Lo mejor de Dostoyevski. Fiódor Dostoyevski

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Lo mejor de Dostoyevski - Fiódor Dostoyevski


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Lo declaro ante ustedes solemnemente: muchas veces he intentado convertirme en un insecto, pero no se me ha juzgado digno de ello.

      Una conciencia demasiado clarividente es (se lo aseguro a ustedes) una enfermedad, una verdadera enfermedad. Una conciencia ordinaria nos bastaría y sobraría para nuestra vida común; sí, una conciencia ordinaria, es decir, una porción igual a la mitad, a la cuarta parte de la conciencia que posee el hombre cultivado de nues tro siglo XIX y que, para desgracia suya, reside en Petersburgo, la más abstracta, la más «premeditada» de las ciudades existentes en la Tierra (pues hay ciudades «premeditadas» y ciudades que no lo son). Se tendría, por ejemplo, más que de sobra con esa cantidad de conciencia que poseen los hombres llamados sinceros, espontáneos y también hombres de acción.

      Ustedes se imaginan (apostaría cualquier cosa) que escribo todo esto por darme importancia, por burlarme de los hombres de acción, por darme tono a la manera del fatuo que arrastraba el sable y del que les he hablado hace un momento, pero eso sería de muy mal gusto. Pues ¿quién puede pensar, señores, en vanagloriarse de sus enfermedades y utilizarlas como pretexto para darse tono?

      Pero ¿qué digo? Todo el mundo obra así. Precisamente de sus enfermedades extraen la gloria. Y eso hago yo, probablemente aún más que nadie… En fin, no hablemos más del asunto: mi objeción es estúpida.

      Sin embargo (estoy firmemente convencido de ello), la conciencia, toda conciencia es una enfermedad. Lo mantengo. Pero dejemos esto por ahora. Respóndanme a esto: ¿cómo es que siempre, en el preciso instante -como hecho adrede- que me sentía más capaz de apreciar todos los matices de lo bello, de lo sublime, como se decía en nuestra patria hace poco, se me ocurría no sólo pensar, sino hacer cosas tan inconvenientes? Eran actos que todos realizan con oportunidad, pero que yo cometía precisamente cuando me daba perfecta cuenta de que había que abstenerse de ejecutarlos. Cuanto más clara conciencia tenía del bien y de todas las cosas «bellas y sublimes», tanto más me hundía en mi cieno y tanto más capaz me sentía de sepultarme en él definitivamente. Pero lo más notable es que este desacuerdo no parecía un hecho fortuito, dependiente de las circunstancias, sino algo que ocurría del modo más natural. Se diría que éste era mi estado normal, y en modo alguno una enfermedad o un vicio; tanto, que finalmente perdí todo deseo de luchar. En resumen, que casi admito (y tal vez sin «casi») que aquél era el estado normal de mi espíritu. Pero, al principio, ¡cuánto sufrí en esta lucha! No creía que los demás pudiesen estar en el mismo caso, y a lo largo de toda mi vida he mantenido en secreto este rasgo de mi carácter. Me avergonzaba de él (es posible que me avergüence todavía). Tan lejos iba en esto, que experimentaba una especie de placer secreto, vil, anormal, al volver a mi casa, a mi agujero, en una de las turbias e ingratas noches petersburguesas, y decirme que otra vez había cometido una villanía aquel día y que sería imposible repararla. Entonces me roía interiormente. Me roía, me desgarraba a dentelladas, bebía largamente mi amargura, me saciaba de ella de tal modo, que al fin experimentaba una especie de debilidad vergonzosa, maldita, en la que saboreaba una verdadera voluptuosidad. ¡Sí, lo repito: una verdadera voluptuosidad! He sacado a relucir esta cuestión porque deseo saber si otros conocen semejantes voluptuosidades.

      Me explicaré. La voluptuosidad procedía, en este caso, de que me daba clara cuenta de mi humillación, la cual procedía del convencimiento de haber llegado al límite. «Tu situación es abominable -me decía a mí mismo-, pero no puede ser otra; no tienes ninguna salida; no podrás cambiar nunca, porque, aunque tuvieras el tiempo y la fe necesarios para ello, no querrías convertirte en otro hombre. Por otra parte, aunque quisieras cambiar, no podrías. ¿En qué otra cosa te transformarías? ¡Quizá no hay ninguna!»

