Filosofía para una vida peor. Oriol Quintana Rubio

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Filosofía para una vida peor - Oriol Quintana Rubio


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      IV. Nuevos formatos para viejas ideas

      De la misma manera que encontramos en Platón un precedente de la contemplación del mundo como algo irreal, debemos también recurrir a él para hallar el precedente más remoto del hombre como esqueleto que obsesionaba a Cioran. En el mismo libro de La República, donde Platón dejo por escrito el mito de la caverna, hallamos el episodio que se suele llamar el Justo. Todo el libro trata de la idea de justicia: sobre cómo conseguir esta virtud para el individuo y para la sociedad. Uno de los interlocutores de Sócrates propone una dificultad que parece insuperable en vistas a discernir qué es la justicia: que ella se confunde necesariamente con la apariencia de justicia. El hombre injusto tratará de cometer sus fechorías pasando inadvertido, porque si se dejara pillar no sería un verdadero hombre malo. El verdadero hombre injusto es el que nunca es castigado. Por otro lado, si un hombre justo adquiere la fama que le corresponde, ¿habrá alguna manera de saber que su justicia no es fingida, el producto de querer tener buena fama? Proponen una solución radical y expeditiva: quitarle toda la fama de justicia, darle la reputación contraria. Hay que despojarle de todo excepto de la justicia, esperando que llegue al final de su vida imperturbable, sin haberse dejado influir por su mala fama. Y al final, flagelarlo, torturarlo, encarcelarlo, quemarle los ojos, hacerle padecer toda clase de males y empalarlo. Sólo si no se traiciona, podremos considerarlo verdaderamente justo. Es decir: el destino del hombre justo es la muerte violenta, y el del injusto, la fama y el éxito. El hombre que no miente está completamente despojado de poder. Sobre el vestido, la carne que recubre los huesos y en la buena apariencia habrá siempre una sombra de sospecha.

      Sin embargo, puede que la cultura popular de finales del siglo XX y principios del siglo XXI esté re-descubriendo este tipo de verdades, en particular la que dice que el ser humano es un ser inerme, que por mucho que se recubra con una capa social de prestigio, o se rodee de la última tecnología, es débil y está constantemente amenazado por la muerte. Es sin duda una lección aprendida tras los desastres del siglo XX y que nos gusta recordar periódicamente.

      Se podría diseñar un ciclo de cine-fórum, como los de antes, que se titulara algo así como “El hombre como ser inerme”. El primer filme de la lista sería Náufrago (Cast Away, Robert Zemeckis, 2000). ¿Qué pasaría si un contemporáneo nuestro sobreviviera a un accidente aéreo y lograra llegar con vida a una inhóspita isla del Pacífico? ¿Cómo se las arreglaría un hombre solo para vivir sin tecnología y sin nadie a quien recurrir? El filme es recordado por las distintas agonías por las que pasa el protagonista: por la de tener que ir descalzo, por la de intentar hacer fuego, por la de abrir un coco sin herramientas, por la de intentar pescar algo, por la de tener un diente cariado y tener que arrancárselo de cualquier manera. El film fue también ampliamente celebrado por la relación que establece el protagonista con otro superviviente: un balón de voleibol, al que pinta ojos y boca, y con el que mantiene largos diálogos unilaterales llamándole por el nombre de su marca, Wilson. Uno de los momentos cumbre del filme: cuando habiendo por fin nuestro náufrago conseguido lo necesario para construir una balsa y huir de su cautiverio, pierde la pelota tras días interminables de ir a la deriva: el náufrago se desespera al ver a Wilson alejarse en medio de las olas, le llama y le pide disculpas; llora desconsoladamente cuando la pérdida ya no tiene remedio. El espectador medio, sobrecogido por la intensidad de sus aventuras, llora también estúpidamente ante una escena de tan alto patetismo. Típica secuencia que se mueve entre la fina línea que separa lo sublime de lo ridículo, y que ha sido parodiada en ocasiones en otros filmes posteriores (probando, con ello, su influencia).

      ¿Quién recuerda lo que era tener que pasar un dolor de muelas sin poder tomar una aspirina, o arrancarse un diente sin ninguna anestesia? Para el espectador medio de cualquier país desarrollado, es algo que sólo puede causar horror. Muy posiblemente, para los espectadores de países sin un sistema sanitario avanzado, el dolor de muelas tiene que ser algo sin duda desagradable pero tan cotidiano que jamás podría dar lugar a la admiración y compasión que uno debe sentir por el héroe épico. Moraleja involuntaria de la película: vivimos en circunstancias desnaturalizadas, en las que hemos logrado que los problemas de nuestra supervivencia se solucionen pulsando botones, y ello es ideal, porque el ser humano es un ser desnudo, delgado y maloliente, cuya visión sólo logramos soportar cuando está enmarcada en una historia de ficción y servida por nuestro actor favorito.

