Cuentos góticos. Mary Shelley
Читать онлайн книгу.de su largo trance puede haber amenazado la pérdida total de cordura del señor Dodsworth. Mientras atravesaba el Monte St. Gothard, había lamentado la muerte de un padre... y ahora todo ser humano que había visto alguna vez se hallaba bajo tierra, convertido en polvo, cada voz que había oído estaba silenciosa. El mismo sonido de la lengua inglesa ha cambiado, tal como le informa su experiencia en conversación con el doctor Hotham. Los imperios, las religiones, las razas de hombres probablemente han surgido y desaparecido; su propio patrimonio (el pensamiento resulta ocioso; no obstante, sin él, ¿cómo podría vivir?) se ha hundido en el voraz abismo que se abre codicioso para tragarse el pasado; sus conocimientos y sus logros casi seguro que son obsoletos; con sonrisa amarga piensa: “He de volcarme en la profesión de mi padre y convertirme en un anticuario. Los familiares objetos, pensamientos y hábitos de mi niñez ahora son antigüedades”. Se pregunta dónde están ahora los ciento sesenta volúmenes de folios manuscritos que su padre había compilado, y que él, siendo muchacho, contemplaba con reverencia. ¿Dónde... dónde? Dónde su compañero de juegos favorito, el amigo de años posteriores, su destinada y hermosa prometida; las lágrimas largo tiempo heladas entonces se descongelan y fluyen por sus mejillas jóvenes y viejas.
Pero no deseamos ser patéticos. Seguro que desde los días de los patriarcas ningún amante ha lamentado la muerte de su hermosa dama tantos años después de que ésta haya acontecido. La necesidad, tirana del mundo, en cierto sentido reconcilia al señor Dodsworth con su destino. Al principio se convence de que la generación posterior del hombre se encuentra muy deteriorada respecto a sus contemporáneos; no es ni tan alta, ni tan hermosa ni tan inteligente. Luego, poco a poco, comienza a dudar de su primera impresión. Las ideas que se habían apoderado de su mente antes del accidente, y que habían permanecido congeladas tanto tiempo, empiezan a descongelarse y a disolverse, dejando espacio a otras. Se viste al estilo moderno, y no pone mucha objeción a nada salvo el cuello de camisa y el sombrero duro. Admira la textura de sus zapatos y calcetines, y mira con admiración el pequeño reloj de Ginebra, que a menudo consulta, como si aún no estuviera seguro de que el tiempo había avanzado a su manera habitual, y como si en su esfera debiera encontrar una demostración ocular de que había cambiado su treinta y siete cumpleaños por su doscientos y más, y había dejado el 1654 d.C. detrás para encontrarse de repente como un observador de los modos del hombre en este iluminado siglo XIX. Su curiosidad es insaciable; cuando lee, sus ojos no son capaces de transmitir con rapidez a su mente, y muy a menudo se detiene en un pasaje inexplicable, en algún descubrimiento y conocimiento familiares a nosotros, pero ni siquiera soñados en su época, que le dejan maravillado y meditabundo. Ciertamente, se puede suponer que pasa gran parte de su tiempo en ese estado, interrumpiéndose de vez en cuando para cantar una canción monárquica en contra del viejo Noli y los Cabezas Redondas, interrumpiéndose de pronto y mirando a su alrededor con temor para ver quién le está escuchando y, al contemplar la apariencia moderna de su amigo, el doctor, suspira y piensa que ya a nadie le importa si canta una canción de caballeros o un salmo puritano.
Fue una tarea interminable desarrollar todas las ideas filosóficas que, naturalmente, dio a luz la resurrección del señor Dodsworth. Mucho nos gustaría conversar con este caballero, y aún más observar el progreso de su mente y el cambio de sus ideas en una situación tan nueva. Si fuera un joven vivaz, propenso a las exhibiciones del mundo y ajeno a las metas humanas más elevadas, puede proceder de manera sumaria para continuar el camino de su antigua vida, deseando sumirse de inmediato en la corriente de humanidad que fluye ahora. Sería bastante curioso observar los errores que cometería y la mezcolanza de costumbres que ello produciría. Puede pensar en entrar en la vida activa, convertirse en Whig o Tory, según sea su inclinación, y conseguir un asiento en la —incluso para él— una vez llamada capilla de St Stephens. Puede contentarse con convertirse en un filósofo contemplativo y hallar suficiente alimento para su mente en el seguimiento de la marcha del intelecto humano, los cambios que se han labrado en las disposiciones, deseos y capacidades de la humanidad. ¿Será un defensor de la perfección o del deterioro alcanzados? Debe admirar nuestras creaciones, el avance de la ciencia, la difusión del conocimiento y el espíritu vigoroso de empresa característico de nuestros compatriotas. ¿Hallará a algún individuo que pueda compararse con los espíritus gloriosos de su época? Moderado en sus puntos de vista, como le hemos supuesto ser, con toda probabilidad en el acto adoptará ese tono mental temporizador tan de moda ahora. Se sentirá complacido de hallar tranquilidad en la política; admirará mucho el ministerio que ha tenido éxito en reconciliar a casi todos los partidos... en encontrar paz allí donde él dejara enemistad. El mismo carácter que tenía hace doscientos años influirá en él ahora; seguirá siendo el mismo señor Dodsworth moderado, pacífico y no entusiasta que fuera en 1647.
