Historia breve del cristianismo. José Orlandis Rovira

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Historia breve del cristianismo - José Orlandis Rovira


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comunicaciones entre los pueblos, aquel ejercicio fue menos fácil e intenso que en otros momentos más propicios. Pero la historia permite documentar, desde la primera hora, tanto el reconocimiento por las demás iglesias de la preeminencia que correspondía a la Iglesia romana como la conciencia que los obispos de Roma tenían de su Primacía sobre la Iglesia universal.

      A principios del siglo II, san Ignacio, obispo de Antioquía, escribía que la Iglesia romana es la Iglesia «puesta a la cabeza de la caridad», atribuyéndole así un derecho de supremacía eclesiástica universal. Para san Ireneo de Lyon, en su tratado Contra las herejías (a. 185), la Iglesia de Roma gozaba de una singular preeminencia y era criterio seguro para el conocimiento de la verdadera doctrina de la fe. De la conciencia que tenían los obispos de Roma de poseer el Primado sobre la Iglesia universal ha quedado un testimonio insigne, que se remonta al siglo I. A raíz de un grave problema interno, surgido en el seno de la comunidad cristiana de Corinto, el papa Clemente I intervino de modo autoritario. La carta escrita por el papa, prescribiendo aquello que procedía hacer y exigiendo obediencia a sus mandatos, constituye una clara prueba de la conciencia que tenía de su potestad primacial; y no es menos significativa la respetuosa y dócil acogida dispensada por la iglesia de Corinto a la intervención pontificia.

      «Los cristianos no nacen, se hacen», escribió Tertuliano a finales del siglo II. Estas palabras pudieron significar, entre otras cosas, que, en su tiempo, la gran mayoría de los fieles no eran —como serían a partir del siglo IV— hijos de padres cristianos, sino personas nacidas en la gentilidad, venidas a la Iglesia en virtud de una conversión a la fe de Jesucristo. El bautismo —sacramento de incorporación a la Iglesia— constituía entonces el coronamiento de un dilatado proceso de iniciación cristiana. Este proceso, comenzado por la conversión, proseguía a lo largo del «catecumenado», un tiempo de prueba y de instrucción catequética, instituido de modo regular desde finales del siglo II. La vida litúrgica de los cristianos tenía su centro en el Sacrificio Eucarístico, que se ofrecía por lo menos el día del domingo, bien en una vivienda cristiana —sede de alguna «iglesia doméstica»—, o bien en los lugares destinados al culto, que comenzaron a existir desde el siglo III.

      Las antiguas comunidades cristianas estaban constituidas por toda suerte de personas, sin distinción de clase o condición. Desde los tiempos apostólicos, la Iglesia estuvo abierta a judíos y gentiles, pobres y ricos, libres y esclavos. Es cierto que la mayoría de los cristianos de los primeros siglos fueron gentes de humilde condición, y un intelectual pagano hostil al cristianismo, Celso, se mofaba con desprecio de los tejedores, zapateros, lavanderas y otras gentes sin cultura, propagadores del Evangelio en todos los ambientes. Pero es un hecho indudable que desde el siglo I, personalidades de la aristocracia romana abrazaron el cristianismo. Este hecho, dos siglos más tarde, revestía tal amplitud que uno de los edictos persecutorios del emperador Valeriano estuvo dirigido especialmente contra los senadores, caballeros y funcionarios imperiales que fueran cristianos.

      La estructura interna de las comunidades cristianas era jerárquica. El obispo —jefe de la iglesia local— estaba asistido por el clero, cuyos grados superiores —las órdenes de los presbíteros y los diáconos— eran, como el episcopado, de institución divina. Clérigos menores, asignados a determinadas funciones eclesiásticas, aparecieron en el curso de estos siglos. Los fieles que integraban el Pueblo de Dios eran en su inmensa mayoría cristianos corrientes, pero los había también que se distinguían por una u otra razón. En la edad apostólica hubo numerosos carismáticos, cristianos que para servicio de la Iglesia recibieron dones extraordinarios del Espíritu Santo. Los carismáticos cumplieron una importante función en la Iglesia primitiva, pero constituían un fenómeno transitorio que se extinguió prácticamente en el primer siglo de la era cristiana. Mientras duró la época de las persecuciones, gozaron de un especial prestigio los «confesores de la fe», llamados así porque habían «confesado» su fe como los mártires, aunque sobrevivieran a sus prisiones y tormentos. Todavía procede señalar otros fíeles cristianos, cuya vida o ministerios les conferían una particular condición en el seno de las iglesias: las viudas, que desde los tiempos apostólicos formaban un «orden» y atendían a ministerios con mujeres; y los ascetas y las vírgenes, que abrazaban el celibato «por amor del Reino de los Cielos» y constituían —en palabras de san Cipriano— «la porción más gloriosa del rebaño de Cristo».

