Arriva Italia. Marcos Pereda

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Arriva Italia - Marcos Pereda


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sin apenas esfuerzo. Sobre las dos ruedas perfil que devora el aire, rostro de concentración en un mirar lleno de ambición. Cuando despegaba del suelo poco menos que un verso, poco más que un dios. La armonía de Mozart y la contundencia de Beethoven en uno solo. El rasgar indolente, laberíntico, de Manzoni, el latir poderoso y directo de Pavese. Sobre la bicicleta el cuento susurrado en voz baja, apenas soplo de aire antes de dormir, de un Baricco.

      Sobre su máquina él, Fausto Coppi, era la criatura más hermosa que jamás haya existido.

      Es 29 de mayo, 1940, y el invierno parece haber vuelto a la Toscana. Las nubes bajas apenas dejan ver una docena de metros. La lluvia, inmisericorde, va calando el mundo, y a ratos ráfagas de granizo furioso, intenso, repican sobre campos y caminos. Cuando subes un poco, cuando alcanzas algo de altitud, el agua torna cellisca, y pequeños copitos blancos se van quedando adheridos en los rostros de los pocos valientes que hoy se han acercado a ver el paso del Giro de Italia por el puerto de Abetone.

      El ruido de la caravana publicitaria se empieza a intuir curvas más abajo, pero aquella niebla mira y no deja mirar. De pronto un ciclista surge de entre las nubes. Su maillot es verde con mangas rojas. Sube sentado, moviendo cadenciosamente los hombros. «Bartali, Bartali», gritan algunos, quizá por despiste. Gino es el ídolo de la Toscana, el hombre de la tierra, el héroe que todo lo puede. Pero quien pasa delante de ellos, subiendo como si no hubiera mañana, como si la lluvia o el viento fueran tan solo susurros que le acarician los oídos, no es Bartali. Demasiado longilíneo, su pedalada dulce, excesivamente elástica. No, ese hombre con la maglia de la Legnano no es Gino Bartali, Bartali viste de tricolore, como campeón de Italia, Bartali es otro, siempre será, ya, otro. Aquellos tifosi esperan a su ídolo y lo que se abre camino por entre las arenas del tiempo es algo distinto. Están asistiendo al primer paso de Fausto Coppi hacia la inmortalidad. Nunca nadie podrá olvidarlo.

      Cuando Fausto sentencia aquel día, con exhibición epatante en las peores condiciones, el que será su primer Giro de Italia, muchos se muestran sorprendidos. Pero él no. Él, desde la tibia luminosidad de sus ojos, ya sabía lo que este muchacho podía dar. Él es Biagio Cavanna, y ha pasado a la historia como el masajista ciego que se ocupaba de las piernas de Coppi y actuaba, a su vez, como confidente del campeón. Pero esa referencia se nos queda corta.

      Es tentador presentar a Cavanna como el anciano bondadoso, lleno de sabiduría, que adoctrina a sus pupilos en el deporte y en la existencia, una especie de sensei a la italiana. Pero Cavanna era mucho más. En primer lugar su carácter no era sencillo. Cavanna fue, además de masajista, quien dispuso el entrenamiento y hasta el modo de vida de todos aquellos que acudían para que les dijera si podían ganarse la vida con esto del ciclismo. Cavanna, manos de seda que acariciaban el alma, podía ver el futuro. «Soy capaz de decirte si podrás transformarte en un profesional, pero los campeones… esos nacen». Y Fausto, su Fausto, había nacido.

      Coppi llega al mundo en 1919 (es, pues, cinco años más joven que Bartali) en la pequeña localidad de Castellania, en plena Alessandria. Campesinado italiano criado en la época de la Cuota 90, de la Carta de Trabajo fascista. Allí crece en una familia muy humilde, granjeros y comerciantes de menudencias, a quienes debe ayudar ya desde chaval. Y lo hará llevando pedidos a las casas de los clientes, saltándose clases para conseguir meter unas liras en casa. Un día, en el colegio, tendrá que escribir cien veces «debo ir a la escuela, no montar en bicicleta». Pero él sigue, claro. Porque Fausto empieza a pedalear, igual que lo hará años más tarde su pupilo Bahamontes, transportando carne, verduras, bienes de primera necesidad, por las polvorientas sendas de los alrededores de Castellania. Claro que lo de Coppi era trabajo legal, y lo de Federico más bien estraperlo, como cuenta él mismo gozosamente. Tiempos de posguerra, condiciones diferentes.

