Para mi biografía. Héctor Adolfo Vargas Ruiz

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Para mi biografía - Héctor Adolfo Vargas Ruiz


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a quien no le caía muy bien mi presencia en su hogar, de suerte que mi padrastro resultó pegándome por faltas que supuestamente yo cometía, cuando la realidad era diferente: era la parte económica la que lo atormentaba. Ya habían dilapidado la parte hereditaria de mi madre. Mi padrastro era un trotamundos sin iniciativas y sin amor al trabajo y su unión con ella sólo había tenido un fin: la herencia.

      Es así como, acabada la primera parte de lo que le había correspondido a mi madre, era urgente recurrir a lo que quedaba de la hijuela de los herederos y, para satisfacer esta necesidad, era indispensable matar al hijo, pues, matándolo, quedaría ese otro recurso económico para la subsistencia del nuevo hogar. Luego esa fue la conclusión que los llevó a todo lo que se urdió para mi degollamiento. Mas, como se frustró ese programa y entraba ya el año treinta en que todo el panorama sociopolítico, económico, religioso, intelectual y cultural empezó a evolucionar y el pueblo, ávido de oportunidades, a servirse de él, entrando yo a mis nueve años, mi madre, de modo inesperado, nos llevó a vivir a Tunja, porque a mi padrastro le habían dado trabajo en el trazado del Ferrocarril del Nordeste y mis servicios eran indispensables para cuidar las hijas del segundo matrimonio.

      En aquella corta estadía en la ciudad de Tunja, fui matriculado en una escuela a la que llamaban “Modelo” (hoy sección primaria del Colegio de Boyacá), de donde me escapaba muy frecuentemente sólo por correr detrás del carruaje en que se paseaba Monseñor Crisanto Luque para besarle la mano y así sentirme santificado. Luego, en aquel mismo año, le suspendieron el contrato al padrastro y fue preciso trasladarnos a Fusagasugá en busca de mejor vida y allí me tocó alternar mi oficio de niñero con el de vendedor ambulante de tinto y cigarrillos, actividad que ejercía entre las tres y las seis de la mañana alrededor de las agencias de transporte.

      En agosto del año en referencia, se posesionó de la Presidencia el Doctor Enrique Olaya Herrera, quien era propietario de la quinta llamada “Tierra Grata” y, en uno de sus paseos veraniegos, tuve la gran emoción de estrecharle la mano al “Mono”. Entonces, para no sentirme un muchacho cualquiera, ya registraba, en mi corta existencia, los tres más grandes acontecimientos: primero, el de haber sido acólito (casi cura); el segundo, el de haberle besado la esposa a Monseñor y, el tercero, el de estrechar la mano del primer Presidente liberal del siglo. Todo esto me fue creando un algo de independencia y de rebeldía: recordé la prematura muerte de mi padre, el despilfarro de la herencia, las malas intenciones de mi madre, los maltratos de maestros y padrastro y, un día cualquiera, boté a la basura el cajón del tinto, me trepé en un camión y, camuflado entre la carga, llegué a San Victorino, el lugar más comercial del viejo Bogotá.

      3. MI CUERPO

      Desprovisto de plata y de ropa adecuada para protegerme del intenso frío sabanero, empecé a llorar en el umbral de un portón, cuando un señor de aspecto bonachón se me acercó para preguntarme por qué lloraba y cuando le espeté toda mi historia me tuvo compasión y me llevó a su casa que quedaba en un lugar más bien periférico, un poco abajo del Hospital San José. La familia se componía de los esposos y dos hijos ya entrados en la adolescencia, pues empezaban a usar pantalón largo. Para alojarme, fue necesario arreglar un rincón en el cuarto de San Alejo y, para que me cambiara de ropa, me pasaron unos raídos vestiditos ya fuera de servicio. Aunque se observaba que la familia era de aquellas caídas en desgracia económica, acusaban una buena cultura. Parece que eran de las que llamaban “vergonzantes”, porque me mandaban con un portacomida de cuatro tazas hasta una casa como de beneficencia que quedaba en la calle diez entre la octava y novena para recibir la comida que luego era repartida entre todos; solamente el desayuno lo preparaba yo, y consistía en una porción de ‘aguadepanela’ y un pan de medio centavo.

