¡Corre Vito!. David Martín del Campo

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¡Corre Vito! - David Martín del Campo


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a mi voz eran como balidos entrando al matadero. En un momento creí adivinar, por ahí, las sonrisas de Mario y Silvano, ¡pero cómo, si son caváderes desde hace tres meses! Ya sabes las alucinaciones que luego me vienen. Me quedé hasta el final de la ceremonia, cuando ya los cuatrocientos salvajes del MU salían del patio cual bisontes en miniatura. Me quedé porque tenía que platicar con la profesora Olguita. Pero platicar de qué si desde hacía por lo menos cuatro años que no nos veíamos.

      No es que la profesora Olga se haya convertido en una anciana, pero lo que en unas personas relumbra como experiencia, en otras es simple y llanamente edad. Me pidió, si tenía tiempo, que la acompañara a tomar un refresquito. Así, en diminutivo. Qué cosas tiene la vida, como dice la canción de Alberto Cortés, uno sale en busca de su novia y termina compartiendo confidencias con la profesora que nos enseñó el uso del gerundio. Desde luego que acepté. Se veía que tenía ganas de hablar, de hacerme una gran confesión y así, después de que firmó el control de asistencias, le comenté en tono juguetón si la terrible directora de antes, doña Buitrón, no estaría ya regañando angelitos en el cielo, y ella me lo confirmó: ¿te enteraste? Habrá sido en alguno de los edificios colapsados en el terremoto, insistí por hacer plática, y ella, asombrada, quiso averiguar, ¿quién te lo contó?

      Nos encaminamos a la nevería Chiandonni, donde tengo crédito y preparan unos helados de fresa que nomás contártelo ya se me hizo agua la boca. Les ponen una ruedita de crema chantilly, una cereza en la corona y le clavan tres galletas gofrenatas. Por eso tengo crédito ahí, porque no hay visita en que no coma por lo menos dos al hilo, y hubo la ocasión, cuando celebraba mi reencuentro con la Maldonalds, en que me comí cuatro. No, no me acalambré por la empalagada. Si me dieran a escoger entre un helado de fresa y una noche con Meg Ryan... ¿ya te lo expliqué, no?

      La profesora Olga, tan recatada como siempre, pidió una cocacola y una nieve de limón en copa de cristal. Me preguntó por Magda, mi hermana, por mamá, por la tía Cuca y por el tío Quino. Le tuve que contar la muerte del tío Joaquín, que cayó en el cumplimiento del deber y con el sombrero que apenas si cupo dentro del ataúd. Cual debe. Luego recordamos a varios compañeros de aquel ya remoto sexto año de primaria. La flaca Santiesteban, el negro Arias, el aplicado Morales, que era medio rarito, dijo ella, “el Picapiedra”, que ya no pudimos recordar su nombre, y “la brillantitos” Olguín, que siempre llevaba una diadema como de reina de carnaval. El día que osamos escondérsela se volvió una fiera y le rompió los dientes a Oseguera, que era el que iniciaba esas travesuras.

      Brava, “la brillantitos”, dijo la profesora luego de un suspiro, y tú qué, Vito. Me imagino que estudiarás Letras, o Teatro, o algo relacionado con el Arte. Sí, lo pronunció con mayúsculas: ARTE. Qué responderle, Dios mío. ¿Que nunca he leído un libro en mi vida? Capaz que me escupe la Coca. En vez de contestar le ofrecí uno de los folletos de Los Marsellinos, que llevaba por pura casualidad. Que se enterara del firmamento musical que su pupilo había conquistado, y me atreví a mentir, lo cual no es mi costumbre: “Una vez ya estuvimos con Raúl Velasco en su programa”. A la profesora Olguita le comenzaron a temblar los labios. No estaría tan fría su nieve de limón, pensé, cuando me espetó, sin quitar la vista de ese tríptico póstumo. “Tú, Beristáin, siempre fuiste mi favorito”. Hice un rápido cálculo matemático, porque el momento lo requería; a ver, yo tengo 21 años entrados; ella debe tener, no sé, 36 más 9, ¡45 años!, aunque representa como 54...

      No, imposible. Por ahí no va la cosa. No puede ir. No debe.

      Pues me hubiera pasado de año con diez, dije con mi mejor sonrisa. Ya ve maestra, nunca se imaginó el genio musical que tenía ahí enfrente. “Sí, Vito. Sí lo supe. Sobre todo aquel Día de las Madres, ¿te acuerdas?”