      El caso es que en muchos de esos viajes el joven Coppi llega hasta Novi Ligure. Y en Novi Ligure vive Costante Girardengo, un gran campeón de los tiempos heroicos del ciclismo italiano, el que llevaría, ya retirado, a Bartali hasta la victoria en su Tour de 1938. Dicen que Girardengo ve un día a aquel chaval flaco y desgarbado, antiestético caminando pero armonioso sobre la bici, subiendo una cuesta a toda velocidad, con el carrito del reparto enganchado al sillín. Que en ese momento algo cambió dentro de él, que fue su propio camino de Damasco. Y lo llamó. Fausto se detuvo, todos conocían a Costante, el gran Costante, qué podría querer de alguien como él. Cómo te llamas, dicen que dijo. Fausto, Fausto Coppi, mirada al suelo, tímido, avergonzado. Mira Fausto, vete donde Biagio Cavanna, ¿sabes dónde vive?, el ciego. Vete donde Biagio Cavanna y dile que vas de mi parte, de parte de Girardengo. Dile que andas en bici, que haces reparto. Deja que palpe tus piernas, Fausto, y contesta a las preguntas que te haga. ¿Te gusta realmente la bici? Sí, señor, me gusta mucho. Bien, quizá podamos hacer que compitas. Pero, señor, no tengo tiempo para entrenar, y en casa no hay dinero. Eso ya lo arreglaremos.

      Y Fausto… Fausto fue donde Cavanna. Biagio palpó sus músculos, descubrió con sus dedos el perfil afilado que se convertiría en icono, en figura de veneración sacra. Y supo que era especial. Que, quizá, sería el más grande. Todo eso lo supo Biagio. Al chaval no se lo dijo, claro, al chaval solo le dijo que entrenara. Que había tres grandes secretos en el ciclismo: entrenar, comer, dormir. Que debía hacer los tres bien, cuanto más el primero y el último mejor, cuanto menos el del medio también mejor. Que volviera en un par de días, él le prepararía un plan de entrenamiento. Que podría, con esfuerzo, llegar a ser profesional.

      Y Cavanna será siempre el entrenador de Coppi. Más aún, se acabará convirtiendo en casi gurú de ese espacio mágico para el ciclismo italiano que rodea Castellania. Allí donde acudían cientos de ciclistas cada año para que el sabio ciego palpase sus cuádriceps. Donde llegaban a vivir largas temporadas tanto Coppi como sus compañeros de confianza, ese escuadrón que ayudaba al campeón en lo físico y, sobre todo, en lo psicológico. Los Carrea, los Milano. Los que aun después de retirarse continuaron viviendo tan cerca del líder, también de esa mezcla de brujo y juglar que era Cavanna. Quienes hablaban de Coppi en términos casi mesiánicos, «no quiero ser sacrílego», decía un équipier, «pero estar junto a Fausto era como estar junto a la divinidad». Porque algo de secta tenía esta agrupación, algo de saber hermético, prohibido, algo de misterios de puertas hacia adentro. Muy bien lo explicará, con su sorna habitual, el gran Luigi Malabrocca, la sempiterna maglia nera del ciclismo italiano: yo entrenaba con ellos, pero no formaba parte de su grupo. Y eso marcaba, en muchos casos, la diferencia.

      El joven Fausto compite, y compite cada vez mejor. Con motivo de una de sus primeras carreras, en Pavia, Biagio Cavanna escribe una carta a Giovanni Rossignoli, organizador. El texto es profético: «Querido Giovanni, te envío dos de mis pupilos. Uno se llama Coppi y ganará la prueba, el otro hará lo que pueda. Fíjate detenidamente en Coppi: es como Binda». Los éxitos se multiplican hasta el punto de que en 1939, sin haber cumplido los veinte años, debuta como profesional en las filas del Legnano, el equipo más potente del momento, el que está dirigido por el viejo Pavesi, Pavesi l´Avocati, Pavesi il Mago, Pavesi il Papa; el mismo equipo Legnano donde corre el gran mito, el hombre de hierro, el personaje más popular, Mussolini y el Santo Padre mediante, en la Italia del momento: Gino Bartali. El drama, la épica, estaba a punto de desatarse.

      Las primeras carreras en el profesionalismo de Fausto muestran bien a las claras que no es un corredor cualquiera. Tiene algo especial, algo mágico, un halo de tristeza y genialidad que le acompañará durante toda su vida, dentro y fuera del deporte. El nueve de abril de 1939, en el Giro della Toscana, en plena casa de Gino, Coppi intenta su primer golpe, pero la rotura de una rueda hace imposible el duelo. Días después, el cuatro de junio, se corre el Giro del Piamonte. El debutante muestra su rueda trasera a todos, se escapa en una pequeña subida y se marcha hacia la victoria… solo para ver cómo su cadena desengarza unos cientos de metros más arriba y todos sus rivales lo adelantan. Al final llegará tercero a meta. El ganador será, cómo no, Gino Bartali. Él también habla de su compañero. «Ha hecho una carrera increíble, tiene un futuro formidable».

      Coppi acude al Giro de Italia de 1940, ese que comenzará a construir el altar de su gesta, como un simple gregario. Bartali es todo, Bartali puede con todo. ¿Lo puede? En la segunda etapa, camino de Génova, un perro cruza por el camino del campeón bajando el Passo della


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