Cuentos góticos. Mary Shelley

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Cuentos góticos - Mary Shelley


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enfadarme: ¿acaso yo mismo no llevaba una máscara? ¿Por qué irritarme con la de ella por tener menos éxito? Me afligió profundamente recordar que ésta era mi Bertha, a quien tanto había amado y a quien había ganado con tanto arrebato: la joven de ojos y cabello oscuros, con sonrisas de encantadora astucia y paso de fauno... esta anciana remilgada, bobalicona y celosa. Debía haber reverenciado sus rizos grises y mejillas marchitas, ¡pero esto! Era mi obra, lo sabía, pero no por ello deploraba menos esta clase de debilidad humana.

      Sus celos jamás descansaban. Su principal ocupación era descubrir que a pesar de la apariencia exterior yo mismo envejecía. Sinceramente, creo que la pobre alma me amaba de verdad en su corazón, pero jamás una mujer tuvo una manera más atormentadora de expresar afecto. Veía arrugas en mi cara y decrepitud en mi andar, mientras que yo marchaba con vigor juvenil, siendo el más joven de entre los jóvenes. Nunca me atreví a dirigirme a otra mujer. En una ocasión, imaginando que la bella del poblado me contemplaba con ojos de aceptación, me compró una peluca gris. Su discurso constante entre sus conocidos era que aunque yo parecía tan joven, mi cuerpo estaba enfermo. Y afirmaba que el peor síntoma era mi aparente salud. Mi juventud era una enfermedad, decía, y que debía estar preparado constantemente, si no para una muerte súbita y terrible, al menos sí para despertar una mañana con el pelo cano, y encorvado con todas las marcas de los años avanzados. Sus advertencias se mezclaban con mis interminables especulaciones respecto a mi extraño estado, y adquirí un vivo interés, aunque doloroso, en escuchar todo lo que su rápida inteligencia y excitada imaginación podían decir sobre el tema.

      ¿Por qué seguir con estas nimias circunstancias? Vivimos durante muchos y largos años. Bertha tuvo que permanecer en cama por una parálisis: la cuidé como una madre lo haría con su hija. Se tornó irritable y aún seguía obsesionada con el tiempo que yo la sobreviviría. Siempre ha sido una fuente de consuelo para mí el hecho de que realicé mi deber con escrupulosidad hacia ella. Había sido mía en la juventud, y era mía en la vejez, y por fin, cuando la cubrí con la mortaja, llore al sentir que había perdido todo lo que de verdad me unía a la humanidad...

      Desde entonces, ¡cuántas han sido mis preocupaciones y aflicciones y cuán pocos y vados mis gozos! Me detengo aquí en mi historia, no continuaré más. Un marinero sin timón o compás arrojado a un mar tormentoso, un viajero perdido en un páramo, sin hito o estrella para guiarle... ése he sido yo, pero más perdido y desvalido que ellos. A éstos podría salvarlos un barco que se acerca o una cabaña lejana, pero yo no tengo ningún faro, excepto la esperanza de la muerte.

      ¡Muerte! ¡Misteriosa amiga de cara lúgubre de la débil humanidad! ¿Por qué a mí, de entre todos los mortales, has apartado de tu abrazo protector?

      ¡Oh, por la paz de la tumba, el silencio del féretro, deja de trabajar en mi cerebro y que mi corazón no lata más con emociones afectadas sólo por diversas formas de tristeza!

      ¿Soy inmortal? Vuelvo a mi primera pregunta. En primer lugar, ¿no es más probable que la pócima del alquimista tuviera más bien longevidad que vida eterna? Tal es mi esperanza. Y ha de recordarse que sólo bebí la mitad de la poción. ¿No era necesaria la totalidad para completar el encantamiento? Haber bebido la mitad del elixir de la inmortalidad sólo es ser medio inmortal; así, mi siempre se ve truncado y anulado.

      Pero, una vez más, ¿quién es capaz de numerar los años de media eternidad? A menudo trato de imaginar por qué regla puede dividirse el infinito. A veces tengo la fantasía de que los años caen sobre mí. He encontrado una cana. ¡Necio! ¿Me lamento? Sí, a menudo el temor de la edad y la muerte reptan fríamente en mi corazón; y, cuanto más vivo, más temo a la muerte, aunque aborrezca la vida. Ese enigma es el hombre nacido para perecer, cuando lucha, como yo, contra las establecidas leyes de su naturaleza.

