RRetos HHumanos. Rosa Allegue Murcia
Читать онлайн книгу.hasta hace cien años no había sociedad sin memoria de que, tarde o temprano, una plaga se llevaría por delante a un tercio de sus habitantes.
–Ya, hombre, visto así…
–Escucha, no quiero quitarle hierro al asunto, pero la diferencia de esta pandemia es que ahora en la escala del drama parecen igualarse la pérdida de vidas, la imposibilidad de hacer fiestas, la disminución del nivel de vida o la limitación para el ejercicio físico. Los sentimientos están desbocados y no siempre ayudan.
–Es que sentimos todos a la vez, los nuestros y los de los demás, renovados a diario y mezclados con toneladas de información indigerible.
El camarero, que mostraba en su chaqueta señales de su combate profesional con mil deliciosas sustancias y sus restos, recogió con discreción nuestras copas vacías y secó sus huellas sobre la madera. Con su voz amable, algo distorsionada por la mascarilla, nos avisó de que teníamos tiempo para una consumición más antes de que el local cerrara, en cumplimiento de las ordenanzas municipales. Pedimos un par de botellas de agua mineral: normal para Gus y con gas para mí. Necesitábamos fluidos.
–Tendremos que vernos más. Hay que explorar mucho en tu cabeza y en tu corazón. Verbalizar los sentimientos, reconocerlos con precisión… No es una tarea de primeros intentos.
–Como digas. No sabes cómo te lo agradezco.
–Bueno, no vendamos la piel del oso… Oye, me interesa saber algo más de esas victorias que comentas.
Gus comenzó a hablar al tiempo que se quitaba las gafas, unas lentes con una finísima estructura que sostenía ambas por dos puntos de apoyo. La apariencia de fragilidad encubría una consistencia de materiales a prueba de casi todo. Sacó un pañuelo de su monedero, y tras mojarlo en una solitaria muesca de agua que había escapado del eficaz secado del camarero, procedió a frotar con mimo los dos cristales. Segundos después, una mirada algo más limpia acompañaba sus palabras.
–Esta fue la primera: no pretendas alcanzar nada relevante en tu vida si no cuidas con dedicación y responsabilidad tu cuerpo, tu organismo; en mi caso, y entre muchas otras cosas, tratar mi cerebro y mi alma con cuidado. Aunque suene brutal, en muchas ocasiones he tenido que doblegar las ganas de herirme. Ha supuesto aceptar que mi mente tiene tanto derecho a sufrir una enfermedad como el tobillo lo tiene a un esguince, o los pulmones a ser víctimas de un puñetero virus. Parece simple, pero esta pandemia nos avisa con tozudez de que preparar nuestro sistema inmune para las condiciones de la batalla es la mejor estrategia de combate; algo no está bien hecho por nuestra parte.
–Desde luego; la gente está cuidándose como nunca.
–¿Tú crees? Ojalá sea así, pero mi propia experiencia me dice que oponemos resistencia cuando alguien cuestiona cualquiera de nuestras prácticas «saludables». Y en especial las que tienen que ver con nuestra mente. Alimentar bien nuestros pensamientos es la primera obligación de la conservación personal saludable.
Asentí. Tenía sentido.
–La segunda victoria me costó mucho más: es la de la aceptación personal. Somos lo que somos y somos como somos, pero no todos sabemos o aceptamos lo que eso significa.
Gus describió su lucha personal por conocerse a fondo en lo bueno y en lo mejorable, sin permitir que la culpa, el remordimiento o los sentimientos negativos descontrolados quebraran la opinión que se hacía de sí mismo.
–He redescubierto un campo de batalla fascinante. Cada día puedo decidir en qué puedo quererme más y aprender mejor que no debo exigirle a nadie su aprecio, y mucho menos su amor. Si ofendo no puedo pretender que actúo bien, pero tampoco me hundiré, porque no debo caer en la trampa de asumir que lo que hago es lo que soy; y al revés: si amo, si hago el bien, no puedo exigir ser amado, querido o perdonado. Lo que importa es ponerme metas para llegar a ser quien quiero ser. ¿Tiene sentido?
