RRetos HHumanos. Rosa Allegue Murcia
Читать онлайн книгу.–Vamos a llevarlo a la Unidad de Cuidados Intensivos… No, no puede quedarse con él… las normas son muy estrictas… Su seguridad y la de todos… Solo le permitimos verle unos segundos, en el traslado... La informaremos por teléfono...
Y recuerdo, sobre todo recuerdo, el esfuerzo que me costó poner mi mejor cara para sonreír a Mario cuando su camilla pasó a mi lado. Tenía los ojos entreabiertos y no sé si miraba; me pareció que hacía amago de levantar la mano para intentar coger la mía sin conseguirlo, y mientras veía cómo se lo llevaban los enfermeros envuelto en máquinas, no pude evitar preguntarme si sería esa la última vez que iba a ver a mi marido vivo.
***
La gente me pregunta cómo puedo ser tan fuerte.
A mí me parece que todos somos lo suficientemente fuertes si se nos ponen las pruebas adecuadas para demostrarlo.
Hace un año yo tenía una vida plácida. Plácida, sí. Un trabajo llevadero que casi me gustaba, y eso que Green no es una empresa fácil. Un buen marido que me quería y al que amaba, y unas hijas que crecían felices.
Pero la pandemia llegó a escondidas, aprovechándose de nuestra ingenuidad, para cambiarnos la vida para siempre. Para algunos fue una molestia larga e incómoda que puso a prueba su habilidad para adaptarse a cambios que no habían planeado. A otros les arrojó a la cara su incapacidad para estar solos o les enseñó lo que es vivir con miedo. Y a unos cuantos nos ha enseñado que todo lo que nos une a la felicidad está atado con un nudo muy fácil de deshacer, que más nos vale no renegar de lo cotidiano, no vaya a ser que tengamos que usar esa fuerza que mantenemos escondida.
Lo que hacía más irreal la situación era el tener que hablar con los médicos por teléfono. Una llamada al final de la mañana era el parte diario. Apenas unos minutos para escuchar, con mi corazón latiendo tan fuerte que podía oírlo, los avances o retrocesos. Por muy amables que fueran, cuando colgaba me quedaba una sensación heladora de vacío. Las preguntas siempre se me ocurrían después.
Por necesaria que fuera la medida de impedir visitas a los pacientes, era de una crueldad infinita. Es un dolor imposible de compartir. No habría sido capaz de explicarle a nadie lo que se siente al imaginar la soledad de la persona a la que quieres. Se supone que de alguna manera el orden natural de las cosas de pareja te lleva a cuidar del otro hasta el final de sus días. Pero arrancarte de repente a tu ser querido sin posibilidad ni siquiera de verle es tan inhumano, tan animal… Día a día, minuto a minuto, pensando en qué hará, qué sentirá, quién y cómo le estarán cuidando, con la angustia de no poder aliviarlo estando junto a él…
Tener que pensar en la empresa de Mario mientras él estaba ingresado fue un salto al vacío que tuve que dar sin ni siquiera saber si llevaba paracaídas. Al principio los médicos me dijeron que la recuperación iba para largo y que podría haber secuelas severas. Enseguida supe que su ausencia no iba a ser como cuando tienes gripe o coges unas vacaciones, en las que puedes resolver cualquier problema aunque te cueste varias horas de teléfono.
Mario había heredado de su padre una imprenta de barrio en las afueras de la ciudad, que con mucho trabajo había conseguido reconvertir en una empresa de artes gráficas que vendía al mundo de la televisión y la organización de eventos.
Él llevaba esa responsabilidad de manera muy liviana, como si apenas le pesara. Ahora que yo tenía delante la tarea majestuosa y enigmática de cuidar del negocio de la familia, del futuro de mis hijas y de las casi treinta familias a las que daba de comer el negocio, me sentía muy pequeñita, algo así como estar en la base de un enorme rascacielos mirando hacia arriba.
Juan Fran era la mano derecha de Mario. Leal, abnegado y polivalente, era el escudero ideal, un complemento que lo convertía en una ayuda impagable.
Cuando le conté por teléfono que había decidido tratar de cubrir su ausencia, asumiendo el peso de compaginarlo con mi actual trabajo y el cuidado de la familia, pareció sentirse complacido.
