Ríos que cantan, árboles que lloran. Leonardo Ordóñez Díaz

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Ríos que cantan, árboles que lloran - Leonardo Ordóñez Díaz


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Como lo señala Subirats, «el mestizo es un aspecto de la violencia conquistadora, proyectado a la vida sexual. La madre india es el objeto doblemente poseído, como sexo y como etnia de vasallos, por el padre español, doblemente heroico como representante de la casta cristiana y de la honra» (1994: 281). De ahí que, para Cristóbal de Aguilar, reconocer la sangre india que corre por sus venas resulte tan difícil y doloroso, aunque la convergencia de ambos horizontes lo enriquezca en muchos aspectos. La reescritura de la conquista desde la perspectiva de este mestizo da lugar a un relato que, al cabo, es mestizo también: en él se entretejen las descripciones del pasado incaico con los esplendores y miserias de la aventura conquistadora; la fundación de las nuevas ciudades hispánicas junto con la historia mítica de las antiguas, como Cuzco; los albures de los invasores arrastrados por la corriente del río con el asombro ante la pujanza vital de la selva; el contraste de las aldeas ribereñas de las tierras de Omagua y Machifaro con la arquitectura palaciega de Roma y Sevilla. Ello no impide que, por otra parte, y eludiendo la tentación de una falsa reconciliación, el relato nos invite a revisar desde variados ángulos el desentendimiento que sucedió al asombro mutuo de los primeros encuentros, el miedo visceral a causa del cual ese desentendimiento dio lugar a choques fatales, la incomprensión y violencia crónicas que perpetuaron esa fatalidad. Tal ejercicio de justicia histórica es crucial en la medida en que hace falta «tener memoria de la víctima inocente (la mujer india, el varón dominado, la cultura autóctona) para poder afirmar de manera liberadora al mestizo, a la nueva cultura latinoamericana» (Dussel 1994: 62).

      Que el relato de los primeros viajes europeos a la selva esté a cargo de un mestizo subraya, por demás, la ausencia irreparable del punto de vista de los nativos. Si los documentos en que los pueblos amerindios atestiguan la conmoción causada por las guerras de conquista abundan en Mesoamérica y los Andes (Le Clézio 1997, León Portilla 1974), en el caso de la selva no existen documentos análogos. Ospina enfrenta aquí un problema mayor. En sus novelas, la visión de los indígenas aflora una y otra vez, pero siempre de forma indirecta, filtrada por la percepción que los soldados o el narrador tienen de ella. En El país de la canela, los españoles entrevén los tesoros de saber ancestral de los pueblos de la selva cuando estos les enseñan a cazar y a conocer los frutos comestibles, o cuando Unuma cura la herida de fray Gaspar de Carvajal con un emplasto de hierbas y frutos de supay machacados. Y que la selva no estaba habitada solo por tribus dispersas lo prueba la frecuencia con que el narrador habla de grupos de decenas o cientos de indígenas, de grandes aldeas y de embarcaderos de piraguas visibles a lo largo de casi toda la ruta por el río. Como sucede en muchas crónicas de Indias, es a través de este tipo de atisbos como el lector se hace una idea del mundo indígena. Pero Aguilar incluye también apuntes en los cuales se nota la admiración que le suscita el estilo de vida de los nativos, aunque no lo comprenda bien. Así, un aspecto que le llama la atención es la divergencia entre la actitud de los españoles y la de los indios; si los primeros, «llenos de ambición y enfermos de espíritu, no podemos convivir con la selva, porque solo toleramos el mundo cuando le hemos dado nuestro rostro y le hemos impuesto nuestra ley» (2008: 63), los segundos viven «concentrados en la abundancia de sus árboles y de sus animales, como si les llenara el tiempo la relación con savias y con sales, con limos y bejucos, con flores, frutos, pájaros e insectos. No parecían estar allí para servirse de esas cosas sino para entenderse con ellas de un modo grave y lleno de ceremonias» (187). En todo caso, y pese a las dificultades de comunicación que el narrador describe, el texto rehúye la trampa de pintar a los indios como seres radicalmente extraños o exóticos; por el contrario, subraya las afinidades que existen entre ellos y los forasteros. Así lo muestra el pasaje donde, después que un terremoto sacude las montañas al paso de Pizarro y sus hombres, el narrador mestizo comenta, refiriéndose a los indios que cargaban las provisiones: «Para ellos el temblor era expresión de la voluntad de alguien que nos miraba severamente desde las grietas y desde los torrentes, pero ¿cómo burlarnos si, en el fondo, también nuestra religión piensa lo mismo?» (107).

