El jugador. Fiódor Dostoyevski

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El jugador - Fiódor Dostoyevski


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funda usted su opinión? —preguntó el francés.

      —En el hecho de que la facultad de adquirir constituye, a través de la historia, uno de los principales puntos del catecismo de las virtudes occidentales. Rusia, por el contrario, se muestra incapaz de adquirir capitales, más bien los dilapida a diestro y siniestro. Sin embargo, nosotros, los rusos, tenemos también necesidad de dinero —añadí—, y por consiguiente, recurrimos con placer a procedimientos tales como la ruleta, donde uno se puede enriquecer de pronto, en unas horas, sin tomarse ningún trabajo.

      Esto nos encanta, y como jugamos alocadamente… perdemos casi siempre.

      —Eso es verdad… en parte —aprobó el francés con aire de suficiencia.

      —No; eso no es verdad, y debería sentirse avergonzado de hablar así de nuestros compatriotas —intervino el general con tono impresionante.

      —Permítame —le respondí—, se puede discutir qué es más vil: la extravagancia rusa o el procedimiento germánico de amasar fortunas con el sudor de la frente.

      —¡Qué idea tan absurda! —exclamó el general.

      —¡Qué idea tan rusa! —exclamó el francés.

      Yo reía y me moría de ganas de hacerles rabiar.

      —Preferiría mucho más permanecer toda mi vida en una tienda de kirguises —exclamé— que adorar al ídolo alemán.

      —¿Qué ídolo? —exclamó el general poseído por la cólera.

      —La capacidad alemana de enriquecerse. Estoy aquí desde hace poco tiempo y, sin embargo, las observaciones que he tenido tiempo de hacer sublevan mi naturaleza tártara. ¡Vaya qué virtudes! Ayer recorrí unos diez kilómetros por las cercanías. Pues bien, es exactamente lo mismo que en los libros de moral, que en esos pequeños libros alemanes ilustrados; todas las casas tienen aquí su papá, su Vater, extraordinariamente virtuoso y honrado. De una honradez tal que uno no se atreve a dirigirse a ellos. Por la noche toda la familia lee obras instructivas. En torno de la casita se oye soplar el viento sobre los olmos y los castaños. El sol poniente dora el tejado donde se posa la cigüeña, espectáculo sumamente poético y conmovedor. Recuerdo que mi difunto padre nos leía por la noche, a mi madre y a mi, libros semejantes, también bajo los tilos de nuestro jardín… Puedo juzgar con conocimiento de causa. Pues bien, aquí cada familia se halla en la servidumbre, ciegamente sometida al Vater. Cuando el Vater ha reunido cierta suma, manifiesta la intención de transmitir a su hijo mayor su oficio o sus tierras. Con esa intención se le niega la dote a una hija que se condena al celibato. El hijo menor se ve obligado a buscar un empleo o a trabajar a destajo y sus ganancias van a engrosar el capital paterno. Sí, esto se practica aquí, estoy bien informado. Todo ello no tiene otro móvil que la honradez, una honradez llevada al último extremo, y el hijo menor se imagina que es por honradez por lo que se le explota. ¿No es esto un ideal, cuando la misma víctima se regocija de ser llevado al sacrificio? ¿Y después?, me preguntaréis. El hijo mayor no es más feliz. Tiene en alguna parte una Amalchen, la elegida de su corazón, pero no puede casarse con ella por hacerle falta una determinada suma de dinero. Ellos también esperan por no faltar a la virtud y van al sacrificio sonriendo. Las mejillas de Amalchen se ajan, la pobre muchacha se marchita. Finalmente, al cabo de veinte años, la fortuna se ha aumentado, los florines han sido honrada y virtuosamente adquiridos. Entonces el Vater bendice la unión de su hijo mayor de cuarenta años con Amalchen, joven muchacha de treinta y cinco años, con el pecho hundido y la nariz colorada… Con esta ocasión vierte lágrimas, predica la moral y exhala acaso el último suspiro. El hijo mayor se convierte a su vez en un virtuoso Vater y vuelta a empezar. Dentro de cincuenta o sesenta años el nieto del primer Vater realizará ya un gran capital y lo transmitirá a su hijo; éste al suyo y después de cinco o seis generaciones, aparece, en fin, el barón de Rothschild en persona, Hope y Compañía o sabe Dios quién… ¿No es ciertamente un espectáculo grandioso? He aquí el coronamiento de uno o dos siglos de trabajo, de perseverancia, de honradez, he aquí a dónde lleva la firmeza de carácter, la economía, la cigüeña sobre el tejado. ¿Qué más podéis pedir? Ya más alto que esto no hay nada, y esos ejemplos de virtud juzgan al mundo entero lanzando el anatema contra aquellos que no los siguen. Pues bien, prefiero más divertirme a la rusa o enriquecerme en la ruleta. No deseo ser Hope y Compañía… al cabo de cinco generaciones.

      Tengo necesidad de dinero para mí mismo y no deseo vivir únicamente para ganar una fortuna.

      Ya sé que he exagerado mucho, pero me alegro de que ésas sean mis convicciones.

      —Ignoro si tendrá o no razón en lo que ha dicho —insinuó el general, pensativo—, pero el hecho es que usted es un charlatán insoportable cuando le aflojan la rienda…

      Según su costumbre, no acabó la frase. Cuando nuestro general, aborda un tema que rebasa, por poco que sea, el nivel de una conversación corriente, no termina jamás sus frases.

      El francés escuchaba tranquilamente, abriendo mucho los ojos. No había comprendido casi nada de lo que yo decía. Paulina afectaba una indiferencia desdeñosa. Parecía no enterarse de nuestra conversación de sobremesa.

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