      Lo había olvidado, musité, aunque no, ¡claro que me acordaba! Hubo un acto central en el Miguel de Unamuno. Primero tocó turno a Gerardo Morales, el aplicadito que recitó el Brindis del Bohemio, le siguió una representación abreviada de Los árboles mueren de pie, de Alejandro Casona, que prepararon los de quinto año, aunque se les olvidaban los parlamentos. Después el profesor Berlanga, que daba Historia en secundaria, leyó un largo fragmento de La Madre de Máximo Gorki, la novela, se entiende, porque Berlanga era comunista y ahora, al parecer, será diputado por el Frente Cardenista. Como fase final del acto, cuando las madres ya se retiraban porque ese 10 de mayo el sol pegaba como si en El Cairo, la maestra Olga Millán anunció un brevísimo acto musical, me acuerdo que subrayó lo de brevísimo, y enseguida me empujaron al foro donde el profesor Macías, que daba música, se acomodó al piano que habían conseguido para el festejo, y sin más anunció ella: “Nuestro mejor cantante infantil les ofrecerá tres deliciosas canciones románticas”.

      Debo hacer ahora un reconocimiento al profesor Macías. Él fue quien me dio la primera lección para vencer al temible trío formado por Pan Nico y Escenico. Me dijo Macías en el ensayo de la víspera: vas a cantar en un campo de melones; tú imagínate como Pedro Infante cuando solfeaba en Guamúchil antes de ser famoso, de modo que esas cabezas llenando el patio serán un campo de melones. ¡Le vas a cantar a los melones de Guamúchil! ¿Está entendido? Sí maestro, y nació, pues, la “teoría escénica del melonar”, que ya quisiera Grotowski.

      Canté las tres piezas que habíamos ensayado: Cabellera Blanca, de Agustín Lara, Morenita Mía, de Armando Villarreal y al final, A la Orilla de un Palmar, de Manuel M. Ponce. ¡Nombre!, fue mi revelación porque, la verdad, le eché un sentimiento como nunca, sobre todo en aquella frase que se vuelve medio travestida, “soy huerfanita, ay, no tengo padre ni madre, ningún amigo, ay, que me venga a consolar”, y como todavía no enronquecía, las señoras aún presentes, que eran la mayoría, ¡otra, otra, otra!, comenzaron a exigirme, pero como no habíamos practicado más que esas tres canciones, ni modo, me aventé una segunda vez con la del palmar, y ¡otra vez, otra vez, otra vez! gritaban en el patio del Miguel de Unamuno, así que ahí les vamos, el profe Macías y yo, en mi catarsis, solté el micrófono y como Pedrito en los tomatales de Sinaloa me aventé en inspiradísimo spianato. Aquello fue la apoteosis; hasta me espanté, la verdad. Lo más triste de todo, como en las películas de Chaplin, fue que mamá no pudo asistir al festival. Entonces trabajaba como burra y ni modo. Qué, ¿me iba a entregar a las lágrimas?

      “Yo te abracé, toda emocionada. ¿Te acuerdas, Vito?”

      Sí que me acuerdo, le respondí a la profesora Olga. Lo que no me perdonaré nunca, dijo al terminar su cocacola con nieve, fue que nunca te presenté. ¿Ah, sí?, ni me acordaba, volví a mentir. Lo importante del canto es el timbre, sostenerlo y “castigar la voz”; me lo decía el tío Quino, recordé. Y entonces ella, suspirando al mirar el folleto de Los Marsellinos, volvió a preguntar, ¿y son buenos, tus compañeros?, los indicaba, a Mario y Silvano, en un gesto que me pareció homicida. Sí, muy buenos, mentí por tercera vez, como San Pedro. Tienen un contrato exclusivo con Dios, je, je, solté la bromita, pero la profesora Olga se quedó como si nada. Nos miramos un par de veces más, y suspiramos. ¿Qué más podíamos contar? Me gustaría que platicáramos otro día, dijo a la hora de pedir la cuenta. Tú de tus proyectos, y yo de mis... asuntos. Desde luego, maestra. Cuando usted quiera. Eso es lo que te quería decir, dijo, es decir, disculparme. Mira, en esta servilleta te apuntaré mi dirección porque todavía no tengo teléfono. Para cuando quieras visitarme, sin compromiso. Sí, muchísimas gracias, maestra. Para lo que se te ofrezca... y es que, la verdad, nunca me perdonaré no haberte anunciado por tu nombre en el festival del Día de la Madre.

      Nos despedimos dándonos un beso, más rutinario que sincero, sospechando que ese sería nuestro vistazo final. Ella se encaminó por Londres y yo por Dinamarca. De repente un grito que me hace voltear. “¡Vito, Vito! ¡Ya me acordé! Era Gálvez. Gálvez Monroy”. ¿Era quién? “¡Cómo quien?”, en la distancia, “¡el Picapiedra Gálvez Monroy!” Tenía razón.

      Me dirigí a casa y en el camino, serían las cuatro de la tarde pasadas, me desvié hacia el edificio de la Maldonalds. Ahí la descubrí cuando descendía del auto de su primo Evaristo.


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