Una vida aceptable. Mavis Gallant

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Una vida aceptable - Mavis  Gallant


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Krasnoiarsk, en Siberia Central; continentes que se hundían como rocas; enjambres de abejas que viajaban a diario entre los planetas de Neptuno y Venus; hijos criados por animales salvajes y que no desarrollaban neurosis; curas para el cáncer bloqueadas por los intereses de los poderosos en Berna y en Washington; chamanismo entre el clero, y masones que dirigían bancos. También la política había pasado a formar parte del reino de la magia. Una vez, Philippe había llevado a Shirley a una reunión en la que se debatió sobre el idioma que hablaba la aristocracia de la desaparecida Atlántida, y en la que alguien intentó demostrar el vínculo entre el nombre de Mao y el maullido de los gatos. Shirley había mirado de refilón a los dos invitados de honor, ambos chinos, y descubrió que no era verdad que los asiáticos pudieran ocultar sus sentimientos en cualquier situación. Luego, a raíz de un comentario que Philippe había hecho de pasada, supo que Geneviève también había asistido a esa reunión, lo que significaba que Shirley y ella habían estado en la misma sala y él no las había presentado.

      Para Philippe, la búsqueda del misterio dentro de las ideas eliminaba determinados problemas de comportamiento, mientras que para Shirley el misterio del comportamiento era el único enigma que valía la pena abordar. Por ejemplo, el enigma del apego que sentía Philippe hacia Geneviève: ¿estaba enamorado de ella? No. Decía admirarla porque toda su vida era un sacrificio, y la compadecía por su valentía desperdiciada de la misma manera que admiraba y compadecía a su madre. Sin embargo, la madre de Philippe era una viuda de cincuenta y cuatro años medio paralítica por la artritis, mientras que Geneviève aún no había cumplido los treinta, estaba casada con un etnólogo en perfecto estado de salud y su situación económica era tan cómoda que nunca había tenido que compartir un baño o esperar el autobús. Aun así, Philippe decía que la fuerza de Geneviève radicaba en su fragilidad y que, aunque era tímida, tenía el corazón intrépido de un mártir paleocristiano. Eso hacía que su mujer anhelase una compasión que él no creía que ella necesitara y una aceptación que él, a todas luces, nunca había tenido motivos para expresar. Shirley acabó lanzándose a una vorágine obsesiva de conjeturas sobre Geneviève. Se imaginaba su tez pálida, sus ojos algo amoratados, su pelo de Botticelli, sus pendientes de plata mexicana, su vagina insólitamente pequeña —atributo al que Geneviève aludía de cuando en cuando en sus cartas, y en el que Shirley veía una señal de refinamiento, como en la falta de apetito— y la voz afinada con la que hablaba. Shirley sabía, gracias a la asidua lectura de las cartas que Geneviève enviaba a Philippe, que la mujer sufría física y espiritualmente por las continuas exigencias conyugales de su marido el etnólogo, que la demandaba «sin necesidad de que lo incitase, al contrario», por ejemplo, en trenes; en el cine del aeropuerto de Orly; en el Peugeout 403, «en la Autopista del Oeste, donde está prohibido aparcar»; en el comedor mientras esperaban a que llegasen los invitados; en la sección egipcia del Louvre, una tarde de invierno, justo antes de que cerrasen, y, por último, en presencia de su hijo de cuatro años, en quien el etnólogo intentaba despertar una ira parricida para demostrar, o refutar, algunas incursiones que los seguidores de Freud habían empezado a hacer en el ámbito de la etnología. Shirley también sabía que una parte de la vida de Philippe —su colección de vinilos: cuatro mil o cuarenta mil o quizá cuatrocientos mil— estaba en la casa de campo de Geneviève. ¿Iba allí a escucharlos? La frecuencia de sus cartas sugería que Philippe y ella no se veían muy a menudo. Puede que el marido de Geneviève fuera celoso y no la dejase hablar por teléfono.