      Pero seguro que por esta anomalía de sentimiento quizá muera: la medicina del alquimista no será resistente al fuego, a la espada o a las asfixiantes aguas. He mirado las azules profundidades de muchos lagos plácidos, y el tumultuoso torrente de muchos ríos poderosos, y he dicho: la paz mora en esas aguas. Sin embargo, me he alejado de allí para vivir un día más. Me he preguntado si el suicidio sería un crimen para alguien al que sólo de esa manera se le abrirían los portales del otro mundo. He hecho todo, salvo presentarme como soldado o duelista, un objeto de destrucción para mis... no, no mis compañeros mortales, razón por la que lo he evitado. No son mis compañeros. El inextinguible poder de la vida en mi cuerpo, y su efímera existencia, nos separa como los polos. No podría alzar una mano contra el más débil de los más poderosos de entre ellos.

      De este modo he vivido durante muchos años, solo y cansado de mí mismo, deseoso de la muerte, pero sin morir jamás, un mortal inmortal. Ni la ambición ni la avaricia pueden invadir mi mente, y el amor ardiente que roe mi corazón jamás será devuelto, jamás encontrará un igual en quien abrasarse... vive sólo para atormentarme.

      Hoy he ideado un plan con el que tal vez acabe con todo, sin la autodestrucción y sin hacer de otro hombre un Caín; una expedición a la que ningún cuerpo mortal podrá sobrevivir, incluso imbuido con la juventud y fuerza que habitan en mí. Así atacaré mi inmortalidad y descansaré para siempre... o retornaré para ser la maravilla y benefactor de la especie humana.

      Antes de partir, una miserable vanidad me ha hecho escribir estas páginas. No moriré sin dejar un nombre atrás. Tres siglos han pasado desde que bebiera la fatal poción. No transcurrirá otro año antes de que, encontrando gigantescos peligros, luchando con los poderes de la helada en su propio terreno, asolado por el hambre y la tempestad, entregue este cuerpo, una jaula demasiado tenaz para uno que anhela la libertad, a los elementos destructivos del aire y el agua... o, si sobrevivo, mi nombre será grabado como uno de los más famosos entre los hijos de los hombres. Y, una vez conseguido mi objetivo, adoptaré unos medios más decisivos y, esparciendo y aniquilando los átomos que componen mi cuerpo, liberaré la vida aprisionada en su interior, tan cruelmente frenada para partir de esta sombría tierra a una esfera más afín con su esencia inmortal.

      Roger Dodsworth: el inglés reanimado

      Quizá se recuerde que el cuatro de julio pasado apareció un párrafo en los periódicos indicando que el doctor Hotham, de Northumberland, cuando regresaba hace unos veinte años de Italia, sacó de debajo de una avalancha en el Monte St. Gothard, en las proximidades de la montaña, a un ser humano cuya animación había sido suspendida por la acción de las bajas temperaturas. Al aplicársele los remedios habituales, el paciente fue resucitado para descubrirse que se trataba del señor Dodsworth, hijo del anticuario Dodsworth, que falleció en el reinado de Carlos I. Tenía treinta y siete años de edad en el momento de su inhumación, que había tenido lugar durante su regreso de Italia en 1654. Se añadió que, tan pronto como se hubiera recuperado lo suficiente, volvería a Inglaterra bajo la protección de su salvador. Desde entonces no hemos oído hablar más de él, y varias iniciativas para el interés público, que se habían iniciado en mentes filantrópicas al leer la noticia, ya han retornado a su prístina nada. La sociedad de anticuarios se había abierto camino a varios votos de medallas, y ya había comenzado, en idea, a considerar qué precios podía permitirse ofrecerle al señor Dodsworth por sus viejas ropas y a conjeturar qué tesoros en cuanto a panfletos, canciones antiguas o cartas manuscritas podían contener sus bolsillos. Desde todos los puntos se empezaron a escribir poemas de todas las clases, elegiacos, congratulatorios, burlescos y alegóricos. En favor de dicha información auténtica, el señor Godwin había suspendido la historia de la Commonwelth que acababa de iniciar. Es duro no sólo que el mundo se vea privado de esos destinados dones de los talentos del país, sino también que se le prometa y luego se le niegue un nuevo tema de romántica maravilla e interés científico. Una idea novel vale mucho en la rutina corriente de la vida, pero un hecho nuevo, un milagro, una desviación del curso palpable de las cosas hacia la aparente imposibilidad es una circunstancia a la cual la imaginación debe aferrarse con deleite, y de nuevo repetimos que es duro, muy duro, que el señor Dodsworth se niegue a aparecer, y que los creyentes en su resurrección se vean obligados a soportar los sarcasmos y argumentos


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