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su vida, que le vigilo día y noche. Le sigo por todas partes y sin descanso, y puede estar usted seguro de que, por poco que él se dé cuenta de ello, acabará por perder la cabeza. Y entonces él mismo vendrá a entregarse y, además, me proporcionará los medios de dar a mi sumario un carácter matemático. Esto no deja de tener cierto atractivo. Este sistema puede tener éxito con un burdo mujik, pero aún más con un hombre culto e inteligente. Pues hay en todo esto algo muy importante, amigo mío, y es establecer cómo puede haber procedido el culpable. No nos olvidemos de los nervios. Nuestros contemporáneos los tienen enfermos, excitados, en tensión… ¿Y la bilis? ¡Ah, los que tienen bilis…! Le aseguro que aquí hay una verdadera fuente de información. ¿Por qué, pues, me ha de inquietar ver a mi hombre ir y venir libremente? Puedo dejarlo pasear, gozar del poco tiempo que le queda, pues sé que está en mi poder y que no se puede escapar… ¿Adónde iría? ¡Je, je, je! ¿Al extranjero, dice usted? Un polaco podría huir al extranjero, pero no él, y menos cuando se le vigila y están tomadas todas las medidas para evitar su evasión. ¿Huir al interior del país? Allí no encontrará más que incultos mujiks, gente primitiva, verdaderos rusos, y un hombre civilizado prefiere el presidio a vivir entre unos mujiks que para él son como extranjeros. ¡Je, je…! Por otra parte, todo esto no es sino la parte externa de la cuestión. ¡Huir! Esto es sólo una palabra. Él no huirá, no solamente porque no tiene adónde ir, sino porque me pertenece psicológicamente… ¡Je, je! ¿Qué me dice usted de la expresión? No huirá porque se lo impide una ley de la naturaleza. ¿Ha visto usted alguna vez una mariposa ante una bujía? Pues él girará incesantemente alrededor de mi persona como el insecto alrededor de la llama. La libertad ya no tendrá ningún encanto para él. Su inquietud irá en aumento; una sensación creciente de hallarse como enredado en una tela de araña le dominará; un terror indecible se apoderará de él. Y hará tales cosas, que su culpabilidad quedará tan clara como que dos y dos son cuatro. Para que así suceda, bastará proporcionarle un entreacto de suficiente duración. Siempre, siempre irá girando alrededor de mi persona, describiendo círculos cada vez más estrechos, y al fin, ¡plaf!, se meterá en mi propia boca y yo lo engulliré tranquilamente. Esto no deja de tener su encanto, ¿no le parece?

      Raskolnikof no le contestó. Estaba pálido e inmóvil. Sin embargo, seguía observando a Porfirio con profunda atención.

      «Me ha dado una buena lección se dijo mentalmente, helado de espanto . Esto ya no es el juego del gato y el ratón con que nos entretuvimos ayer. No me ha hablado así por el simple placer de hacer ostentación de su fuerza. Es demasiado inteligente para eso. Sin duda persigue otro fin, pero ¿cuál? ¡Bah! Todo esto es sólo un ardid para asustarme. ¡Eh, amigo! No tienes pruebas. Además, el hombre de ayer no existe. Lo que tú pretendes es desconcertarme, irritarme hasta el máximo, para asestarme al fin el golpe decisivo. Pero te equivocas; saldrás trasquilado… ¿Por qué hablará con segundas palabras? Pretende aprovecharse del mal estado de mis nervios… No, amigo mío, no te saldrás con la tuya. No sé lo que habrás tramado, pero te llevarás un chasco mayúsculo. Vamos a ver qué es lo que tienes preparado.»

      Y reunió todas sus fuerzas para afrontar valerosamente la misteriosa catástrofe que preveía. Experimentaba un ávido deseo de arrojarse sobre Porfirio Petrovitch y estrangularlo.

      En el momento de entrar en el despacho del juez, ya había temido no poder dominarse. Sentía latir su corazón con violencia; tenía los labios resecos y espesa la saliva. Sin embargo, decidió guardar silencio para no pronunciar ninguna palabra imprudente. Comprendía que ésta era la mejor táctica que podía seguir en su situación, pues así no solamente no corría peligro de comprometerse, sino que tal vez conseguiría irritar a su adversario y arrancarle alguna palabra imprudente. Ésta era su esperanza por lo menos.

      Ya veo que no me ha creído usted -prosiguió Porfirio . Usted supone que todo esto son bromas inocentes.

      Se mostraba cada vez más alegre y no cesaba de dejar oír una risita de satisfacción, mientras de nuevo iba y venía por el despacho.

