La flecha negra. Robert Louis Stevenson

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La flecha negra - Robert Louis Stevenson


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acá! -exclamó sir Daniel, y en tanto que el muchacho se levantaba y se le acercaba pausadamente, se recostó de nuevo en su asiento, riendo a carcajadas-. ¡Por la santa cruz!

      ¡Vaya un muchacho valiente!

      Al mozalbete se le encendió el rostro de ira, y sus ojos negros relampaguearon con destellos de odio. Al verle de pie, resultaba más difícil precisar su edad. La expresión de su semblante le hacía parecer mayor; pero su rostro era fino y delicado como el de un niño, y, en cuanto al cuerpo, era desusadamente esbelto y delgado y su porte algo desmañado.

      -Me habéis llamado, sir Daniel -murmuró-. ¿Fue únicamente para reíros de mi lastimoso estado?

      -No, muchacho, no; pero deja que me ría -contestó el caballero-. Deja que me ría, te lo ruego. Si pudieras verte a ti mismo, te aseguro que serías el primero en reírte.

      -¡Bien! -exclamó el mozalbete, sonrojándose de nuevo-. De esto ya responderéis cuando respondáis de lo otro. ¡Reíros mientras podáis!

      -Mira, primo -repuso sir Daniel con cierta ansiedad-, No creas que me burlo de ti; es una simple broma entre parientes y buenos amigos. Voy a proporcionarte un casamiento que te valdrá mil libras, ¿eh?, y a mimarte con exceso. Cierto es que te apresé con dureza y brusquedad, como las circunstancias lo exigían; pero de aquí en adelante te mantendré de muy buena gana y te serviré con el mayor gusto. Vas a ser la señora Shelton... Lady Shelton, ¡a fe mía!, pues el muchacho promete. Vamos, vamos, no te espantes de una risa franca; cura la melancolía. El que ríe no es un mal hombre, primo mío; los pícaros no ríen. ¡A ver, posadero!

      Traedme comida para master John, mi primo. Y ahora, cariño mío, siéntate y come.

      -No -replicó master John-. No probaré ni un bocado de pan. Puesto que me obligáis a cometer este pecado, ayunaré por la salvación de mi alma. Y vos, buen posadero, dadme un vaso de agua clara y os quedaré muy agradecido.

      -¡Bueno, ya te sacaremos bula! -exclamó el caballero-. ¡Y no faltarán buenos confesores que te absuelvan! Tranquilízate, pues, y come.

      Pero el muchacho era terco: se bebió el vaso de agua y, envolviéndose de nuevo en su capa, se sentó en un rincón a meditar.

      Una o dos horas después hubo gran conmoción en el pueblo, y se oyó el alboroto de las voces de los centinelas dando el alto, acompañado del ruido de armas y caballos. A poco, un escuadrón de soldados llegó hasta la puerta de la posada, y Richard Shelton, salpicado de barro, apareció en el umbral.

      -Dios os guarde, sir Daniel -dijo.

      -¡Cómo! ¡Dick Shelton! -exclamó el caballero, y, al oír el nombre de Dick, el otro muchacho le miró con curiosidad-. ¿Qué hace Bennet Hatch?

      -Dignaos, caballero, enteraros del contenido de este pliego de sir Oliver, en el que se da cuenta detallada de todo lo sucedido -contestó Richard, presentándole la carta del clérigo-. Además, convendría que partieseis a toda prisa para Risingham, pues en el camino encontramos a un mensajero, portador de unos pliegos, que galopaba desesperadamente, y, según nos dijo, mi señor de Risingham se encuentra en situación apurada y necesita con urgencia vuestra presencia.

      -¿Qué decís? ¿Que está en situación apurada? -preguntó el caballero-. Entonces apresurémonos a sentarnos, mi buen Richard. Del modo que van hoy las cosas en este pobre reino de Inglaterra, el que más despacio cabalga es el que más seguro llega. Dicen que el retraso engendra el peligro; pero yo más bien creo que ese prurito de hacer algo es lo que pierde a los hombres; tomad nota de ello, Dick. Pero veamos primero qué clase de ganado habéis traído. ¡Selden, trae una antorcha a la puerta!

      Y sir Daniel salió a la calle, donde, a la rojiza luz de la antorcha, pasó revista a las nuevas tropas que le llegaban. Como vecino y como amo era muy impopular; pero como jefe en la guerra, queríanle todos cuantos seguían su bandera. Su audacia, su reconocido valor, la solicitud con que cuidaba de que estuvieran bien atendidos sus soldados y hasta sus rudos sarcasmos eran muy del gusto de aquellos audaces aventureros que vestían cota de malla.