–Hombre, Gus, condensas varios años en unas pocas palabras. Antes ya te avisaba de la necesidad de cocinar a fuego lento el relato: hay que revisar bien los ingredientes y estudiar la receta. Me has lanzado un buen órdago y estoy seguro de que hay mucha miga detrás. Déjame procesarlo. ¿Cuál es la tercera victoria?
Ambos parecimos necesitar una parada técnica tras una etapa agotadora en nuestro viaje de prospección. No quedaba mucho tiempo para que este primer encuentro finalizara y sabíamos que el futuro exigiría más de los dos. Un relato así no podía ser ni condescendiente ni riguroso, ni vida ejemplar ni caso perdido, ni recetario ni disertación existencial. ¿Qué les parecería a mis compañeros escritores? Una idea empezó a darme vueltas en la cabeza: ¿podríamos iniciar un nuevo proyecto con las ideas de Gus? ¿Encajaría el relato como una de nuestras experiencias en tiempos de pandemia?
Con un par de tragos, tanto Gus como yo apuramos nuestras botellas de agua mineral. Al ser la mía con gas, la bebí con algo más de parsimonia para evitar efectos secundarios incómodos; un intervalo que él aprovechó para jugar con la etiqueta de la botella y arrancarla de su base de vidrio. Un vidrio que, cortado con pericia, podría transformarse en un bonito vaso de colección; eso me dio por pensar. ¿Y si invito a Gus a sumarse a nuestro proyecto? ¡Qué cosas pienso!
–La tercera victoria no es mía –prosiguió.
–Esta es buena, caballero. Mía no es, desde luego.
–Es que es así.
–Pues ya lo estás explicando.
Gus me contó que su fe se había venido abajo. No entendía la aridez y la falta de respuestas por parte de un Dios que sí le había acompañado en otros momentos duros de su vida. La pérdida de un hijo, años atrás, fue demoledora; pero incluso tras ese brutal momento, el dolor y la ausencia encontraron sentido –sin desaparecer jamás– gracias a una convicción no basada en la razón, la emoción o la adicción, sino en la confianza. «Hágase tu Voluntad» era su marca. Pero este convencimiento no estaba presente, ni de lejos, en el estado anímico del que Gus me hablaba.
–Para mí, Dios había dejado de ser Padre. Como mucho, era un vecino con el que me unían relaciones de vecindad educadas. No nos veíamos mucho, ni tampoco nos relacionábamos más allá de un breve y cortés saludo si coincidíamos.
–No puedo decirte mucho, Gus. Para serte franco, Dios está en mi lista de asuntos pendientes y no en las primeras posiciones, –apunté con cierto desdén e incomodidad.
–Lo mismo me dicen muchos amigos. No te preocupes.
–Puede sonarte materialista, Gus, pero no entiendo por qué en esta sociedad de la imagen Dios no juega con nuestras cartas y se muestra visible. En la Biblia aparece página sí y página también, por lo que recuerdo, lanzando fuego, hablando con voz de trueno, derrotando enemigos o curando enfermos.
–Escucha, no pretendo sermonear. Nada más lejos de mi intención. Ya te contaré más detalles si después de esta tarde decides ayudarme. Tan solo quiero compartir contigo una experiencia personal.
–Adelante, te escucho –respondí resignado.
–Me costó meses darme cuenta. En medio del confinamiento me vino a la cabeza la escena de la tempestad en el lago, cuando los discípulos acuden aterrorizados a la popa de la pequeña barca zarandeada por el tremendo oleaje y golpeada por los vientos furiosos que se describen en el Evangelio, y encuentran a Jesús dormido, echando una siestecilla, fíjate. Logran despertarlo y, cuando abre los ojos y ve ese horror de escena, echa mano de su lógica especial y les suelta: «¿Por qué tenéis miedo?».
La nieve caía abundante y las papeleras fijadas a las farolas que quedaban a la vista comenzaban a convertirse en granos gigantes del mobiliario urbano. Un peatón hizo ademán de resbalarse, mientras que otro abría la mano para recoger una cosecha de nieve. La nevada era una oportunidad de oro para acortar esta conversación, que tomaba un cariz inesperado.
–Gus, ya nos han dado un toque los camareros y fíjate cómo está empezando a caer. No sé tú, pero yo no me fío mucho ya del acierto de nadie que haga predicciones, y los del tiempo no van a ser menos.