      En La serpiente sin ojos, la voluntad de reconocer el lenguaje de los pobladores de la selva se manifiesta en el título de la novela, pues es así como ellos llaman al gran río. El coloquio de Aguilar con los indios brasiles (2012: 116-119) es sugestivo porque la sensación de descubrimiento de los españoles en su viaje río abajo por al Amazonas se ve duplicada de repente, como en un espejo invertido, en el asombro de los nativos viendo desde las orillas pasar los dos bergantines tripulados por hombres barbudos, barajando hipótesis al respecto durante meses y emprendiendo al cabo un agotador periplo aguas arriba, hasta las estribaciones de la cordillera, para averiguar las causas de ese acontecimiento inaudito. Este estupor mutuo subraya a la vez la afinidad y la diferencia entre los soldados españoles y los indios brasiles: ambas partes están maravilladas por lo que sucede, pero de lado y lado cunde el desconcierto, que amenaza siempre con abrirle paso a los malentendidos. En tal coyuntura, más que darnos acceso a la visión de los indios, el texto de Ospina nos invita a preguntarnos por ella, aguijonea nuestra curiosidad. Los poemas intercalados entre los capítulos de la novela ofrecen un puñado de instantáneas que revelan la dificultad de incorporar a la evaluación de la conquista la visión de los nativos —un imperativo al que solo se le puede hacer justicia oblicuamente, mediante extrapolaciones basadas en fuentes históricas, en los reportes de la antropología amazónica y en los testimonios de las comunidades selváticas actuales, aun si su forma de vida es muy distinta de la de sus lejanos antepasados.

      Uno de los vislumbres que ofrece Ospina de la visión del mundo de los nativos resume bien la nuez de su esfuerzo narrativo. Antes de llegar a la región de Machifaro, donde será asesinado por los hombres de Aguirre, Ursúa escucha de labios de un indio unas palabras que ratifican la intuición de Núñez y de Carpentier con la que inicié este capítulo. Dice Aguilar: «A la inmensidad de la selva no parecía corresponder una gran riqueza; los indios solo hablaban con exaltación como si fuera oro puro del conocimiento de las cosas. “Aquí solo es riqueza conocer” fue la incomprensible traducción que un indio lengua hizo de las palabras de un rey que tenía collar de colmillos y diadema de plumas azules» (2012: 257-258). Este es el mismo espíritu que anima las novelas históricas de Ospina: de lo que se trata a fin de cuentas es de dejar atrás los espejismos de El Dorado, de eludir los riesgos de la ambición y el voluntarismo intransigentes, de buscar la comprensión antes que el olvido y de abrir las puertas de la percepción ante lo que parece extraño o amenazante solo porque no lo conocemos bien —y, en ocasiones, ni siquiera lo vemos—.

      1González Echevarría señala el europeísmo implícito en la tesis carpenteriana: «Suponer que lo maravilloso existe en América es adoptar una (falsa) perspectiva europea, porque solo desde otra perspectiva podemos descubrir la alteridad, la diferencia. […] La magia puede que esté en esta orilla, pero tenemos que verla desde la otra para verla como tal» (1993: 156). González Echevarría destaca (219-224) el papel que desempeñan las crónicas de Visión de América —parte de un texto inconcluso titulado El libro de la Gran Sabana— en la concepción de Los pasos perdidos, una novela en la que se manifiestan a fondo tanto el alcance como las limitaciones de la tesis de lo «real maravilloso».

      2La principal fuente histórica usada por Ospina son las Elegías de varones ilustres de Indias de Juan de Castellanos, extensa crónica en versos que le sirvió también de inspiración. El trabajo de Ospina se nutre además de información obtenida en las crónicas de Fernández de Oviedo, Cieza de León, Gaspar de Carvajal y Francisco Vásquez.

      3La participación de Cristóbal de Aguilar en la expedición de Orellana está avalada por la crónica de fray Gaspar de Carvajal (1986: 63); que participara también en la de Ursúa veinte años después es verosímil, ya que, como explica Ospina, «por lo menos tres soldados hicieron ambos viajes» (2008: 366). La centralidad de Aguilar como narrador testigo es subrayada por el mismo Ospina, quien define a Aguilar como «un personaje de ficción… que a medida que investigaba se fue convirtiendo en un ser histórico», y describe así su función como mediador entre los puntos de vista involucrados en los hechos: «La voz de este narrador era al comienzo, casi sin dudas, la de un español; después, con harta incertidumbre, la de un mestizo,


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