La Galatea. Miguel de Cervantes

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La Galatea - Miguel de Cervantes


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que de su robusto pecho el blando amor no tomase entera posesión, haciéndole querer más que a su vida a la hermosa Galatea, a la cual sus querellas, cuando ocasión se le ofrecía, declaraba. Y, aunque rústico, era, como verdadero enamorado, en las cosas del amor tan discreto que, cuando en ellas hablaba, parecía que el mesmo amor se las mostraba y por su lengua las profería; pero, con todo eso, puesto que de Galatea eran escuchadas, eran en aquella cuenta tenidas en que las cosas de burla se tienen. No le daba a Elicio pena la competencia de Erastro, porque entendía del ingenio de Galatea que a cosas más altas la inclinaba. Antes tenía lástima y envidia a Erastro: lástima, en ver que al fin amaba, y en parte donde era imposible coger el fruto de sus deseos; envidia, por parescerle que quizá no era tal su entendimiento, que diese lugar al alma a que sintiese los desdenes o favores de Galatea, de suerte, o que los unos le acabasen, o los otros lo enloqueciesen. Venía Erastro acompañado de sus mastines, fieles guardadores de las simples ovejuelas (que debajo de su amparo están seguras de los carniceros dientes de los hambrientos lobos), holgándose con ellos, y por sus nombres los llamaba, dando a cada uno el título que su condición y ánimo merescía: a quién llamaba León, a quién Gavilán, a quién Robusto, a quién Manchado; y ellos, como si de entendimiento fueran dotados, con el mover las cabezas, viniéndose para él, daban a entender el gusto que de su gusto sentían. Desta manera llegó Erastro adonde de Elicio fue agradablemente rescibido, y aun rogado que, si en otra parte no había determinado de pasar el sol de la calurosa siesta, pues aquella en que estaban era tan aparejada para ello, no le fuese enojoso pasarla en su compañía. —Con nadie —respondió Erastro— la podría yo tener mejor que contigo, Elicio, si ya no fuese con aquella que está tan enrobrescida a mis demandas, cuan hecha encina a tus continuos quejidos. Luego los dos se sentaron sobre la menuda yerba, dejando andar a sus anchuras el ganado despuntando con los rumiadores dientes las tiernas yerbezuelas del herboso llano. Y como Erastro, por muchas y descubiertas señales, conocía claramente que Elicio a Galatea amaba, y que el merescimiento de Elicio era de mayores quilates que el suyo, en señal de que reconoscía esta verdad, en medio de sus pláticas, entre otras razones, le dijo las siguientes: —No sé, gallardo y enamorado Elicio, si habrá sido causa de darte pesadumbre el amor que a Galatea tengo; y si lo ha sido, debes perdonarme, porque jamás imaginé de enojarte, ni de Galatea quise otra cosa que servirla. Mala rabia o cruda roña consuma y acabe mis retozadores chivatos, y mis ternezuelos corderillos, cuando dejaren las tetas de las queridas madres, no hallen en el verde prado para sustentarse sino amargos tueros y ponzoñosas adelfas, si no he procurado mil veces quitarla de la memoria, y si otras tantas no he andado a los médicos y curas del lugar a que me diesen remedio para las ansias que por su causa padezco. Los unos me mandan que tome no sé qué bebedizos de paciencia; los otros dicen que me encomiende a Dios, que todo lo cura, o que todo es locura. Permíteme, buen Elicio, que yo la quiera, pues puedes estar seguro que si tú con tus habilidades y estremadas gracias y razones no la ablandas, mal podré yo con mis simplezas enternecerla. Esta licencia te pido por lo que estoy obligado a tu merescimiento; que, puesto que no me la dieses, tan imposible sería dejar de amarla, como hacer que estas aguas no mojasen, ni el sol con sus peinados cabellos no nos alumbrase. No pudo dejar de reírse Elicio de las razones de Erastro y del comedimiento con que la licencia de amar a Galatea le pedía; y ansí, le respondió: —No me pesa a mí, Erastro, que tú ames a Galatea; pésame bien de entender de su condición que podrán poco para con ella tus verdaderas razones y no fingidas palabras; déte Dios tan buen suceso en tus deseos, cuanto meresce la sinceridad de tus pensamientos. Y de aquí adelante no dejes por mi respecto de querer a Galatea, que no soy de tan ruin condición que, ya que a mí me falte ventura, huelgue de que otros no la tengan; antes te ruego, por lo que debes a la voluntad que te muestro, que no me niegues tu conversación y amistad, pues de la mía puedes estar tan seguro como te he certificado. Anden nuestros ganados juntos, pues andan nuestros pensamientos apareados. Tú, al son de tu zampoña, publicarás el contento o pena que el alegre o triste rostro de Galatea te causare; yo, al de mi rabel, en el silencio de las sosegadas noches, o en el calor de las ardientes siestas, a la fresca sombra de los verdes árboles de que esta nuestra ribera está tan adornada, te ayudaré a llevar la pesada carga de tus trabajos, dando