Ríos que cantan, árboles que lloran. Leonardo Ordóñez Díaz

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Ríos que cantan, árboles que lloran - Leonardo Ordóñez Díaz


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radicalmente desconocedores del terreno, de las formas de vida que lo habitan y de las culturas que tienen allí su hogar?

      Sin duda tanto Benites como Aguilera Malta replican en sus obras elementos centrales de la visión colonial de la selva. Los títulos de sus novelas presuponen de entrada una noción épica de la acción de los conquistadores en América: para Benites, los primeros europeos en navegar el Amazonas son «argonautas» que emulan las hazañas de los buscadores del mítico vellocino de oro, y Aguilera Malta narra las incursiones en el río con una óptica que subraya su dimensión quijotesca. Ambas obras exaltan la capacidad de Orellana para sobrellevar la adversidad y ambas revisten su fracaso final con tintes trágicos; en ambas, la selva (las fieras, los mosquitos, la fuerza del río, la vegetación espesa, la humedad, el calor) ocupa a menudo el rol actancial de oponente cuya hostilidad neutraliza los esfuerzos del conquistador; en ambas los indígenas (sean pacíficos o belicosos) desempeñan el mismo papel de comparsas que suelen desempeñar en las crónicas de Indias. No obstante, las reconstrucciones que estos dos autores hacen de las primeras entradas a la selva ofrecen un punto de partida para la revisión crítica de aquellos hechos. El fracaso de los españoles en la exploración del río solo en parte se debió a las dificultades suscitadas por el entorno ambiental: también fueron definitivos los escollos relativos a la financiación y el apresto de las expediciones, así como las expectativas desmesuradas e irreales de los conquistadores, que precisamente por ello dieron pie luego a decepciones tanto más dolorosas. En buena medida, las representaciones de la selva que conocemos hoy surgieron en esa época como una expresión de las ilusiones y frustraciones vividas por las expediciones pioneras. Esta constatación abre un camino que otros autores profundizan y amplían en distintas direcciones.

      Desde las primeras páginas de la novela, dos hilos conductores modulan el desarrollo de los hechos. El primero, referente a las acciones humanas, arranca con los preparativos para la busca del oro. La expedición organizada por Ursúa está en boca de todos los soldados y las opiniones están divididas. Mientras unos encarecen el volumen y magnificencia de la riqueza que los aguarda, otros desconfían. Hay quienes recuerdan los desengaños de Gonzalo Pizarro en su búsqueda de la canela; hay quienes temen que la expedición sea una estrategia del virrey «para limpiar al Perú de toda la gente valiente y emprendedora que podía molestarle su gobierno» (13). En las conversaciones del campamento empiezan a brotar los desacuerdos e insatisfacciones que más tarde, cocinándose a fuego lento con las privaciones del camino, desatarán una serie de crímenes sangrientos. Entre tanto, en segundo plano, aparece otro hilo conductor aparentemente anodino, pero que gravita sin cesar sobre el curso de los acontecimientos: me refiero a las fuerzas naturales. Las historias de Ursúa, Aguirre y los demás personajes se despliegan bajo el influjo de factores climáticos y ambientales cuya acción resulta decisiva, sea porque la humedad estropea los barcos recién construidos, porque el asedio de los mosquitos y las molestias del calor se tornan insufribles, porque los soldados desfallecen de hambre o deliran de fiebre o porque la escabrosidad y vastedad del territorio agotan poco a poco las energías de los expedicionarios. El texto mismo pone de relieve desde el primer capítulo el entrecruzamiento de naturaleza e historia. Cuando uno de los capitanes, en medio de un aguacero, les dice a los soldados que el Perú no es nada comparado con el reino de Omagua que van a conquistar, el narrador comenta: «La visión de El Dorado era ya familiar en el fondo de aquellos ojos duros. Mucho habían oído de él, mucho lo habían soñado. Lo olían entre el vaho de la selva como el almizcle de un animal salvaje»; en ese momento, cae un trueno que acalla las palabras del capitán: «La lluvia seguía arreciando. Los hombres chapoteaban


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