Para mi biografía. Héctor Adolfo Vargas Ruiz

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Para mi biografía - Héctor Adolfo Vargas Ruiz


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más grave, nací zurdo, que para el profesor era lo mismo que haber cometido un pecado mortal. Entonces, por este grave pecado, llovían sobre mi infantil humanidad, muy frecuentemente, veintiocho ferulazos divididos entre mis manos y mis nalgas y cuando la férula se partía, entonces se recurría a la vara de rosa. Recuerdo que en una ocasión, aparecí con una gran cantidad de chichaguyes en las nalgas, lo que impedía sentarme cómodamente y, al hacer un imprevisto movimiento, regué un frasco de tinta sobre el cuaderno de mi compañero de pupitre. Ante tamaño disparate, me sacó el profesor y, delante de todo el alumnado, me dio tantos varazos que me reventó todos los forúnculos, dejándome inconsciente del dolor.

      De este castigo, a la postre, me resultaron dos beneficios: el primero fue que alenté de los chichaguyes y el segundo fue que, desde el día siguiente a mi castigo y por el resto de mi año lectivo, el profesor me daba las suculentas onces que le llevaban todos los días a las tres de la tarde.

      Por aquella época, la visita del cura a la escuela era muy frecuente para persuadir a los educandos de los peligros que corría la iglesia frente a esos ateos de la izquierda que siempre estaban en contra del partido de Dios. En esas pláticas se intercalaban algunos cantos que dieron pauta para que el cura me incorporara a la iglesia por mi buena voz y la facilidad para cantar el miserere y el pater noster, elevándome a continuación a la categoría de monaguillo, dignidad ésta que, misteriosamente, cuando acompañaba la misa vistiendo mi atuendo de mini proyecto de cura, hacía que yo anduviera unas cuartas arriba del suelo y hablara con Dios muy a menudo, hasta el punto de pedirle que no me dejara morir cuando una vez me hubo picado un alacrán, a lo cual me replicó diciendo que bien podía hacerme picar dos veces más de ese bicho, ya que yo estaba predestinado a soportar estoicamente el ataque de toda clase de alimañas hasta bien entrado a mi tercera edad.

      Transcurría así mi vida, siempre pendiente de los cinco centavos por acompañar las misas dominicales y veinte por cada entierro de primera, hasta el día en que el cura me hizo comparecer ante su despacho, no para indagar, sino para dictarme la más injusta sentencia proferida por un Ministro de Dios: -Usted es un ladrón y no merece el honor de ser monaguillo, porque se ha robado la cabeza del Cordero Pascual que se estaba exhibiendo en el Monumento de Jueves Santo; por lo tanto queda destituido desde ahora mismo. -El Cordero Pascual era un monigote de azúcar que para saber que era un cordero se necesitaba ponerle su letrero y quien lo había descabezado para su propio beneficio era uno de mis compañeros de oficio, quien, para encubrir su falta, se anticipó a sindicarme a mí, porque así lo había dispuesto Dios.

      Por supuesto, este hecho se sumó a otro que tuve que afrontar meses antes, cuando llegaron mis padrinos de bautismo un día de mercado, quienes, en un acto de gran generosidad, me regalaron la fabulosa cantidad de diez centavos, con los cuales tuve suficiente para llevar a la casa cuanto quise comprar: bananos, guayabas, naranjas, aguacates, panela, mogollas, bocadillos y panelitas de leche, lo que sorprendió a mi abuelita, quien no quiso creer que con tanto mercado hubieran sido tan generosos mis padrinos y, acto seguido, se dirigió a la alcancía donde tenía reservados los centavos del mercado y, al no encontrarlos, todas sus sospechas recayeron sobre mí. Entonces, fui aprehendido, castigado severamente, encerrado en un cuarto oscuro por espacio de tres días y amenazado tanto de llevarme a la capilla del cementerio para hacerme dormir con los muertos, como de quemárseme las manos por ladrón. Pocos días después, se descubrió que, quien había robado los centavos, era una muchacha que visitaba muy frecuentemente la casa. Pero mi castigo no tuvo reverso, porque así lo había dispuesto Dios. Después de que mi inolvidable abuela me absolviera del castigo por el imputado robo de sus centavos, fue mucho más el cariño y la compasión que le inspiré, más sin comprender el trauma que en adelante me debía sobrevenir.