noticia al cielo de los míos. Y, para señal de nuestro buen propósito y verdadera amistad, en tanto que se hacen mayores las sombras destos árboles y el sol hacia el occidente se declina, acordemos nuestros instrumentos y demos principio al ejercicio que de aquí adelante hemos de tener. No se hizo de rogar Erastro; antes, con muestras de estraño contento por verse en tanta amis tad con Elicio, sacó su zampoña y Elicio su rabel; y, comenzando el uno y replicando el otro, cantaron lo que sigue: ELICIO Blanda, süave, reposadamente, ingrato Amor, me subjetaste el día que los cabellos de oro y bella frente miré del sol que al sol escurecía; tu tósigo cruel, cual de serpiente, en las rubias madejas se escondía; yo, por mirar el sol en los manojos, todo vine a beberle por los ojos. ERASTRO Atónito quedé y embelesado, como estatua sin voz de piedra dura, cuando de Galatea el estremado donaire vi, la gracia y hermosura. Amor me estaba en el siniestro lado, con las saetas de oro, ¡ay muerte dura!, haciéndome una puerta por do entrase Galatea y el alma me robase. ELICIO ¿Con qué milagro, amor, abres el pecho del miserable amante que te sigue, y de la llaga interna que le has hecho crecida gloria muestra que consigue? ¿Cómo el daño que haces es provecho? ¿Cómo en tu muerte alegre vida vive? L’alma que prueba estos efectos todos la causa sabe, pero no los modos. ERASTRO No se ven tantos rostros figurados en roto espejo o hecho por tal arte que, si uno en él se mira, retratados se ve una multitud en cada parte, cuantos nacen cuidados y cuidados de un cuidado crüel que no se parte del alma mía a su rigor vencida, hasta apartarse junto con la vida. ELICIO La blanca nieve y colorada rosa, qu’el verano no gasta ni el invierno; el sol de dos luceros, do reposa el blando amor, y a do estará in eterno; la voz, cual la de Orfeo poderosa de suspender las furias del infierno, y otras cosas que vi quedando ciego, yesca me han hecho al invisible fuego. ERASTRO Dos hermosas manzanas coloradas, que tales me semejan dos mejillas, y el arco de dos cejas levantadas, quel de Iris no llegó a sus maravillas; dos rayos, dos hileras estremadas de perlas entre grana y, si hay decillas, mil gracias que no tienen par ni cuento, niebla m’han hecho al amoroso viento. ELICIO Yo ardo y no me abraso, vivo y muero; estoy lejos y cerca de mí mismo; espero en solo un punto y desespero; súbome al cielo, bájome al abismo; quiero lo que aborrezco, blando y fiero; me pone el amaros parasismo; y con estos contrarios, paso a paso, cerca estoy ya del último traspaso. ERASTRO Yo te prometo, Elicio, que le diera todo cuanto en la vida me ha quedado a Galatea, porque me volviera el alma y corazón que m’ha robado; y después del ganado, le añadiera mi perro Gavilán con el Manchado; pero, como ella debe de ser diosa, el alma querrá más que no otra cosa. ELICIO Erastro, el corazón que en alta parte es puesto por el hado, suerte o signo, quererle derribar por fuerza o arte o diligencia humana, es desatino. Debes de su ventura contentarte; que, aunque mueras sin ella, yo imagino que no hay vida en el mundo más dichosa como el morir por causa tan honrosa. Ya se aparejaba Erastro para seguir adelante en su canto, cuando sintieron, por un espeso montecillo que a sus espaldas estaba, un no pequeño estruendo y ruido; y, levantándose los dos en pie por ver lo que era, vieron que del monte salía un pastor corriendo a la mayor prie sa del mundo, con un cuchillo desnudo en la mano y la color del rostro mudada; y que tras él venía otro ligero pastor, que a pocos pasos alcanzó al primero; y, asiéndole por el cabezón del pellico, levantó el brazo en el aire cuanto pudo, y un agudo puñal que sin vaina traía se le escondió dos veces en el cuerpo, diciendo: —Recibe, ¡oh mal lograda Leonida!, la vida deste traidor, que en venganza de tu muerte sacrifico. Y esto fue con tanta presteza hecho que no tuvieron lugar Elicio y Erastro de estorbárselo, porque llegaron a tiempo que ya el herido pastor daba el último aliento, envuelto en estas pocas y mal formadas palabras. —Dejárasme, Lisandro, satisfacer al cielo con más largo arrepentimiento el agravio que te hice, y después quitárasme la vida, que agora, por la causa que he dicho, mal contenta destas carnes se aparta. Y, sin poder decir más, cerró los ojos en sempiterna noche. Por las cuales palabras imaginaron Elicio y Erastro que no con pequeña causa había el otro pastor ejecutado en él tan cruda y violenta muerte. Y, por mejor informarse de todo el suceso, quisieran preguntárselo al pastor homicida, pero él, con tirado paso, dejando al pastor muerto y a los dos admirados, se tornó a entrar por el montecillo adelante. Y, queriendo Elicio seguirle y saber dél lo que deseaba, le vieron tornar a salir del bosque; y, estando por buen espacio desviado dellos, en alta voz les dijo: —Perdonadme, comedidos pastores, si yo no lo he
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