      Pero lo esencial- y esto pone fin a la cuestión- es que todo se realiza de acuerdo con las leyes fundamentales y normales de la conciencia refinada, y mana de ella directamente, tanto, que es por completo imposible no sólo cambiar, sino, generalmente, reaccionar de algún modo. La conciencia refinada nos dice, por ejemplo : «Tienes razón, eres un canalla». Pero el hecho de que yo pueda comprobar mi propia condición canallesca no me consuela lo más mínimo de ser un canalla. ¡En fin, basta ya! ¡Cuántas palabras, Dios mío! Pero ¿qué he explicado? ¿De dónde proviene esa voluptuosidad? Sin embargo, me interesa explicarlo todo. Iré hasta el fin. Para eso he tomado la pluma…

      Empezaré por decir que tengo un amor propio tremendo, que soy tan desconfiado y susceptible como un jorobado, como un enano. Pero, verdaderamente, ha habido momentos en mi existencia en los que, si me hubiesen dado una bofetada, me habría sentido quizá muy dichoso. Hablo en serio; habría podido encontrar en ello cierto placer…, el placer de la desesperación, desde luego. Pues la desesperación oculta la volu ptuosidad más ardiente, sobre todo cuando la situación aparece sin salida. Sin embargo, en el caso de la bofetada, ¡qué sensación de aplastamiento se experimenta!

      Pero lo principal es que siempre resulta que soy yo el culpable, sea cual fuere el lado desde el que examinen las cosas, y es más: culpable sin serlo, por lo menos, de acuerdo con las leyes de la naturaleza. Soy culpable, ante todo, porque soy más inteligente que cuantos me rodean (siempre me he considerado más inteligente que las personas que me rodeaban, e incluso -¡fíjense ustedes!– mi sensación de superioridad me confunde hasta el punto de que miro a la gente de reojo, por no poder mirarla cara a cara). Soy culpable, además, porque, aún cuando me hubiese sentido generoso, el convencimiento de que esto era inútil sólo habría servido para atormentarme más. Desde luego, no habría adelantado nada. No habría podido perdonar, porque el agresor me habría golpeado seguramente, de acuerdo con las leyes de la naturaleza, las cuales no se preocupan por nuestro perdón. Además, me habría sido imposible olvidar, porque el insulto, por natural que sea, siempre es un insulto. En fin, si renunciaba a ser generoso y pretendía, por el contrario, vengarme del agresor, no podía cumplir este propósito, porque me era imposible decidirme a obrar, aún teniendo la facultad de hacerlo.

      Pero ¿por qué? Sobre esto quisiera decirles a ustedes unas palabras.

      III

      ¿Cómo ocurren las cosas en los que son capaces de defenderse y algunos incluso de vengarse?

      Cuando el deseo de venganza se apodera de ellos, no hay espacio en su espíritu más que para ese deseo. Se lanzan hacia delante en línea recta, baja la cabeza, como toros furiosos, y sólo se detienen cuando llegan ante un muro. Por cierto, que, ante un muro, estos señores, estos seres sencillos y espontáneos, los hombres de acción, se desmoronan y ceden con toda sinceridad. Para ellos, este muro no significa en modo alguno lo mismo que para nosotros, que pensamos y, por consiguiente, no obramos; es decir, no es excusa. No, para ellos no es en modo alguno un pretexto que les permite desandar lo andado, pretexto en el que nosotros no solemos creer pero del que nos aprovechamos gustosos. No, ellos ceden de buen grado. El muro es a sus ojos un tranquilizante; les ofrece una solución moral definitiva, e incluso me atrevería a llamarla mística. Pero ya volveremos a hablar de este muro.

      Pues bien, precisamente es este hombre sencillo y espontáneo el que considero normal por excelencia, el hombre en que soñaba nuestra tierna madre naturaleza cuando nos puso amablemente sobre la tierra. Envidio a ese hombre. No niego que es tonto. Pero ¿qué saben ustedes de esto? Es posible que el hombre normal haya de ser tonto. Incluso es posible que sea hermoso. Y esta suposición me parece más justificada si observamos la antítesis del hombre normal, es decir, al hombre de conciencia refinada, al hombre salido no del seno de la naturaleza, sino de un alambique (esto es casi misticismo, señores, pero me siento inclinado hacia esta sospecha). Entonces vemos que este hombre alambicado se esfuma a veces ante su antítesis, hasta tal punto y cede tanto, que, a pesar de todo el refinamiento de su conciencia, llega a considerarse no más que como un ratoncito. Es quizás un ratoncito de extremada clarividencia, pero no por eso deja de ser un ratón y no un hombre, mientras que el otro es en verdad un hombre. En fin, lo peor es que él mismo se considera un ratón, ¡él mismo! Nadie pide que lo confiese. Es un detalle muy importante.

      Veamos, pues, a este ratoncito en acción. También él se siente ofendido (esta sensación es casi continua) y pretende vengarse. Es posible que se acumule en él más rabia aún que en l'homme de la nature et de la vérité.


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