que es de pechos nobles y generosos no hacer caso de niñerías. ¿Qué pie sacaste cojo, qué costilla quebrada, qué cabeza rota, para que no se te olvide aquella burla? Que, bien apurada la cosa, burla fue y pasatiempo; que, a no entenderlo yo así, ya yo hubiera vuelto allá y hubiera hecho en tu venganza más daño que el que hicieron los griegos por la robada Elena. La cual, si fuera en este tiempo, o mi Dulcinea fuera en aquél, pudiera estar segura que no tuviera tanta fama de hermosa como tiene.

      Y aquí dio un suspiro, y le puso en las nubes. Y dijo Sancho:

      —Pase por burlas, pues la venganza no puede pasar en veras; pero yo sé de qué calidad fueron las veras y las burlas, y sé también que no se me caerán de la memoria, como nunca se quitarán de las espaldas. Pero, dejando esto aparte, dígame vuestra merced qué haremos deste caballo rucio rodado, que parece asno pardo, que dejó aquí desamparado aquel Martino que vuestra merced derribó; que, según él puso los pies en polvorosa y cogió las de Villadiego, no lleva pergenio de volver por él jamás; y ¡para mis barbas, si no es bueno el rucio!

      —Nunca yo acostumbro —dijo don Quijote— despojar a los que venzo, ni es uso de caballería quitarles los caballos y dejarlos a pie, si ya no fuese que el vencedor hubiese perdido en la pendencia el suyo; que, en tal caso, lícito es tomar el del vencido, como ganado en guerra lícita. Así que, Sancho, deja ese caballo, o asno, o lo que tú quisieres que sea, que, como su dueño nos vea alongados de aquí, volverá por él.

      —Dios sabe si quisiera llevarle —replicó Sancho—, o, por lo menos, trocalle con este mío, que no me parece tan bueno. Verdaderamente que son estrechas las leyes de caballería, pues no se estienden a dejar trocar un asno por otro; y querría saber si podría trocar los aparejos siquiera.

      —En eso no estoy muy cierto —respondió don Quijote—; y, en caso de duda, hasta estar mejor informado, digo que los trueques, si es que tienes dellos necesidad estrema.

      —Tan estrema es —respondió Sancho— que si fueran para mi misma persona, no los hubiera menester más.

      Y luego, habilitado con aquella licencia, hizo mutatio caparum y puso su jumento a las mil lindezas, dejándole mejorado en tercio y quinto.

      Hecho esto, almorzaron de las sobras del real que del acémila despojaron, bebieron del agua del arroyo de los batanes, sin volver la cara a mirallos: tal era el aborrecimiento que les tenían por el miedo en que les habían puesto.

      Cortada, pues, la cólera, y aun la malenconía, subieron a caballo, y, sin tomar determinado camino, por ser muy de caballeros andantes el no tomar ninguno cierto, se pusieron a caminar por donde la voluntad de Rocinante quiso, que se llevaba tras sí la de su amo, y aun la del asno, que siempre le seguía por dondequiera que guiaba, en buen amor y compañía. Con todo esto, volvieron al camino real y siguieron por él a la ventura, sin otro disignio alguno.

      Yendo, pues, así caminando, dijo Sancho a su amo:

      —Señor, ¿quiere vuestra merced darme licencia que departa un poco con él? Que, después que me puso aquel áspero mandamiento del silencio, se me han podrido más de cuatro cosas en el estómago, y una sola que ahora tengo en el pico de la lengua no querría que se mal lograse.

      —Dila —dijo don Quijote—, y sé breve en tus razonamientos, que ninguno hay gustoso si es largo.

      —Digo, pues, señor —respondió Sancho—, que, de algunos días a esta parte, he considerado cuán poco se gana y granjea de andar buscando estas aventuras que vuestra merced busca por estos desiertos y encrucijadas de caminos, donde, ya que se venzan y acaben las más peligrosas, no hay quien las vea ni sepa; y así, se han de quedar en perpetuo silencio, y en perjuicio de la intención de vuestra merced y de lo que ellas merecen. Y así, me parece que sería mejor, salvo el mejor parecer de vuestra merced, que nos fuésemos a servir a algún emperador, o a otro príncipe grande que tenga alguna guerra, en cuyo servicio vuestra merced muestre el valor de su persona, sus grandes fuerzas y mayor entendimiento; que, visto esto del señor a quien sirviéremos, por fuerza nos ha de remunerar, a cada cual según sus méritos, y allí no faltará quien ponga en escrito las hazañas de vuestra merced, para perpetua memoria. De las mías no digo nada, pues no han de salir de los límites escuderiles; aunque sé decir que, si se usa en la caballería escribir hazañas de escuderos, que no pienso que se han de quedar las mías entre renglones.

      —No dices mal, Sancho —respondió don Quijote—; mas, antes que se llegue a ese término, es menester andar por el mundo, como en aprobación, buscando las aventuras, para que, acabando algunas, se cobre nombre y fama tal que, cuando se fuere a la corte de algún gran monarca, ya sea el caballero conocido por sus obras; y que, apenas le hayan visto entrar los muchachos por la puerta de la ciudad, cuando todos le sigan y rodeen, dando voces, diciendo: —Éste es el Caballero del Sol—, o de la Sierpe, o de otra insignia alguna, debajo de la cual hubiere acabado grandes hazañas. —Éste es —dirán— el que venció en singular batalla al gigantazo Brocabruno de la Gran Fuerza; el que desencantó al Gran Mameluco de Persia del largo encantamento en que había estado casi novecientos años—. Así que, de mano en mano, irán pregonando tus hechos, y luego, al alboroto de los muchachos y de la demás gente, se parará a las fenestras de su real palacio el rey de aquel reino, y así como vea al caballero, conociéndole por las armas o por la empresa del escudo, forzosamente ha de decir:—¡Ea, sus! ¡Salgan mis caballeros, cuantos en mi corte están, a recibir a la flor de la caballería, que allí viene!— A cuyo mandamiento saldrán todos, y él llegará hasta la mitad de la escalera, y le abrazará estrechísimamente, y le dará paz besándole en el rostro; y luego le llevará por la mano al aposento de la señora reina, adonde el caballero la hallará con la infanta, su hija, que ha de ser una de las más fermosas y acabadas doncellas que, en gran parte de lo descubierto de la tierra, a duras penas se pueda hallar. Sucederá tras esto,


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