      Por supuesto, la madre de Shirley había hecho muy bien en limitar su carta al Endymion non-scriptus: todo ese fisgoneo, esas lecturas compulsivas, no eran sino una búsqueda desalmada de Philippe. Por otro lado, ¿qué era la privacidad? ¿Qué significaba? ¿Dónde estaba la frontera entre la intimidad y la privacidad? ¿Cómo podía Philippe reivindicar una e insistir en la otra? Incluso esa misma mañana, en la que aún no había ejecutado su prudente plan (cambiarse de ropa, preparar el baño), Shirley no podía dejar de mover papeles con el pretexto de buscar un mensaje, aunque sabía de sobra que ese era el último sitio donde estaría. La realidad era que las pruebas escritas de la vida diaria y rutinaria de Philippe —su correspondencia con Geneviève, que también le enviaba, capítulo a capítulo, una novela interminable en la que aparecía él; las notas que tomaba antes de escribir sus cartas, incluso las personales; los borradores garabateados de la columna sobre jazz que escribía una vez al mes bajo el pseudónimo de Bobby Crown; el libro en el que anotaba sus citas y el diario, más pequeño, al que trasladaba esos mismos recordatorios; las copias en papel carbón de las quejas escritas a máquina que enviaba a los talleres mecánicos o a los técnicos de televisores; o las carpetas llenas de información para escribir artículos sobre el malestar de los cultivadores de alcachofas bretones o el declive de la Legión Extranjera— eran una fuente inagotable de interés para ella. Al igual que otras mujeres se lanzaban al frigorífico o a una orgía de derroche o al sueño diurno, Shirley hurgaba en las papeleras y en los bolsillos de los abrigos en busca de detalles anotados sobre horarios de vuelos y nombres de hoteles extranjeros. No intentaba descubrir dónde había estado o adónde iba, pues normalmente lo sabía. Iba en busca de aclaraciones que él no le ofrecía de buena gana. Que Philippe tuviese la serena convicción de que por ser francés era una persona lógica implicaba que Shirley vivía en la inopia. Ahora anhelaba ver algo en el horizonte: piedras, árboles, un peligro, un alivio. Las cartas de su marido revelaban que Philippe podía ser mezquino, miserable, superficial, ingenuo y susceptible al rencor. Eso le transmitía una inexplicable sensación de alegría, y, de no haber sido porque su marido se oponía con firmeza a que escudriñase su correspondencia privada, habría podido hablarle a Philippe de sus hallazgos y decirle que sus defectos eran peores que los de ella, porque Shirley estaba dispuesta a aprender de cualquiera y, en especial, de él.

      De repente, el reloj de una iglesia dio la media hora como un gong: las nueve, las diez o las once y media —Shirley había dejado su reloj de pulsera por ahí, quizá en el bolsillo de la gabardina—. Jugó a imaginarse que estaba allí como había hecho antes (¡los detalles!). La iglesia tenía que ser Sainte-Clotilde, y su reloj había confirmado la hora en el Ministerio de la Guerra, en el Ministerio de Educación Nacional, en la embajada soviética, en la embajada italiana y en el Instituto Nacional de Geografía. Ahora, las mujeres de la limpieza y los agentes del servicio secreto que se habían quedado solos ese fin de semana festivo, como Shirley, sabían la hora exacta, al minuto. Se habría deleitado con esa imagen precisa y panorámica de una joven rodeada de una red de calles, pero el salón de té Pons, que quedaba solo a dos distritos, se interpuso como un incordio en su imaginación: en lugar de verse a sí misma, vio un pudin helado gigante con forma de castillo de arena, hecho con sorbete de granada, helado de vainilla y mazapán verde pálido. «Dios mío —dijo, con toda la fe y el fervor que solo un no creyente puede expresar—, ayúdame a aclararme. ¿Por qué he entrado aquí? ¿Qué estoy buscando? Una nota de Philippe en la que me diga dónde está. No, en realidad, no: estoy buscando un mensaje de Geneviève. Hoy no hay ninguno, solo la última entrega de Una vida dentro de una vida (págs. 895-1002).»

      Estaba en lo alto de una montaña de texto mecanografiado en el cajón que Philippe reservaba para la novela de su amiga. Llegaría el día en que no podría cerrarlo, y entonces lo cogería todo y se lo llevaría a un editor. Por sus páginas deambulaban Flavia, una chica solitaria; Bertrand, su marido, un antropólogo de tercera, y Charles, un excelente periodista. En su día, Charles estuvo casado con Daisy, una furcia norteamericana, pero Daisy ya había muerto debido a una mezcla de alcohol y de desastre mucho antes de que empezara el primer capítulo. Leyendo en diagonal los nuevos fragmentos, solo las frases que le parecían esenciales, Shirley descubrió que, a pesar del desaliento fruto de su trato diario con el Bertrand de tercera, Flavia conseguía aferrarse a sus valores espirituales gracias a la correspondencia epistolar con Charles:

      Me miré en el espejo […] vi el rostro delicado y el sedoso y rebelde […] Al subir las escaleras vi mi rostro en el tocador veneciano, con su encantadora […] el rostro de santa Verónica después de

      recuerdo deambular por el césped intentando encontrar mi preciosa ropa interior […] «Mira qué bonita, con adornos de encaje color crema […] pero él ya estaba desplegando el mapa de carreteras […] tan trivial para él […] Mientras se encendía un cigarrillo, sin ofrecerme otro a mí, vi mi pequeño rostro en el parabrisas negro […] parecía Lázaro resucitado de entre


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