      -¡Por la santa cruz! -exclamó-. Pero ¿qué míseros perros son éstos? Unos más encorvados que arcos, otros más flacos que lanzas. ¡Amigos míos: iréis a la vanguardia en el campo de batalla! No perderé gran cosa con vosotros. Mirad aquel viejo villano montado en el caballo moteado. ¡Un borrego montado en un cerdo tendría un aire mucho más marcial! ¡Hola, Clipsby! ¿Estás ahí, buena pieza? Eres uno de los que yo perdería de buena gana. Irás delante de todos, con una diana pintada en tu cota, para que los arqueros puedan apuntarte mejor. Tú me enseñarás el camino, pícaro.

      -Os enseñaré cuantos caminos queráis, sir Daniel, excepto el que os lleve a cambiar de partido -replicó audazmente Clipsby.

      Soltó sir Daniel una estrepitosa carcajada.

      -¡Bien contestado, muchacho! -exclamó alborozado-. Lengua viperina tienes. Y te perdono la frase por lo graciosa. ¡Selden, cuida de que den de comer a los hombres y a los caballos!

      El caballero volvió a entrar en la posada.

      -Ahora, amigo Dick -dijo-, empieza a despachar eso: ahí tienes buena cerveza y buen tocino. Come, mientras yo leo la carta.

      Abrió el pliego y a medida que leía fruncía más el entrecejo. Terminada la lectura, se sentó unos momentos, pensativo. Luego clavó una mirada penetrante sobre su pupilo.

      -Dime, Dick -dijo al fin-: ¿viste tú esos versitos?

      Contestó Dick afirmativamente.

      -En ellos se cita el nombre de tu padre -continuó el caballero- y algún loco acusa a nuestro pobre párroco de haberle asesinado.

      -Él lo niega enérgicamente -repuso Dick.

      -¿Que lo ha negado? -exclamó el caballero vivamente-. No le hagas caso. Tiene la lengua muy suelta, charla más que una cotorra. Día llegará, Dick, en que, con más tiempo y calma, te ponga yo al tanto de este asunto. Se sospechó, por entonces, que el autor de todo fue un tal Duckworth; pero andaban los tiempos muy revueltos y no podía esperarse que se hiciese justicia.

      -¿Ocurrió la muerte en el Castillo del Foso? -aventuró a preguntar Dick, sintiendo que el corazón le latía deprisa.

      -Ocurrió entre el Castillo del Foso y Holywood -contestó sir Daniel con toda calma, pero lanzándole una mirada de reojo, preñada de recelo, añadió-: Y ahora date prisa en terminar de comer, pues habrás de regresar a Tunstall para llevar algunas líneas de mi parte.

      Una expresión de tristeza apareció en el rostro de Dick.

      -¡Por favor, sir Daniel! -exclamó-. ¡Mandad a uno de los villanos! Os suplico que me dejéis tomar parte en la batalla. Yo os prometo que he de asestar buenos golpes.

      -No lo dudo -replicó sir Daniel, disponiéndose a escribir-. Pero aquí, Dick, no esperes ganar ninguna gloria. Yo no me moveré de Kettley hasta tener noticias del curso de la guerra, y entonces me uniré al vencedor. Y no te alarmes, ni me taches de cobarde; no es sino prudente discreción; pues tan agitado está este pobre reino por las constantes rebeliones, y tanto cambia de manos el nombre y la custodia del rey, que nadie puede asegurar lo que ocurrirá mañana. Todo son trifulcas y concursos de ingenio, y, entretanto, la Razón espera sentada a un lado, hasta que acabe la lucha.

      Dicho esto, volvió la espalda a Dick sir Daniel, y al otro extremo de la larga mesa comenzó a escribir su carta, algo torcido el gesto, pues este asunto de la flecha negra se le había atragantado.

      Entretanto, el joven Shelton daba buena cuenta de su desayuno cuando sintió que alguien le tocaba el brazo al tiempo que, en voz muy baja, le susurraba al oído:

      -No os mováis ni deis señal alguna, os lo suplico -dijo la voz-; pero indicadme, por el amor de Dios, el camino más corto para llegar a Holywood. Buen muchacho, ayudadme a salir del grave peligro en que me hallo y del que depende la salvación de mi alma.

      -Tomad por el atajo del molino -contestó en el mismo tono Dick-. Os conducirá hasta el embarcadero de Till, y allí preguntad de


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