El tulipán negro. Alejandro Dumas

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El tulipán negro - Alejandro Dumas


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del pueblo en las escaleras del Ayuntamiento.

      Luego se oyó crecer ese ruido y extenderse sobre la plaza por las ventanas abiertas de aquella sala en cuyo balcón habían aparecido De Bowelt y D'Asperen, los cuales habían entrado al interior, ante el temor sin duda, de que empujándolos, el pueblo no les hiciera saltar por encima de la balaustrada.

      Después se vieron unas sombras arremolinadas y tumultuosas pasar por delante de aquellas ventanas.

      La sala de las deliberaciones se llenaba de revoltosos.

      De repente, cesó el ruido; luego más de repente todavía, redobló en intensidad y alcanzó tal grado de explosión que el viejo edificio tembló hasta los cimientos.

      Después, finalmente, el torrente volvió a rodar por las galerías y las escaleras hasta la puerta, bajo cuya bóveda se le vio desembocar como una tromba.

      En cabeza del primer grupo, volaba, más que corría, un hombre horrorosamente desfigurado por la alegría.

      Era el cirujano Tyckelaer.

      -¡La tenemos! ¡La tenemos! -gritó agitando un papel en el aire.

      -¡Tienen la orden! -murmuró el oficial estupefacto.

      -¡Y bien! Ya me he fijado -dijo tranquilamente Su Alteza-. No sabíais, mi querido coronel, si el señor De Bowelt era un hombre valiente o un valiente hombre. No es ni lo uno ni lo otro.

      Luego, mientras seguía con la mirada, sin pestañear, a toda aquella muchedumbre que corría delante de él, ordenó:

      -Ahora venid a la Buytenhoff, coronel; creo que vamos a ver un extraño espectáculo.

      El oficial se inclinó y siguió a su amo sin responder.

      El gentío era inmenso en la plaza y en los accesos a la prisión. Pero los jinetes de De Tilly lo contenían siempre con la misma fortuna y sobre todo con la misma firmeza.

      Pronto oyó el conde el rumor creciente originado por el flujo de hombres que se aproximaba, de los que percibió enseguida las primeras oleadas avanzando con la rapidez de una catarata que se precipita.

      Al mismo tiempo, vio el papel que flotaba en el aire, por encima de las manos crispadas y de las armas resplandecientes.

      -¡Eh! -exclamó levantándose sobre sus estribos y tocando a su teniente con el pomo de la espada-. Creo que los miserables han conseguido su orden.

      -¡Cobardes bribones! -gritó el teniente.

      Era en efecto la orden, que la compañía de burgueses recibió con rugidos de alegría.

      Enseguida se puso en movimiento y marchó con las armas bajas y lanzando grandes gritos al encuentro de los jinetes del conde De Tilly.

      Pero el conde no era hombre que les dejara aproximarsé más de lo conveniente.

      -¡Alto! -gritó-. ¡Alto! Y separaos del pecho de mis caballos, o cargo contra vosotros.

      -¡Aquí está la orden! -respondieron cien voces insolentes.

      La cogió con estupor, lanzó por encima una ojeada rápida, y en voz alta dijo:

      -Los que han firmado esta orden son los verdaderos verdugos del señor Corneille de Witt. En cuanto a mí, no quisiera por mis dos manos haber escrito una sola letra de esta infame orden -y rechazando con el pomo de su espada al hombre que quería cogérsela, añadió-: Un momento. Un escrito como éste es de importancia, y se guarda.

      Plegó el papel y lo metió con cuidado en el bolsillo de su casaca.

      Luego, volviéndose hacia su tropa, gritó:

      -¡Jinetes de De Tilly, desfilad por la derecha!

      Luego, a media voz, y no obstante de forma que sus palabras no se perdieran para todo el mundo, dijo:

      -Y ahora, asesinos, realizad vuestro trabajo.

      Un grito furioso compuesto de todos los odios sedientos y de todas las alegrías feroces que reinaban en la Buytenhoff, acogió esta partida.

      Los jinetes desfilaron lentamente.

      El conde se quedó atrás, haciendo frente hasta el último momento al populacho enloquecido que ganaba terreno a medida que lo perdía el caballo del capitán.

      Como se ve, Jean de Witt no había exagerado el peligro cuando, ayudando a su hermano a levantarse, le apremiaba a salir.

      Corneille descendió, pues, apoyado en el brazo del ex gran pensionario, la escalera que conducía al patio.

      Al pie de la escalera halló a la bella Rosa toda temblorosa.

      -¡Oh, Mynheer Jean! -exclamó-. ¡Qué desgracia!

      -¿Qué ocurre, hija mía? -preguntó De Witt.

      -Dicen que han ido a buscar a la Hoogstraet la orden que debe alejar a los jinetes del conde De Tilly.

      -¡Oh! ¡Oh! -exclamó Jean-. En efecto, hija mía, si los jinetes se van, la posición es mala para nosotros.

      -Si me atreviera a daros un consejo… -aventuró la joven temblando.

      -Dalo, hija mía. ¿Qué habría de asombroso que Dios me hablara por tu boca?

      -¡Pues bien! Mynheer Jean, yo no saldría por la calle. Mayor.

      -¿Y por qué, ya que los jinetes de De Tilly permanecen en su puesto?

      -Sí, pero mientras no sea revocada, la orden es de quedarse delante de la prisión.

      -Sin duda.

      -¿Tenéis una orden para que os acompañen hasta las afueras de la ciudad?

      -No.

      -¡Pues bien! Desde el momento en que hayáis sobrepasado a los primeros jinetes caeréis en manos del pueblo.

      -Pero ¿y la guardia burguesa?

      -¡Oh! La guardia burguesa es la más enfurecida.

      -¿Qué hacer, entonces?

      -En vuestro lugar, Mynheer Jean -continuó tímidamente la joven-, saldría por la poterna. Da a una calle desierta, porque todo el mundo está en la calle Mayor, esperando en la entrada principal, y desde allí alcanzaría la puerta de la ciudad por la que queráis salir.

      -Pero mi hermano no podrá caminar -objetó Jean.

      -Lo intentaré -respondió Corneille con una expresión sublime de firmeza.

      -Pero ¿no tenéis vuestro coche? -preguntó la joven.

      -El coche está en el umbral de la gran puerta.

      -No -replicó la joven-. Pensé que vuestro cochero sería un hombre fiel y le dije que fuera a esperaros en la poterna.

      Los dos hermanos se miraron con ternura, y su doble mirada, llevando toda la expresión de su reconocimiento, se concentró sobre la joven.

      -Ahora -dijo el ex gran pensionario- queda por saber si Gryphus querrá abrirnos esa puerta.

      -¡Oh, no! -exclamó Rosa-. No querrá.

      -¡Y bien! ¿Entonces?

      -Entonces, yo he previsto su negativa y, hace un momento, mientras él conversaba por la ventana de la cárcel con un jinete de De Tilly, cogí la llave del manojo.

      -¿Y la tienes?

      -Aquí está, Mynheer Jean. -

      -Hija mía -dijo Corneille-, no tengo nada que ofrecerte a cambio del servicio que me rindes, excepto la Biblia que hallarás en mi celda: éste es el último regalo de un hombre honrado; espero que te traiga la felicidad.

      -Gracias, Mynheer Corneille, no me abandonará jamás -respondió la joven.

      Luego para sí misma y suspirando, añadió:

      -¡Qué desgracia que no sepa


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