      Todo marchaba más o menos bien hasta cuando me ordenaron que me pusiera uno de los vestidos que me habían dado, cuando rompí en llanto por pretender obligarme a vestir ropa ajena. Entonces, me rebelé y me fui en busca de unos parientes de los que tenía una vaga idea de que vivían en “La Perseverancia”. Como yo era ya un veterano bogotano, porque había ido varias veces a echar barquitos de papel y a mirarle las piernas a las lavanderas en el río San Francisco, conocía también el Circo de Toros y el parque San Diego o de ‘La Independencia’, no me fue difícil encontrarme con mis parientes, los que me trataron con generosidad, por el momento; así que, pocos días después, un señor que decía ser de Rusia me contrató para vender ambulantemente paqueticos de maní revuelto con cocoa. Pero mi patrón desapareció poco después sin cancelarme ni un centavo por mi trabajo.

      Después, me coloqué en una ebanistería para el oficio de taponador, pero mi patrón me resultó igual que el anterior, no obstante haberme explotado por un tiempo mayor. Todas estas experiencias me decepcionaron tanto que opté por volver al seno de mi inolvidable abuela. Ahora recuerdo que antes de tomar la decisión de volver, me hice el propósito de asistir a la primera misa que se celebraba en la Iglesia de las Nieves un día domingo, para pedirle con fervor a la Virgen que me diera mejor suerte y me protegiera de los malos hados. Así que, subiendo por la calle veinte cuando empezaban a despuntar los claros del día, me sorprendí al ver abandonado al pie de un portón un envoltorio artísticamente liado y, al darme cuenta de que nadie me observaba, opté por levantar el paquete; después de asegurarlo aprisionándolo debajo del brazo, continué mi marcha hacia la iglesia para agradecerle a la Virgen también mi afortunado hallazgo, cuando ya listo a pasar el umbral de la entrada de la iglesia, percibí un olor nauseabundo y una rara humedad que invadía mi pobre indumentaria. ¡Era física mierda! Así que, mi afortunado hallazgo me impidió cumplir con la promesa que llevaba a la Virgen y me obligó a devolverme para mi piezucha a desodorarme con un inevitable baño y lavado de ropa.

      Retacito De Suelo Boyacense Valse

      Retacito de suelo boyacense

      oloroso a arrayanes y mortiños,

      a cerezos, curubos y duraznos,

      a manzanos, geranios y tomillos.

      Retacito de suelo boyacense,

      circundado de ranchos blanquecinos

      sobre tu caprichosa geografía

      con su laberinto de caminos.

      Condúceme por todos tus parajes,

      ésos que me enseñaste desde niño,

      para volver a ser un rapazuelo

      robando frutas y acechando nidos.

      Quiero echarme a rodar por tus potreros

      y dormirme a la sombra de tus pinos,

      capar escuela y al salir de misa

      sonsacarles el centavo a los padrinos.

      Quiero volver a oír de los abuelos

      los cuentos de los beatos baladrones,

      de duendes persiguiendo las doncellas

      y demonios en forma de cabrones.

      Quiero volver con flecha y bodoquera

      a matar indefensos copetones

      o a simular patrióticas batallas

      contra una legión de chapetones. (Coro)

      Retacito De Suelo Boyacense

      Decidido, a comienzos del año treinta y dos, a terminar mis interrumpidos estudios primarios al lado de mi abuela, los aprobé y me dieron más seguridad y libertad para trabajar y así ayudar en algo a la abuelita. Por aquella época llegaba a la región la prolongación de la carretera que debía unir a Chiquinquirá con Tunja y la única oportunidad que se me presentó fue la del ingreso a una cuadrilla de jornaleros a echar pica, pala y carretilla por una asignación de 40 centavos diarios.

      Dentro de aquellas limitaciones, todo transcurría en un ambiente bastante monótono hasta el día en que volvieron al pueblo mi padrastro,


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