Periquismo. Marcos Pereda
Читать онлайн книгу.que dejan al ciclista vencido si ha entrado demasiado rápido. Sombras por doquier que disimulan baches, que esconden peligros. Pendiente y mucha, mucha velocidad.
La segunda imagen de Perico en sus primeros años es la sangre. Sangre que mana por debajo de la manga derecha de su maillot. Gesto de dolor, casi lágrimas en los ojos. Una rueda que se va, gravilla en el piso, un cuerpo al suelo. Delgado lo nota desde el primer momento. Su clavícula se ha roto. No habrá doblete en Morzine, no habrá cuarto puesto en la general, ni ilusiones, ni París. Nada de eso existe ya. Sólo dolor, sangre y dolor. Jamás le gustará a Pedro la bajada de Joux Plane. Allí se dejó la piel en 1984, allí se le escapará un poco del Tour tres años después.
La segunda imagen de Pedro Delgado es la sangre.
Tercera imagen. Invierno
Invierno en primavera, oscuridad, frío y lluvia. Nieve en las cumbres, desconcierto en los valles, caras ateridas, mejillas gélidas. Y la sorpresa, claro. La tercera imagen de Perico Delgado es la más particular, la que mejor define, seguramente, toda su trayectoria como ciclista. Sí, más que Luxemburgo…
Robert Millar era un ciclista pequeñito y fibroso. De pocas palabras, algo arisco con los periodistas, un hombre hecho a sí mismo que tuvo que emigrar muy joven a Francia desde su Escocia natal para cumplir el sueño de hacerse corredor. Eso curte, seguramente, hace que madures antes, que cultives una cierta independencia.
Robert Millar era, además, un tipo pintoresco. Al menos para esa España pacata y aún desperezándose que saludaba los primeros meses de 1985. Porque olviden la Movida, los grupos de música y todas esas cosas que hoy en día nos han querido vender… Eso fue, claro, Madrid, o Vigo, o Barcelona, o alguna ciudad más o menos grande. Pero España era, sobre todo, un espacio rural, un inmenso mar interior que entraba poco a poco en la modernidad. Apenas un par de años antes Laurent Fignon hablaba de las incomodidades casi decimonónicas que tenían algunos alojamientos de la Vuelta en pequeños pueblos de los Pirineos o la cordillera Cantábrica. Sitios legañosos, casi detenidos en el tiempo. Eso.
Y allí, claro, Robert Millar era un personaje distinto. Diferente. También incómodo. Porque tenía el pelo rizado, porque su estilo era atildado, porque no hablaba con los periodistas más que con monosílabos, apenas dos palabras con sus compañeros. Educado y cortés, pero distante.
Cómo no iba a pasar lo que acabó pasando.
Pero hasta llegar a eso asistimos a una prueba distinta, apasionante, con continuas alternativas y comportamientos oscuros por parte de algunos de sus protagonistas. Entre ellos, claro, Pedro Delgado.
Visto con el paso de los años aquella fue una Vuelta extraordinariamente simbólica. Por lo que pasó, por sus intérpretes, por aquel país que cambiaba. Fue, por ejemplo, la última ronda antes de que España entrase en la Unión Europea. La primera ganada por quien habría de ser el ciclista español más popular de siempre. La inicial gran victoria de Perico. Y una muestra perfecta de lo que la leyenda, el desconocimiento y los susurros pueden hacerle a una carrera. Ni más ni menos que engrandecerla hasta no distinguir realidad de ficción.
El maillot, lo primero es el maillot, el que viste Delgado. Ahora es de color azul con ribetes blancos. Orbea, pone, y también MG. El gran cambio, el definitivo salto a la cultura popular, seguramente.
Al final de la temporada anterior Perico Delgado decide aceptar la oferta de Txomin Perurena, y abandona el navarro Reynolds para fichar por el vasco Orbea. La vieja firma de armas, de munición, aquella que había nacido en el siglo xix en Eibar y que había tenido que reconvertirse tras el final de la Primera Guerra Mundial, encontrando la solución en los tubos, los cuadros, las bicicletas. Una de las marcas señeras, que vio como su producción caía en picado en los años sesenta y tuvo que integrarse en la Cooperativa Mondragón y trasladar su sede a la vizcaína localidad de Mallavia. Historia y tradición, representación, también, de una determinada forma de hacer las cosas, de un carácter, de un estilo. Y muchos millones.
