Bajo El Emblema Del León. Stefano Vignaroli

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Bajo El Emblema Del León - Stefano Vignaroli


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      ―Su Alteza, no Su Excelencia ―la corrigió Andrea. ―De todos modos la voz parecía bastante juvenil. No me fío, no me fío. Iré contigo, siempre que tu decidas ir, ¡de ninguna manera dejaré que vayas sola! Y además no podemos pasar la Navidad uno lejos del otro, no hay más que hablar. Firenze es una hermosa ciudad, una de las ciudades más románticas de Italia. Mejor no desperdiciar la ocasión de darte el beso más apasionado de tu vida sobre el Arno, en el Ponte Vecchio.

      ―¡Oh! ¿Y desde cuándo te has convertido en romántico, tú que siempre has sido un montón de músculos y testarudez?

      ―¡Bueno, desde que me has puesto celoso! ―sonrió Andrea. ―Pero aparte de esto, Firenze es una hermosa ciudad de arte y podremos unir lo útil a lo placentero. A fin de cuentas alguien escribió La belleza salvará el mundo, ¿o me equivoco?

      ―Fedor Dostoevskij en El idiota. Antes de meter la pata al pronunciar una cita intenta estar seguro de conocer a fondo de qué trata, en caso contrario más que la figura del estudioso haces la del...

      ―¡… la del idiota! ―dijo estallando en una carcajada, se acercó a Lucia, la estrechó en un caluroso abrazo, acercó sus labios a su rostro perfumado y comenzó a besarla.

      ―¡La última palabra siempre la dices tú, eh! ―consiguió pronunciar Lucia jadeante, intentando recuperar el aliento y sacándose la camiseta. Sintió las manos de Andrea buscando el cierre del sujetador para desabrocharlo, luego lo vio quitarse la camiseta para quedarse él con el torso desnudo. La urgencia de los cuerpos para encontrar el contacto recíproco los empujó al dormitorio, donde frescas sábanas acogieron a los dos amantes ahora ya desnudos del todo.

      ―La belleza salvará el mundo ―repitió Andrea, haciéndole entender esta vez que la alusión iba dirigida a ella.

      Capítulo 7

      Cabalgar por la llanura padana en aquella estación fue considerado por Andrea casi peor que navegar en mar abierto. Habituado a las colina y a las montañas de su amada tierra, nunca se hubiera esperado andar durante leguas y leguas por un terreno todo llano. Pero lo peor era la humedad, la niebla que hacía perder el sentido de la orientación, tan espesa era en ciertos puntos, y se filtraba debajo de la ropa hasta llegar a afectar a los huesos. Por no hablar de los senderos que a menudo se perdían en la espesura del boscaje o que llevaban directamente a pantanos y humedales, imposibles de atravesar, obligando a largos e interminables rodeos, sino incluso a dar marcha atrás para escoger otro ramal del camino. Por suerte los dos soldados que lo acompañaban estaban familiarizados con el lugar, de lo contrario Andrea habría renunciado a llegar a Ferrara, tirándose al suelo y permaneciendo a merced de los peligros de la naturaleza salvaje de la llanura del Eridano. Finalmente, salieron del bosque de Porporana y vieron que un amplio campo cultivado se extendía ante ellos, hacia el burgo de Pallantone, hasta la orilla del río Po. Después de mediodía, el sol había conseguido triunfar sobre la humedad de tal forma que Andrea observó, no sin disgusto, que sin la protección del bosque y de la niebla, él y sus dos soldados que lo acompañaban estaban completamente al descubierto y eran fáciles blancos de posibles malhechores. No tuvo ni tiempo de terminar esta consideración cuando dos caballeros ataviados de manera extraña les pasaron a la carrera, levantando trozos de fango y blandiendo sobre sus cabezas unas espadas de una largura distinta a las que Andrea estaba habituado a usar.

      ―¿Quiénes son? ―preguntó Andrea preocupado.

      ―Lansquenetes. Las espadas que habéis visto se llaman Lanzichenette o Katzbalger11 . Éste último término, en su lengua, significa piel de gato. Algunos dicen que, dado que los que llevan estas armas son de baja extracción social, son incapaces de comprar una funda auténtica y por lo tanto utilizan la piel de un felino doméstico en sustitución de la misma. Pero no es así. Muchos lansquenetes, a pesar de combatir como soldados mercenarios, pertenecen a la rica burguesía o a la nobleza germánica. El término Katzbalger se refiere, de hecho, a la ferocidad felina con la que combaten. En la batalla son capaces de tirarse sobre las primeras líneas de los piqueros enemigos, pasando debajo del bosque de lanzas extendidas y utilizando esas espadas como cuchillos con el fin de romperlas. Pero tampoco tienen ningún escrúpulo para mutilar a los adversarios, apuntando a partes de su cuerpo que no están protegidas con armadura. Hacedme caso, mi Señor, es gente peligrosa. Mejor estar alejados.

