Los papeles de Aspern. Henry James

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Los papeles de Aspern - Henry James


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de que me abriría paso con flores, tendría éxito a fuerza de grandes ramos. Atacaría a las viejas con lirios; bombardearía su ciudadela con rosas. Su puerta tendría que ceder a la presión cuando se amontonara contra ella una montaña de claveles. El lugar, en realidad, estaba brutalmente descuidado. La capacidad veneciana para holgazanear es máxima, y durante muchos días, mi jardinero no tuvo otra cosa que mostrar por sus servicios sino basuras sin límite. Hizo muchos hoyos y se llevó muchas carretadas de tierra, y al cabo de poco me puse tan impaciente que pensé si enviar mis ramilletes desde el puesto más próximo. Pero reflexioné que las señoras verían, a través de las rendijas de sus persianas, que debían ser comprados y decidirían con eso que yo era un impostor. Así que me dominé y, al fin, aunque la tardanza fue larga, percibí algunas apariencias de florecimiento. Eso me animó y aguardé serenamente a que se multiplicaran. Mientras tanto, los días del verdadero verano llegaron y empezaron a pasar, y al volver la vista atrás hacia ellos, casi me parecen los más felices de mi vida. Me cuidé cada vez más de estar en el jardín siempre que no hiciera demasiado calor. Me hice arreglar un cenador, con una mesa baja y una butaca dentro; y saqué libros y carpetas (siempre tenía entre manos algún asunto de escribir), y trabajé y aguardé y cavilé con esperanzas, mientras pasaban las horas doradas y las plantas absorbían la luz y el inescrutable viejo palacio palidecía, y luego, al caer el día, empezaba a enrojecerse con él, y mis papeles se agitaban en la brisa errante del Adriático.

      Considerando qué poca satisfacción obtuve de ello al principio, es notable que no me hubiera cansado más de preguntarme qué místicos ritos de hastío celebraban las señoritas Bordereau en sus cuartos oscurecidos; si siempre su tenor de vida había sido así y cómo en años anteriores habían escapado de rozarse con sus vecinos. Estaba claro que debían haber tenido otras costumbres y otra situación; que debían alguna vez haber sido jóvenes o al menos de media edad. No tenían fin las preguntas que era posible preguntarse sobre ellas, ni fin las respuestas que era posible formular. Yo había conocido muchos compatriotas en Europa y estaba acostumbrado a las extrañas maneras que estaban expuestos a adoptar allí: pero las señoritas Bordereau formaban completamente un nuevo tipo del alejado de América. Incluso, estaba claro de que el nombre de americanas había dejado de tener ninguna aplicación a ellas; lo había visto eso en los diez minutos que pasé en el cuarto de la anciana. No se podía decir de dónde venían, por el aspecto de ninguna de las dos; de donde quiera que vinieran, hacía mucho que habían abandonado su acento y sus maneras locales. No había en ellas nada que reconocer, y, dejando aparte la cuestión de la lengua, podrían haber sido noruegas o españolas. La señorita Bordereau, después de todo, llevaba en Europa casi tres cuartos de siglo; eso aparecía en unos versos que le dirigió Aspern en la ocasión en que él se ausentó por segunda vez de América —versos cuya fecha habíamos establecido Cumnor y yo con suficiente solidez, después de infinitas conjeturas—: que incluso entonces, siendo una chica de veinte años, ya estaba en la orilla extranjera del mar. Había en ese poema una implicación (espero que no sólo por la frase) de que él había regresado en atención a ella. No teníamos verdadera luz sobre la situación de ella en aquel momento, así como tampoco sobre su origen, que creíamos era del tipo que se suele llamar modesto. Cumnor tenía la teoría de que ella había sido institutriz en alguna familia visitada por el poeta, y que, a consecuencia de esa posición de ella, hubo desde el principio algo inconfesado, o más bien algo decididamente clandestino, en sus relaciones. Yo, por otra parte, había incubado una pequeña novelería según la cual ella era hija de un artista, un pintor o un escultor, que había dejado el Nuevo Mundo a comienzos de siglo para estudiar en las escuelas antiguas. Era esencial para mi hipótesis que ese amable hombre hubiera perdido a su mujer, fuera pobre y sin éxito y tuviera una segunda hija, de carácter muy diverso al de Juliana. También era indispensable que le hubieran acompañado a Europa esas señoritas para establecerse allí durante el resto de una vida difícil y entristecida. Había otra implicación: que la señorita Bordereau, en su juventud, tenía un carácter maligno y aventurero, aunque generoso y fascinante, y que había pasado por algunas vicisitudes singulares. ¿Por qué pasiones había sido asolada, por qué sufrimientos había quedado desteñida, qué reserva de recuerdos había acumulado para el monótono porvenir?