      Los primeros cristianos sufrieron la dura prueba externa de las persecuciones; internamente, la Iglesia hubo de afrontar otra prueba no menos importante: la defensa de la verdad frente a corrientes ideológicas que trataron de desvirtuar los dogmas fundamentales de la fe cristiana. Las antiguas herejías —que así se llamó a esas corrientes de ideas— pueden dividirse en tres distintos grupos. De una parte, existió un judeocristianismo herético, negador de la divinidad de Jesucristo y de la eficacia redentora de su Muerte, para el cual la misión mesiánica de Jesús habría sido la de llevar el judaísmo a su perfección, por la plena observancia de la Ley. Un segundo grupo de herejías —de más tardía aparición— se caracterizó por su fanático rigorismo moral, estimulado por la creencia en un inminente fin de los tiempos. En el siglo II, la más conocida de estas herejías fue el Montañismo, aunque en el África latina, de principios del siglo IV, el extremismo rigorista sería todavía uno de los componentes del Donatismo.

      Pero la mayor amenaza interna que hubo de afrontar la Iglesia cristiana durante la edad de los mártires fue, sin duda, la herejía gnóstica. El Gnosticismo era una gran corriente ideológica tendente al sincretismo religioso, muy de moda en los siglos finales de la Antigüedad. El Gnosticismo —que constituía una verdadera escuela intelectual— se presentaba como una sabiduría superior, al alcance tan solo de unas élites minoritarias de «iniciados». Ante el cristianismo, su propósito fue desvirtuar las verdades de la fe, presentando las doctrinas gnósticas como la genuina expresión de la tradición cristiana más sublime, aquella que Cristo habría anunciado tan solo a sus discípulos más íntimos, «capaces de comprender» lo que permanecía oculto para el común de los fíeles. El representante más notable del Gnosticismo cristiano fue Marción, que fundó una pseudoiglesia que trataba de imitar en su organización y liturgia a la Iglesia cristiana. La Iglesia reaccionó con entereza frente a las infiltraciones gnósticas en las comunidades cristianas, mientras los teólogos demostraron la incompatibilidad doctrinal existente entre cristianismo y gnosticismo. Antes de finalizar el siglo II, los cristianos habían superado definitivamente la gran tentación de disolver la fe en el magma de las fantasías sincretistas de la Gnosis. La fe cristiana había salido victoriosa en su lucha con la sabiduría helenística.

      V.

      LA PRIMERA LITERATURA CRISTIANA

      Las letras cristianas tuvieron su origen en los Padres Apostólicos, cuyos escritos reflejan la vida de la cristiandad más antigua. La Apologética fue una literatura de defensa de la fe, mientras que el siglo III presenció ya el nacimiento de una ciencia teológica.

      El Nuevo Testamento está compuesto de veintisiete libros, todos ellos escritos en la segunda mitad del siglo I. Cuatro Evangelios contienen la historia y las enseñanzas de Nuestro Señor Jesucristo; los Hechos de los Apóstoles —obra de san Lucas— son también un libro histórico que da a conocer la vida de la primitiva Iglesia de Jerusalén y sigue luego los avatares del apóstol san Pablo, hasta su llegada a Roma para comparecer ante el tribunal del César. Un segundo grupo de libros —los didácticos— está formado por las catorce cartas de san Pablo y las siete epístolas «católicas» —dos de san Pedro, tres de san Juan, una de Santiago y otra de san Judas—. Un libro profético —el Apocalipsis de san Juan— viene a cerrar la serie de los libros inspirados que contienen la Revelación divina neotestamentaria. A la Escritura revelada le sigue la primitiva literatura cristiana.

      La literatura de la Antigüedad cristiana surgió al hilo de la vida y refleja la existencia de la primera Iglesia. Esta, con el paso del tiempo, creció internamente, hubo de afrontar peligros de dentro y persecuciones de fuera; y, llegada a un determinado grado de madurez, sintió la necesidad de proceder a una elaboración sistemática de la doctrina de la fe. Todo este desarrollo tuvo cabida dentro de los tres primeros siglos de nuestra era, anteriores a la concesión de la libertad religiosa por el emperador Constantino. Los textos literarios que


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