Prim. Benito Pérez Galdós
Читать онлайн книгу.sensaciones de su bulliciosa infancia. Justo es decir que Maltranita, aunque sus miras sociales le petrificaban en el egoísmo, fue generoso con Ibero, le garantizó el hospedaje y le dio alguna ropa para que se vistiese con decencia, hasta que proveyeran los padres. Y ved al hombre en Madrid, brujuleando en las calles, gozando de esa forma de soledad que consiste en andar entre el gentío sin conocer a nadie, observando cosas y personas, y tomando el tiento por de fuera al populoso mundo en que había caído.
Capítulo V
Pronto aprendió, con o sin ayuda del amigo, a conocer las calles, y a meterse y sacarse por todas ellas buscando sorpresas y perdiéndose entre la muchedumbre. Gustaba de ir por las mañanas al relevo de la guardia en Palacio, y se extasiaba viendo aquel maniobrar ordenado de las tres armas, que en sus movimientos eran como el índice o catálogo de las energías militares. Las demás horas del día las empleaba en recorrer estos o los otros barrios: ya se espaciaba por Buenavista, ya por la Inclusa y Latina. La calle de Toledo, así como el Rastro y Embajadores, le entretenían singularmente, y no se cansaba de contemplar el ir y venir afanoso de la gente humilde, la muchedumbre de mujeres fecundas, los chiquillos de diferentes edades que de aquella fecundidad eran muestra y testimonio, los hombres peor comidos que bebidos, y que en diferentes industrias y oficios luchaban por el pan. Era el pueblo, que con su miseria, sus disputas, sus dichos picantes, hacía la historia que no se escribe, como no sea por los poetas, pintores y saineteros.
Divagando siempre, vio más de una vez a la Familia Real de paseo. Doña Isabel, que por aquellos días volvió de su viaje triunfal a Santander, se mostraba en el camino de Palacio al Retiro, en coche abierto, precedida de batidores y caballerizo, y seguida de una escolta de húsares o lanceros. A su izquierda llevaba Isabel al Rey don Francisco: ella con inclinación de cabeza, él con un sombrerazo, contestaban al frío saludo de la gente que discurría por las aceras. Observó Iberito que las Majestades no levantaban a su paso más que un tenue vientecillo de cortesía respetuosa. Detrás de la Reina, en coche con tiro de mulas, solían ir la infantita Isabel, de diez años, y el Príncipe de Asturias, Alfonsito, de cuatro, asistidos de sus ayas y servidumbre. Algunos días iban por delante; todos se metían en lo reservado del Retiro, donde no entraban más que los personajes de la Corte. ¿Qué hacían allí? Sin duda jugarían los niños, y los padres pasearían a pie, con grave paso y soberano hastío.
Y algunos ratos de la mañana perdía o empleaba Iberito metiéndose en la Universidad, y observando el entrar y salir de muchachos cargados de libros y apuntes. Le interesaba el espectáculo de aquellos claustros bulliciosos, sin que por ello te picaran ganas de estudio; al contrario, su repugnancia de las carreras y de los títulos académicos era más grande en el interior de la Universidad que en la libre calle bullanguera. ¡Leyes! ¿Y todos aquellos guapos y agudos chicos andaban allí para llenarse el cacumen de conocimientos jurídicos o curialescos? ¿Tantas leyes hay, que necesitamos un desmesurado edificio y un ejército de maestros para enseñarlas? ¿Y dónde, dónde, moño, se estudiaba el arte de aplicar la justicia y de gobernar al pueblo?… Cansado de vagar por la Universidad buscaba una iglesia, después otra, y con breve inspección recorría seis o siete en la mañana. Quería ver de cerca qué trazas tenían en la Corte los lugares de rezo y devociones. Vio cavidades obscuras, feas, despojadas de todo arte, como si las limpiara de belleza la escoba de la vulgaridad; vio feligresía de mujeres, más viejas que jóvenes, con predominio de la fealdad; vio curas y capellanes solícitos como abejas en su industria sacerdotal, y atentos a la obligación de criar las almas para el Cielo.
Fuera de la iglesia, le sorprendían aquí y allí formas y aspectos interesantes de la sociedad española; pero en ninguna parte vio ni oyó cosa alguna que tuviera con su ídolo relación; nadie le habló de Prim. La imagen de este, fuera de una estampa que vio en el Rastro, parecía sustraída sistemáticamente a la admiración humana. Creyérase que al héroe de los Castillejos se lo había tragado la tierra, quizás el mar, y que este no quería ser conductor de nuevas epopeyas de España a las Indias. Iberito veía desvanecerse su ideal y caer desmoronado el castillo de su caballeresca ambición.
