Filosofía para una vida peor. Oriol Quintana Rubio
Читать онлайн книгу.Literatura en 1998). De nuevo el fin de la civilización, y esta vez por una extraña ceguera que se contagia a todo el mundo provocando el colapso total. La novela resulta durísima de leer, porque Saramago no escatima ningún horror concebible. Como puede imaginarse el lector, el libro está lleno de mugre y suciedad, de abandono, de hambre y de abusos de todo tipo. El hecho de que uno de los personajes, quizá el principal, haya conservado inexplicablemente la vista, no ahorra ninguna experiencia traumática a ninguno de ellos. En el país de los ciegos, el que ve no es el rey, sino que tiende a ir a parar a la cárcel, como en la caverna platónica. Su traslación cinematográfica resultó algo decepcionante: era difícil estar a la altura de una novela que, como forma artística, permite al autor mostrar desde dentro de la consciencia del personaje; en este caso, cómo puede ser estar ciego. Es una limitación que acaba siendo insuperable para un arte visual como el cine. Por razones obvias, una pantalla completamente blanca no resulta demasiado expresiva, mientras que una ceguera descrita con las palabras justas conmueve necesariamente al lector. Así, a ratos, el film resulta algo así como una película de zombies en la que todos son zombies, gente deambulando en busca de comida, pero sin que pase verdaderamente nada. Algo que, por cierto, el director aseguraba haber intentado evitar.
Sea como fuere, si el filme merece un comentario más largo es por la habilidad de Saramago en ir deslizando la trama hacia el más insoportable horror de manera sutil y ordenada, de forma que lo que habría que evitar a toda costa se torne precisamente inevitable, casi lógico. Tras un tiempo de reclusión en un antiguo manicomio, al que han sido confinados por el gobierno a modo de cuarentena, el grupito protagonista deja de recibir la comida que los soldados que los vigilaban habían ido dejando a su alcance puntualmente. Resultaba que otro grupo, de otra sala, había decidido quedarse con toda y repartirla sólo según sus términos: querían violar a las mujeres de cada sala a cambio del alimento. Dicho así suena tremendamente gratuito y absurdo. La magia de Saramago consiste en saber dotar a los acontecimientos de la gradualidad necesaria. Tras una imposible deliberación, que a pesar de todo se lleva a cabo, las mujeres deciden caminar hacia sus verdugos para evitar morir de hambre. ¿Cuál es la razón de esta sinrazón? ¿Por qué los hombres de cierta sala son capaces de abusar de esta manera de una situación de las que también son víctimas? No se trata sólo de ilustrar la idea de que en situaciones extremas (ante la falta de alimento, sin ir más lejos) los lazos humanos se rompen, como si éstos fueran solo un pálido barniz aplicado sobre un tejido semi-oculto de salvajismo. Tampoco se trata de hablar de la supuesta maldad innata de los seres humanos. Se trata de explicar qué hace el desamparo sobre la psicología de las personas. Y es lo siguiente: ante el desamparo, se busca el poder. El poder es el antídoto a nuestra situación cero, nuestro desamparo inicial del que en el fondo, jamás salimos. A través de la perversión de hacer sufrir a los demás, o, como mínimo de decidir sobre ellos, de conseguir que nos obedezcan, logramos olvidarnos de nuestra propia impotencia. Y no hay nadie hay más desamparado que un ciego. Dedicaremos el próximo capítulo a profundizar sobre la cuestión de la búsqueda del poder como respuesta al desamparo.
La Niebla (The Mist, Frank Darabond, 2007, autor, entre otras producciones, de una serie de televisión sobre zombies llamada The Walkind Dead, que empezó a emitirse en 2010) presenta una variante curiosa del hombre como ser inerme, especialmente sorprendente para el espectador europeo, siempre fascinado por ciertas manifestaciones de la tradición estadounidense que le resultan extrañas. Se trata de las formas de fanatismo religioso propias de esas latitudes.