      (La industria hollywoodiense es incapaz de hacer una película sin una moraleja edificante: necesita que el protagonista aprenda algo de sus peripecias. La moraleja oficial de la película viene en otra secuencia −el lector que no quiera que le arruinen el final de la película hará bien en saltarse este párrafo, porque para lo que queremos contar en este libro, necesitamos revelar el final. Cuando el protagonista ha logrado regresar a la civilización y cuenta los detalles de su peripecia a los amigos, explica que, en su cautiverio, habiendo llegado a un punto de desesperación, había decidido suicidarse. El único árbol apto para ahorcarse no pasó la prueba que él mismo llevó a cabo con un tronco que le sirvió de muñeco de ensayo: el árbol no resistió el peso del tronco-muñeco y se quebró. Comprendió entonces el protagonista que no tenía ninguna autoridad sobre la isla, que no había nada que hacer: ni siquiera podía decidir el momento y las circunstancias de su muerte. Con ello, renunció interiormente al control sobre sí mismo y sobre lo que le rodeaba, y sintió al instante una cálida sensación interna de reconciliación y consuelo. Lo dicho: la industria norteamericana no puede hacer un producto que no sea edificante, especialmente para el público que, con todo el derecho del mundo, sólo busca evadirse en la sala de cine. En este caso, la moraleja para el ciudadano estresado sería que hay que dejar de querer controlarlo todo, y dejarse llevar. Conclusión soft-core en perfecta consonancia con la literatura de autoayuda.)

      La visión del hombre como un ser desnudo e inerme, su desamparo esencial, está presente también en los siguientes films de este ciclo improvisado. En él deberíamos incluir tanto las películas de monstruos, como las del fin del mundo o las de zombies.

      28 días después (Twenty eight days later, Danny Boyle, 2002), que en realidad fue el filme que volvió a poner de moda a los muertos vivientes, aportó algunas innovaciones respecto a las décadas anteriores: aquí los zombies eran infectados, no muertos vivientes (la ausencia de esta matización, que no tiene en realidad la más mínima importancia, podría causar bastante escándalo un ciertos corrillos); igualmente, mientras que los zombies tradicionales andaban rígidos y lentos, en éste caso, los infectados eran rápidos, gritones y mucho más letales. Por lo demás, el filme era sobrecogedor por mostrar la soledad del protagonista, que, al principio de la película, despierta en un hospital y camina solo por un Londres deshabitado. Nada traduce mejor el desamparo que las grandes metrópolis con un solo habitante.

      Las películas de zombies parecen competir entre sí en economía de medios narrativos para mostrar cómo se desarrolla el apocalipsis, es decir, la fulminante deshumanización de la humanidad; todas buscan combinar lo alusivo con lo explícito para sorprender al espectador. En general se juega a que el público va un paso por delante de los personajes, que no anticipan nada de lo que va a suceder, lo que aumenta enormemente el dramatismo. El amanecer de los muertos (Dawn of the dead, Zack Snyder, 2004) destaca por tener una secuencia inicial especialmente rumbosa, centrada en una enfermera que ve los efectos de la plaga en el hospital, y luego desde el coche huyendo ya de su casa infectada. El filme se desarrolla en el interior del un mall, un centro comercial de una ciudad de Estados Unidos, en el que los protagonistas están atrapados. La película parece arrancar de esta idea simple, de cómo debe de ser quedarse encerrado en unos grandes almacenes en los que, en principio, uno puede encontrar todo lo que necesita: todo el mundo ha pensado alguna vez que le encantaría poseer todo lo que se ve en estos lugares −una idea estúpida, según la trama del film acaba mostrando. Se trata de un remake de la película de 1978, dirigida por el creador del género George A. Romero. El director, el debutante Zack Snyder, cosechó buenas críticas por su saber hacer (ciertamente, la película tiene un montaje impresionante), y le abrió las puertas a posteriores producciones, igualmente comerciales y espectaculares. Es una constante del género que cada nuevo director intente innovar en algún detalle: Snyder introdujo un recién nacido zombificado.

      Hay que hacer una mención especial a A ciegas (Blindness, Fernando Meirelles, 2008), por no ser un producto enteramente


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