      ―Si son tan peligrosos como decís, ¿cómo es que son libres de corretear de esta manera por nuestras tierras?

      ―Son mercenarios y, por lo tanto, libres de ponerse a sueldo del Señor que mejor les paga. Los peores son los que son pagados a doble soldada. Ellos son los más despiadados, adiestrados para el combate en primera línea o en zonas consideradas de alto riesgo. Y por lo tanto son pagados con una doble soldada.

      ―¿Quizás el término doble soldada significa que no tienen escrúpulos en ponerse al servicio de dos señores al mismo tiempo, infiltrándose como traidores o espías en las filas del enemigo?

      ―También puede ser. Os lo he dicho. Es gente de la que no puede fiarse uno. ¡Pero, dejémonos de charlas! ―prosiguió Fulvio, el fiel soldado. ―El burgo de Pallantone es famoso por sus tabernas. Cocinan la caza como en ningún otro puesto que yo conozca...

      ―… Y la acompañan con un excelente vino de aguja tinto. Una verdadera exquisitez ―añadió Geraldo, el otro soldado que hasta ese momento no había hablado.

      Andrea, al atravesar las calles del burgo, observó distintas enseñas de mesones y tabernas pero sus acompañantes se dirigieron seguros hasta la plaza principal, donde un emblema con forma de bandera especificaba, en caracteres góticos, el Mesón de los guardianes de las riberas. En efecto, por la plaza se distinguía perfectamente el ruido del agua que discurría con ímpetu en la llanura aluvial justo detrás de los edificios de aquel lado. Andrea y sus compañeros ataron las cabalgaduras a los anillos fijados en la parte exterior de la taberna, se aseguraron de tener las espadas en sus respectivas fundas y entraron en el local. La sala estaba bastante llena y el olor de carne de caza cocinada en adobo se mezclaba con la peste de sudor emanada por los clientes. Un hombre grasiento, con el rostro rubicundo y la frente sudada, con un delantal blanco atado a la cintura, fue a su encuentro y los acompañó a una mesa libre.

      ―¿Qué desean los señores?

      ―Traenos un guiso de codornices. Y una gran jarra de lambrusco12 para cada uno de nosotros.

      No había terminado de pronunciar estas palabras cuando la puerta se abrió de par en par de mala manera debido a una patada lanzada desde el exterior por un individuo bastante robusto, al que seguía otro hombre de su misma catadura. Ambos llevaban la espada en la mano, en vez de envainada. Al darse cuenta de la presencia de los lansquenetes, la mayor parte de los allí presentes se levantó de las mesas, intentando ganar la salida, con el fin de evitar inútiles escaramuzas con hombres famosos por su arrogancia y prepotencia. Más de un hombre, cerca del umbral de la puerta, tropezó por casualidad con la bota de uno de ellos dos. Quien se caía a tierra no tenía ni siquiera el valor de enfrentarse a la mirada del lansquenete. Se levantaba, se quitaba el polvo de encima y salía de la taberna pitando. Andrea, Fulvio y Geraldo se quedaron en sus sitios, fijando su mirada sobre los recién llegados con aire retador. Los otros, en ese momento, fingieron no hacerles ni caso. Se pusieron en una mesa que habían dejado libre los clientes anteriores, batiendo con ruido sus katzbalger sobre ella. Uno de los dos cogió una jarra de lambrusco, la llevó a la boca, dio unos grandes tragos y, en fin, emitió un sonoro eructo.

      ―Scheisse! Bleah!13 Este vino es un asco. Tabernero, traenos cerveza.

      ―Sabéis perfectamente que no tenemos cerveza aquí ―respondió casi balbuciendo el hombre de rostro rubicundo y que cada vez sudaba más. ―Si no os gusta el vino tinto, puedo ir abajo a la bodega a cogeros un buen vino blanco fresco. ¡Os aseguro que no os arrepentiréis!

      ―¡Te arrepentirás tú por no habernos servido la cerveza!

      Uno de los dos lansquenetes saltó de repente y cogió al hombre por detrás, agarrándole, con su poderoso brazo, alrededor del cuello. Andrea vio que el rostro


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