      Me preguntaba esas cosas mientras estaba sentado devanando teorías sobre ella en mi cenador y las abejas zumbaban en las flores. Era incontestable que, para bien o para mal, la mayor parte de los lectores de los poemas de Aspern (poemas no tan ambiguos como los sonetos, creo que apenas más divinos, de Shakespeare) daban por supuesto que Juliana no siempre se había atenido al áspero sendero de la renuncia. En torno a su nombre se cernía un perfume de pasión sin límites, una insinuación de que ella no había sido exactamente el tipo general de joven respetable. ¿Era eso señal de que su cantor la había traicionado, la había dejado al descubierto ante la posteridad? Lo cierto es que era difícil poner el dedo en un pasaje en que su buena fama se viera puesta en cuestión. Además, ¿no era lo bastante buena cualquier fama que tuviera la seguridad de durar y fuera unida a obras inmortales por su belleza? Era parte de mi idea que la joven hubiera tenido un amante extranjero (y una ruptura trágica poco edificante) antes de conocer a Jeffrey Aspern. Habría vivido con su padre y su hermana en un extraño mundo a la antigua, expatriado y artístico, de bohemios, en los días en que lo estético era sólo lo académico, y los pintores que conocían los mejores modelos de contadina y pifferaro llevaban sombreros en punta y pelo largo. Era una sociedad con menos recursos que las capillitas de hoy (por su ignorancia de las maravillosas ocasiones y oportunidades para los madrugadores, de que estaba sembrado su camino), con jirones de material viejo y fragmentos de vieja cacharrería; de modo que la señorita Bordereau no parecía haber recogido ni heredado muchos objetos de importancia. No había envidiable bric-à-brac, con su provocante leyenda de baratura, en el cuarto donde yo la había visto. Un hecho así sugería pobreza, pero sin embargo encajó felizmente en el interés sentimental que yo siempre me había tomado por los tempranos movimientos de mis compatriotas como visitantes de Europa. Cuando los americanos salían al extranjero en 1820, había en ello algo romántico casi heroico, comparado con los perpetuos transbordos de la hora actual, cuando la fotografía y otras comodidades han aniquilado la sorpresa. La señorita Bordereau zarpó con su familia en un zarandeado bergantín, en los días de los viajes largos y de las grandes diferencias; había tenido sus emociones en lo alto de diligencias amarillas, había pasado la noche en posadas donde soñó con leyendas de viajeros, y, al llegar a la Ciudad Eterna, la impresionó la elegancia de las perlas y los chalés romanos. Había algo conmovedor para mí en todo eso y mi imaginación volvía frecuentemente a esa época. Si la señorita Bordereau dominaba en él, por supuesto que Jeffrey Aspern en otros momentos había dominado mucho más. Era un hecho aún más importante, si se miraba su genio críticamente, que hubiera vivido en los días anteriores a la transfusión general. Me había ocurrido lamentar que él hubiera conocido Europa en absoluto; me habría gustado ver lo que hubiera escrito sin esa experiencia que indudablemente le había enriquecido. Pero como su destino lo había dispuesto de otro modo, le acompañé; traté de juzgar cómo le había impresionado el viejo mundo. Sin embargo, no era sólo ahí donde le observaba; las relaciones que había mantenido con el nuevo mundo tenían un interés aún más vivo. Después de todo, su propio país se le había llevado la mayor parte de la vida, y su Musa, como se decía entonces, era esencialmente americana. Por eso era por lo que yo le había amado originalmente: porque en una época en que nuestra tierra natal estaba desnuda y tosca provinciana, cuando la famosa «atmósfera» que se piensa que le falta, ni siquiera se echaba de menos, cuando la literatura estaba allí solitaria, y el arte y la forma eran casi imposibles, él había encontrado medios para vivir y escribir como uno de los primeros; para sentir, entender y expresarlo todo.

       V

       Índice

       Rara vez me quedaba en casa al anochecer, pues cuando trataba de ocuparme en mis habitaciones, la luz de la lámpara atraía una multitud de insectos molestos, y hacía demasiado calor para cerrar las ventanas. Por tanto, pasaba las últimas horas o bien en el agua (la luz de la luna en Venecia es famosa) o en la espléndida plaza que sirve como vasto atrio a la extraña y vieja basílica de San Marco. Me sentaba


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