      Comprendo que lo haya tomado usted a broma. Dios me ha dado una figura que sólo despierta en los demás pensamientos cómicos. Tengo el aspecto de un bufón. Sin embargo, quiero decirle y repetirle una cosa, mi querido Rodion Romanovitch… Pero, ante todo, le ruego que me perdone este lenguaje de viejo. Usted es un hombre que está en la flor de la vida, e incluso en la primera juventud, y, como todos los jóvenes, siente un especial aprecio por la inteligencia humana. La agudeza de ingenio y las deducciones abstractas le seducen. Esto me recuerda los antiguos problemas militares de Austria, en la medida, claro es, de mis conocimientos sobre la materia. En teoría, los austriacos habían derrotado a Napoleón, e incluso le consideraban prisionero. Es decir, que en la sala de reuniones lo veían todo de color de rosa. Pero ¿qué ocurrió en la realidad? Que el general Mack se rindió con todo su ejército. ¡Je, je, je…! Ya veo, mi querido Rodion Romanovitch, que en su interior se está riendo de mí, porque el hombre apacible que soy en la vida privada echa mano, para todos sus ejemplos, de la historia militar. Pero ¿qué le vamos a hacer? Es mi debilidad. Soy un enamorado de las cosas militares, y mis lecturas predilectas son aquellas que se relacionan con la guerra… Verdaderamente, he equivocado mi carrera. Debí ingresar en el ejército. No habría llegado a ser un Napoleón, pero sí a conseguir el grado de comandante. ¡Je, je, je…! Bien; ahora voy a decirle sinceramente todo lo que pienso, mi querido amigo, acerca del «caso que nos interesa». La realidad y la naturaleza, señor mío, son cosas importantísimas y que reducen a veces a la nada el cálculo más ingenioso. Crea usted a este viejo, Rodion Romanovitch…

      Y al pronunciar estas palabras, Porfirio Petrovitch, que sólo contaba treinta y cinco años, parecía haber envejecido: hasta su voz había cambiado, y se diría que se había arqueado su espalda.

      Además -continuó , yo soy un hombre sincero… ¿Verdad que soy un hombre sincero? Dígame: ¿usted qué cree? A mí me parece que no se puede ir más lejos en la sinceridad. Yo le he hecho verdaderas confidencias sin exigir compensación alguna. ¡Je, je, je! En fin, volvamos a nuestro asunto. El ingenio es, a mi entender, algo maravilloso, un ornamento de la naturaleza, por decirlo así, un consuelo en medio de la dureza de la vida, algo que permite, al parecer, confundir a un pobre juez que, por añadidura, se ha dejado engañar por su propia imaginación, pues, al fin y al cabo, no es más que un hombre. Pero la naturaleza acude en ayuda de ese pobre juez, y esto es lo malo para el otro. Esto es lo que la juventud que confía en su ingenio y que «franquea todos los obstáculos», como usted ha dicho ingeniosamente, no quiere tener en cuenta.

      »Supongamos que ese hombre miente… Me refiero al hombre desconocido de nuestro caso particular… Supongamos que miente, y de un modo magistral. Como es lógico, espera su triunfo, cree que va a recoger los frutos de su destreza; pero, de pronto, ¡crac!, se desvanece en el lugar más comprometedor para él. Vamos a suponer que atribuye el síncope a una enfermedad que padece o a la atmósfera asfixiante de la habitación, cosa frecuente en los locales cerrados. Pues bien, no por eso deja de inspirar sospechas… Su mentira ha sido perfecta, pero no ha pensado en la naturaleza y se encuentra como cogido en una trampa.

      »Otro día, dejándose llevar de su espíritu burlón, trata de divertirse a costa de alguien que sospecha de él. Finge palidecer de espanto, pero he aquí que representa su papel con demasiada propiedad, que su palidez es demasiado natural, y esto será otro indicio. Por el momento, su interlocutor podrá dejarse engañar, pero, si no es un tonto, al día siguiente cambiará de opinión. Y el imprudente cometerá error tras error. Se meterá donde no le llaman para decir las cosas más comprometedoras, para exponer alegorías cuyo verdadero sentido nadie dejará de comprender. Incluso llegará a preguntar por qué no lo han detenido todavía. ¡Je, je, je…! Y esto puede ocurrir al hombre más sagaz, a un psicólogo, a un literato. La naturaleza es un espejo, el espejo más diáfano, y basta dirigir la vista a él. Pero ¿qué le sucede, Rodion Romanovitch? ¿Le ahoga esta atmósfera tal vez? ¿Quiere que abra la ventana?

      No se preocupe exclamó Raskolnikof, echándose de pronto a reír . Le ruego que no se moleste.

      Porfirio se detuvo ante él, estuvo un momento mirándole y luego se echó a reír también.


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