      Con un amigo decidimos un día volarnos de la casa hacia Chiquinquirá. Allí me desmayé al ver una hilera de casas que poco a poco con ruido estrepitoso se iban deslizando de costado vertiginosamente. Cuando recobré el sentido pregunté por las casas que había visto y me explicaron que no eran casas, sino los vagones del ‘tren’ (del que hasta ese momento oía hablar). Respecto al plan, quedó frustrado, pues nuestros parientes en Suta habían dado aviso a las autoridades y fuimos enviados de regreso al pueblo.

      En la época de las grandes romerías al Santuario de la Virgen de Chiquinquirá, Sutamarchán era paso obligado para los peregrinos procedentes de toda la región nororiental, desde Venezuela, los Santanderes y los Llanos. El oficio que antes era de acólito lo cambié por el de proveedor de avena y alpiste para alimentar las recuas de los viajeros que pernoctaban en el pueblo. Estos viajeros, antes de su justo descanso y mientras apacentaban sus jumentos, se reunían a interpretar, al son de sus variados instrumentos, las más bellas canciones oídas hasta entonces y yo no desaprovechaba ocasión para tratar de aprenderlas y tratar de repetirlas a toda hora y en todas partes. Recuerdo el día en que pasé cantando ante un grupo de señores que pontificaban sobre los aconteceres de esta vida y de la otra también, quienes al oírme, interrumpieron la charla para invitarme a que repitiera las coplas que acababan de oír y que yo había aprendido el día anterior:

      Dale duro a esa maraca,

      dale duro pa’ que suene,

      dale duro que, aunque truene,

      yo no me habré de callar.

      Mi mujer está en la cama

      y yo estoy en la cabecera

      con el rosario en la mano

      rogando a Dios que se muera.

      - Ese muchacho -dijo uno de los señores- tiene buena voz, pero si sigue inclinado por esa profesión del canto y de la música, muy pronto lo vamos a ver alcoholizado, cantando en las tiendas por un vaso de chicha. –

      Por supuesto ese comentario me impactó en forma muy negativa, pues desde aquel día y por mucho tiempo después, no concebía cómo me iba a alcoholizar, si todavía no me había tomado el primer trago. Esa era una forma muy peculiar de decir cosas, al parecer, intrascendentes, sin percatarse del daño que podrían ocasionar en un niño que grababa en su memoria lo que veía y oía para evaluarlo años después, cuando la vida le diera la razón.

      Retorno Pasillo Lento

      Estrofa 1

      Esas cuatro manzanas que en mi aldea

      enmarcan la placita del lugar

      forman los cuatro puntos cardinales

      que aprendí en mi primer año escolar.

      Estrofa 2

      Esos cuatro montones de casitas

      que de niño pudiéronme orientar

      son bellos cofrecitos que conservan

      de siglos un fantástico historial.

      Pueblo que me recuerda quijotescas

      aventuras de grande ingenuidad,

      en que correr solía tras la luna,

      tras el sol, queriéndolo alcanzar.

      Hoy peregrino de otros mundos quiero

      en mi viejo poblado descansar

      de tantas aventuras quijotescas

      en que luna ni sol pude alcanzar.

      Retorno

      Pero algo más imprevisto tenía que acontecerme y fue un día en que, por causas extrañas, me encontraba totalmente solo en la casa, cuando en forma imprevista se presentó mi madre, quien, desde el día de sus segundas nupcias, había separado casa: me tomó de la mano, me condujo hacia una columna, me ató a ésta y, sacando una navaja de esas que en su época las llamaban “Castel”, se preparó a degollarme. En aquel instante, sin yo comprender el motivo que inducía a mi madre a tomar tal decisión, toda vez que nunca se había interesado por mí, se oyó un ruido raro proveniente de la calle, lo que hizo que mi madre se apresurara a desatarme, exigiéndome la promesa de no comentar a nadie lo sucedido. Entonces, desde aquel momento, sucedió un cambio favorable


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