Por fin, en su casa de huéspedes, cuando menos lo esperaba, encontró dos jóvenes a quienes pronto miró como amigos, sólo por ser ambos muy devotos de Prim. Era el uno Rufino Cavallieri, hijo de la patrona doña María Luisa, chico tan rebelde al estudio, que no pudo su madre meterle en ninguna carrera, ni aun en las más fáciles. Por fin, se le dedicó a un oficio, y trabajaba en un taller de dorado. El otro era un huésped llamado Rodrigo Ansúrez, violinista muy notable. Pensionado por el marqués de Beramendi, protector de las artes, había hecho sus estudios en Bélgica, y por países extranjeros andaba casi siempre dando conciertos y perfeccionándose en la armonía y contrapunto. Cuando a Madrid venía por temporadas cortas, moraba en casa de doña Luisa, que, como viuda de un bajo profundo, pretendía dar a su establecimiento un carácter, si no de templo, de hospedería musical. En efecto: allí vivían un barítono y dos partiquinos del Teatro de Oriente.
Rufino Cavallieri tenía por principal en su taller a un catalán, del propio Reus, loco entusiasta de su paisano, de quien se decía pariente. Toda la vida del General, desde que apareció en la guerra civil como pesetero humilde hasta la gloriosa jornada de Castillejos, la tenía en la memoria, sin que se le olvidase ninguno de los hechos de armas con que don Juan ilustró su nombre desde 1834 a 1860. El buen dorador, mientras estofaba marcos, peanas y cornucopias, repetía, para recreo de sus oficiales y de algunos amigos, los trozos que más a pelo venían en las incidencias de la conversación. Todo ello se le fue pegando en las orejas y en el magín al joven Cavallieri, que pronto igualó a su maestro en el dorado y en adorar el nombre y los hechos de Prim. Verdad que al contárselos a Ibero trabucaba lugares y fechas; pero esto no importaba. De verdades aderezadas con mentiras se apacientan las almas.
De muy diferente índole era el entusiasmo primista del músico. Hombre de menos palabras no se había conocido jamás. Todo se lo hablaba con el violín. Así, cuando Ibero mentaba a su ídolo, no decía más que «¡oh, Prim, grande hombre!»… y agarrando en seguida su instrumento, sacaba de las vibrantes cuerdas una declamación patética, en la cual, con graciosas modulaciones, se iban eslabonando las ideas en infinita serie, sin encontrar la fórmula final. Era Rodrigo Ansúrez un improvisador fecundo, que sólo con abandonarse a la habitual acción de ambas manos con el arco y las cuerdas, lanzaba al exterior los sucesivos estados de su espíritu. Ibero, que no conocía una nota, hallábase dotado de la percepción artística en su máxima intensidad. El ritmo, el concepto melódico y la armonía, le subyugaban; absolutamente ignorante de la técnica, se apropiaba como nadie el íntimo sentido musical, cuanto más vago, más adaptable a los distintos estados espirituales del oyente… «¡Oh, Prim, grande hombre!».
¡Si el músico era lacónico en la palabra, cuán elocuente en el violín! Toda su alma ponía Ibero en el oído. Alma y oído en perfecto consorcio saboreaban el Romancero de Prim, reducido a notas y ritmos. Claramente cantaba el violín las hazañas del héroe, su ardimiento, y reproducía su tonante voz en los combates. Una tarde, hallándose los dos amigos por tercera vez embelesados en la dulce tocata, el alma de Iberito se regalaba con nuevos desarrollos de la personalidad legendaria del héroe. Prim no era sólo el campeón intrépido contra moros; era también el expugnador de la tiranía; el conductor de pueblos, que los llevaba por sendero pedregoso y venciendo mil obstáculos a regiones de paz duradera. Todo esto cantaban las estiradas tripas, vibrantes de apasionada elocuencia, y aquel día dio el artista con el final sintético que en otras improvisaciones no pudo encontrar. Gradaciones rítmicas, modulaciones felices le llevaron insensiblemente a un pasaje de marcada inflexión trágica, o que trágicamente se proyectaba en el alma de Ibero, y luego a una tristísima salmodia fúnebre. O el Stradivarius no decía nada, o decía que el héroe sucumbía violentamente, víctima de la envidia y la ingratitud; final muy lógico, casi rutinario en el poema de las grandezas humanas. Poníase Ibero a punto de llorar con la melopea trágica y fúnebre, y a su amigo decía: «Acabe usted, por Dios, que el sentimiento de ese pasaje me destroza el alma». El músico no añadía una palabra sola a los épicos sones de su instrumento. Suspiraba como el intérprete que nunca se siente bastante