En este film, un grupo heterogéneo de paisanos se quedan atrapados en un supermercado, al que han ido a buscar suministros tras una tormenta. En el exterior, una espesísima niebla lo ha invadido todo hasta dejarlos completamente incomunicados. Como en el cine de terror más clásico, resulta que hay algo ahí fuera que devuelve hecho pedacitos a todo el que pretende adentrarse en la nube blanca. Se trata de unos monstruos surgidos no se sabe de dónde (hacia la mitad sí se sabe, pero qué más da) que lo han invadido todo. Monstruos enormes, hambrientos y sanguinarios. No hay escapatoria, no hay ninguna explicación. Por la noche, algunas de esas criaturas, una especie de enormes bichos voladores, entran a sembrar el pánico entre los indefensos humanos. Una mujer, fanática religiosa que ha estado predicando la llegada del fin del mundo, se salva inexplicablemente de su ataque cuando se pone a rezar devotamente en medio del desastre. Ello le hace ganar credibilidad entre los supervivientes: pronto empiezan los actos públicos de arrepentimiento. Es ahí cuando la película empieza a dar miedo de verdad −gracias en buena parte al impresionante trabajo de la actriz que incorpora al personaje. Tan pronto como un soldado, de una base cercana, explique que han sido ellos, los militares, quienes con sus experimentos han desatado el desastre, se empezarán a señalar chivos expiatorios y a llevarse a cabo sacrificios humanos. La situación es peor dentro que fuera del supermercado; el grupito protagonista decide arriesgarse a salir...
En todos estos productos de la industria cinematográfica se han ido poniendo ante los ojos del espectador, una y otra vez, la idea de que, si se levanta la leve capa de civilización que nos recubre, si tuviéramos que enfrentarnos a aquello que no podemos controlar y que amenaza con destruirnos, volveríamos al caos y el salvajismo, como el que se vivió en las guerras del siglo pasado. Eso en una primera lectura, que ciertamente, ya se encontraba en algunas novelas de posguerra del siglo XX, como El Señor de las Moscas (Lord of the Flies, William Golding, 1954) o La peste (La peste, Albert Camus, 1947). Pero todavía más allá: el hombre, en el fondo, parece afirmarse, está siempre desprotegido. Si los lazos que nos unen pueden desaparecer con tanta facilidad ante el desastre, como invariablemente sucede en estas películas, entonces es que en realidad, cada uno está solo y desarmado. Todo nuestro mundo es una pura sombra. Todo puede desvanecerse como en un sueño. Es como si −y esto, claro está, es pura especulación− todos los desastres del siglo XX hubieran dejado como herencia en occidente la idea de que las civilizaciones son leves como una pluma, y que el más ligero viento las puede hacer tambalearse y desaparecer. Porque, al fin y al cabo, que en los años de la Guerra Fría, con la paranoia anticomunista y la amenaza nuclear, hubiera películas sobre marcianos y sobre el desastre atómico resultaba de lo más comprensible. Pero, ¿qué guerra amenaza con destruir occidente ahora? ¿Cuál es el enemigo que acabará con nuestra civilización? No hay un enemigo tan poderoso a la vista. Hay que recurrir a la naturaleza desbocada, a los microbios, a los zombies o a una combinación de todos ellos. De los que se trata es de recordarnos continuamente que el hombre está desamparado, porque la civilización que le protege puede desvanecerse en un instante.
El género zombie, además, aporta otros elementos a nuestra argumentación. ¿Qué hace que estos monstruos en particular todavía nos den miedo? Ni el vampiro, ni el hombre lobo, ni el monstruo de Frankenstein gozan de tan buena salud cinematográfica como los muertos vivientes. La forma de presentarles ha ido evolucionando: desde los primeros de los años sesenta, que eran más fantasmagóricos que carnales, hasta los zombies gore ochenteros, con su carnalidad y su podredumbre, hasta los más recientes, que son cada vez más inteligentes y atléticos, solitarios en algunos casos, gregarios en otros, y que ya no tienen nada que ver con un muertos escarbando hacia fuera desde el interior de su tumba. ¿Qué evolución han sufrido en realidad? Que cada vez se parecen más a los humanos, a las personas normales. Lo que todo ello significa, es que, probablemente, desde el principio el elemento más aterrador de los muertos vivientes es su humanidad deshumanizada. En ellos se ha operado la pérdida de algún elemento innombrable que nos hace sentir compasión y reconocerles como semejantes. Escena clásica del género: un familiar ha sido infectado y no tardará en convertirse en zombie. Los demás supervivientes tienen que decidir si le matan cuando todavía tiene aspecto humano (lo que, generalmente, resulta muy difícil a los personajes, aunque el infectado insista) o si se esperan a que pierda su humanidad.
Qué sea lo que nos hace humanos es algo que escapa al asunto de este libro, pero en pocas manifestaciones del arte más culto y elitista se logra representar de manera tan eficaz el paso de la humanidad a la inhumanidad como en la trasformación zombie. Lo que también está claro es que los sentimientos que acompañan a la trasformación son dos únicamente: pasamos de la compasión a la repulsión más profunda. Por eso en las películas paródicas del género zombie, o en los momentos en que las películas serias se autoparodian, siempre hay un más difícil todavía en la forma de eliminar a los muertos vivientes. A lo repulsivo, que siempre es anónimo, se lo elimina