Porque Pedro Delgado se había convertido, con este contrato, en el corredor mejor pagado de España. Algo que pesa como una losa, algo que sus detractores no paran de recordar. El ciclista que más cobraba no obtenía resultados, no había ganado apenas nada, era sólo una promesa, refulgente, sí, pero apenas una promesa. La presión, que siempre iba a descansar sobre sus hombros a partir de entonces, empezaba a agobiar a Perico, y ponía sobre él un objetivo muy determinado: tenía que conquistar la Vuelta a España. Cualquier otro resultado sería decepcionante…
Rodeándole había una buena formación, un grupo muy unido que había ido ascendiendo de categoría a la vez que el equipo, y donde destacaba una gran promesa vasca de la época, Peio Ruiz Cabestany, fantástico rodador y pasable en montaña que parecía iba a dar grandes momentos de ciclismo. Al frente, Txomin Perurena, exprofesional casi recién retirado que contaba con más de cien victorias en su palmarés, y que había estado un par de veces en disposición de ganar la Vuelta a España. Alguien, seguramente, más respetado que realmente brillante como director. Querido y apreciado, no temido por sus tácticas o su genialidad. Con todo, un conjunto homogéneo, perfecto para arropar a Perico en la que debía ser su primera gran victoria.
Que lo fue, de hecho. Aunque de forma rocambolesca. Como siempre hacía las cosas Delgado.
El tema empieza en plan histórico. En el prólogo gana un holandés, Bert Oosterbosch, vistiendo el primer maillot amarillo. Este buen rodador fallecerá apenas cuatro años después. Un infarto. Mientras dormía. En la misma época se producen otras muertes en circunstancias parecidas. Eran principios de los noventa y entre el pelotón y algunos periodistas se empiezan a susurrar tres letras en voz baja. E P O. Dicen que si lo de Bert fue por eso. Que si los otros también. Que espesa tanto la sangre que puedes quedarte en el sitio mientras duermes. Que a veces algunos han tenido que ponerse a hacer gimnasia en su casa, asustados ante la posibilidad de ver sus arterias obstruidas por el veneno. Que es mortal. Que es genial. Que es increíble. Que debes probarlo. Que tienes que tomarlo.
El ciclismo entraba, poco a poco, en espacios oscuros.
Con todo, en 1985 aún todos éramos inocentes, los noventa quedaban muy lejos y el mundo era mejor. Al menos, con preocupaciones menores. La única pena era que aquel grandullón había dejado sin maillot amarillo a un navarro, uno también enorme y que parecía pasado de peso, que fue segundo en su debut en la ronda. En la tercera etapa, ese chico encontraría su recompensa, con Oosterbosch quedado en terreno rompepiernas antes de Orense y el amarillo descansando sobre sus espaldas. El mozo en cuestión, que corría para el Reynolds huérfano de Delgado, se apellidaba Indurain. El nombre aparecía en muchos sitios como Mikel.
La relación de Indurain con la Vuelta a España siempre fue tortuosa. Porque comenzó bien, con ese hito que le transformó en el líder más joven de toda la historia de la ronda. Un puesto en la general que mantuvo cuatro jornadas, y que sería, a la postre, su mejor recuerdo de esta carrera. No había cumplido los veintiún años y era una promesa que nadie veía, eso no, como futuro vencedor de grandes rondas. Quizá sí clasicómano, buen corredor, puede que campeón. Pero el Tour… no, aquello era para otros. No había cumplido veintiún años y jamás volvería a ser primero en la Vuelta a España, y nunca ganaría una etapa, y no estaría en disposición de vencer en la ronda, y allí se caería en 1989, y decepcionaría en el 90, y se retiraría del ciclismo en el 96, camino de los Lagos. Amor juvenil, y odio para siempre. Eso fue la Vuelta para Indurain.
Y de entre todos los lugares malditos que tuvo para él la geografía española, el peor fue Covadonga. Los Lagos. Allí perdería siempre sus opciones, allí, sin llegar siquiera a la primera rampa, se bajó de la bici en un triste septiembre de once años después. Y allí, de forma totalmente predecible, abandonó su puesto en la general en 1985, dejando el maillot amarillo a…
¿Querían simbolismo?
Sí, Pedro Delgado.
Porque si lo de Indurain con Covadonga es un amor no correspondido, lo de Delgado tiene más de vodevil de provincias, con episodios épicos y otros cómicos, con momentos de bochorno y sufrimientos que surgen cuando uno menos se lo espera. «Jamás supe qué me iban a deparar los Lagos hasta haber