Pues, a pesar de que la educación y las circunstancias pueden bastar para dirigir el tosco material de la mente, no pueden crear ni proporcionar intelecto, aspiraciones nobles y constancia enérgica allí donde implantados por la naturaleza se hallan los objetivos apagados e indecisos y los deseos bastos. Analizando esta creencia, a menudo hemos (olvidando durante un rato al señor Dodsworth) realizado conjeturas sobre cómo actuarían esos héroes de la antigüedad si renacieran en estos días; entonces, la fantasía despertada ha proseguido para imaginar que algunos de ellos sí han renacido; que, según la teoría explicada por Virgilio en el libro sexto de su Eneida, cada mil años los muertos retornan a la vida y sus almas están dotadas con las mismas sensibilidades y capacidades de antes, son arrojadas desnudas de conocimiento a este mundo, de nuevo recubriendo sus esqueletos con las habilidades que la situación, la educación y la experiencia les proporcionen. Se nos dice que Pitágoras recordó muchas transmigraciones de este tipo que le habían sucedido, aunque para ser un filósofo hizo muy poco uso de sus anteriores recuerdos. Resultaría ser una escuela muy útil para reyes y estadistas, y de hecho para todos los seres humanos, llamados para interpretar su papel en el escenario del mundo, si pudieran recordar lo que habían sido. Así, seríamos capaces de obtener una visión del cielo y del infierno mientras, estando el secreto de nuestra anterior identidad confinado en nuestros propios pechos, hiciéramos una mueca o nos exaltáramos en la culpa o alabanzas concedidas a nuestros anteriores “yo”. Mientras que el amor a la gloria y reputación póstuma es tan natural para el hombre como su lazo con la misma vida, éste ha de encontrarse bajo tal estado de cosas temblorosamente vivo a los registros históricos de su honor o vergüenza. El plácido espíritu de Fox se habría visto aliviado por el recuerdo de que había desempeñado una valiosa parre como Marco Antonio... las anteriores experiencias de Alcibíades o incluso del afeminado Steeny de Jacobo I podrían haber hecho que Sheridan se negara a recorrer de nuevo el mismo sendero de asombrosa pero fugaz brillantez. El alma de nuestra moderna Corina se habría visto purificada y exaltada por la conciencia de que una vez le había dado vida a la forma de Safo. Si en la actualidad hubiera un hechizo que hiciera que toda la generación presente recordara que unos diez siglos atrás habían sido otros, ¿no habría muchos de nuestros mártires librepensadores que se maravillarían al descubrir que habían sufrido como cristianos bajo Domiciano, mientras que el juez, al dictar sentencia de repente, se daría cuenta de que en el pasado había condenado a los santos de la Iglesia a la tortura por no renunciar a la religión que él defendía ahora? De esta ordalía sólo saldrían actos benevolentes y verdadero bien. Así como sería caprichoso percibir cómo algunos hombres grandes en asuntos civiles se pavonearían con la conciencia de que sus manos en una ocasión habían sostenido un cetro, un artesano honesto o un criado ladrón descubrirían que se habían visto poco alterados al ser transformados en un noble ocioso o en un director de una compañía; en todos los aspectos podemos suponer que el humilde sería exaltado y que el noble y el orgulloso sentirían que sus estrellas menguaban y no eran más que un juego de niños al rememorar las posiciones bajas que ocuparon una vez. Si las novelas filosóficas estuvieran de moda, imaginamos que se podría escribir una obra excelente sobre el desarrollo de una misma mente en diversos estratos y diferentes periodos de la historia del mundo.
Pero volvamos al señor Dodsworth para ofrecerle unas cuantas palabras de despedida. Ya no le instamos a sepultarse en la oscuridad; o, si declinara modestamente la publicidad, le suplicamos que se nos dé a conocer en persona a nosotros. Tenemos mil preguntas que formularle, dudas que despejar hechos que