–No te preocupes mucho por no conocer el negocio. En el fondo, da igual que imprimas carteles para saraos de la farándula o que vendas naranjas. Lo que hace funcionar a los negocios son las personas. Trata de hacer que estén a gusto y lo demás vendrá solo.
»¿Sabes? Cuando tu marido está en el taller nadie de fuera sabría decir quién es el jefe. De alguna manera él les hace sentir que no son empleados, sino personas. Es una cosa tan simple y que sin embargo hace tan poca gente…
»¿Te ha contado que los días del cumpleaños de sus hijos les da la tarde libre? Sin pedirles que recuperen las horas. Incluso les da dinero de su bolsillo para que les compren un regalo. Pues no te puedes imaginar el efecto que eso tiene. Y muchas cosas así. Luego ellos se lo devuelven con creces.
»Tú solo tienes que ser tú misma; no trates de imitarle. Procura que la gente sepa que hay alguien al frente para que no tengan miedo y déjame a mí el trabajo sucio.
Tan sencillo y tan complicado.
Sí. ¿De dónde salen las fuerzas para llevar una casa, manejar una empresa que no conoces, seguir con tu trabajo y tranquilizar a tus hijas para que hagan vida normal cuando tu marido está grave en el hospital rodeado de muerte?
¿Voy a estar a la altura? ¿Qué va a ser de mí? ¿Cómo me voy a quedar después de esto?
La voz de Juan Fran seguía sonándome en la cabeza. Necesitaba recordar su tono sereno para calmarme.
«Sobre todo, procura estar atenta y tranquila. Todas las crisis, pero esta más, sacan lo mejor y lo peor de cada uno. Va a ser el momento para las personas de verdad».
***
Sus palabras a lo largo del confinamiento se fueron convirtiendo en una turbadora profecía.
En Green, cada día que pasaba, la distancia nos iba desgastando sin piedad. Parecía que las paredes de las oficinas hubieran sido el dique de contención de una serie de problemas latentes, como si el contacto físico fuera el cordón umbilical que nos unía a la cordura.
La actividad también se multiplicó de manera insólita. Yo creo que en cierto modo muchos se sentían obligados a demostrar que estaban ahí, detrás del teléfono o del ordenador, y las llamadas y las videoconferencias se convirtieron en la razón que justificaba nuestro trabajo. Lo irreal de la situación apenas camuflaba el cansancio que íbamos acumulando.
Clientes, compañeros y directivos estaban confusos y asustados, y pronto se pudo ver que nadie se ponía al frente, por lo que unos y otros parecíamos náufragos que no saben nadar y se mueven de forma frenética para evitar ahogarse.
Debe ser difícil manejar el miedo de los otros cuando parte de tus obligaciones es cuidar de ellos. Los bebés se tranquilizan cuando ven el gesto de su madre u oyen su tono de voz. Pero eso tan mágico se pierde con el tiempo. No todos estaban preparados para manejar ese temor, ni el propio, ni mucho menos el de los demás.
Pero tampoco es tan fácil esconderse. Y la temeridad y la ignorancia, mezcladas con la distancia, pueden ser muy destructivas, como lo fue la torpe intervención de nuestro presidente ya bien avanzado el confinamiento.
Por aquel entonces todos nos preguntábamos, de forma más o menos abierta, adónde iba Green y cómo íbamos a salir de esta.
Nuestra relación con la empresa apenas se limitaba a recibir noticias, casi nunca buenas, desde Recursos Humanos, que además se preocupaban de hacerte ver que estaban trabajando desde la oficina, como para expiar sus decisiones.
Cuando te llamaban, o peor, te escribían un frío correo, solía ser para notificarte que te quedabas en ERTE, o si lo estabas, para decirte que ibas a trabajar aún menos. Hubiera sido de mucha ayuda que alguien explicara cosas básicas como el porqué y el para qué de esas decisiones, para no minar más el estado de ánimo de una plantilla que esperaba las noticias como los legionarios traidores esperaban la señal del centurión para ser diezmados.
Pues bien, el presidente nos convocó a una conferencia multitudinaria un viernes por