Hasta que la muerte (del amor) nos separe. Cristina Ruiz Fernández

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Hasta que la muerte (del amor) nos separe - Cristina Ruiz Fernández


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      Índice

       Portada

       Portadilla

       Créditos

       Prólogo

       Diálogos de convento

       Introducción

       I. Raíces e historia del matrimonio… y del divorcio

       II. Buscando rostros en las cifras

       III. El camino del duelo

       IV. Teología y doctrina para una relación humana

       V. Nulidad y disolución, dos vías infrautilizadas

       VI. El horizonte abierto por Francisco

       VII. Respuestas de una Iglesia que abraza

       VIII. Menos leyes y más amor

       Epílogo

       Bibliografía

       Notas

      Colección dirigida por María Ángeles López Romero

      © SAN PABLO 2021 (Protasio Gómez, 11-15. 28027 Madrid)

      Tel. 917 425 113 - Fax 917 425 723

      E-mail: [email protected] - www.sanpablo.es

      © Cristina Ruiz Fernández 2017

      Distribución: SAN PABLO. División Comercial

      Resina, 1. 28021 Madrid

      Tel. 917 987 375 - Fax 915 052 050

      E-mail: [email protected]

      ISBN: 9788428561259

      Depósito legal: M. 3.276-2017

      Composición digital: Newcomlab S.L.L.

      A mis dos amores, el grande y el pequeño.

      A mis padres, que aunque se divorciaron,

      se quisieron toda la vida.

       A Concha Forcat, una de las fundadoras del

       grupo de SEPAS de Guadalupe, a quien no

       conocí pero con quien me une una de

      esas preciosas casualidades de la vida.

      Y a mi abuela.

      Prólogo

      Hasta que la muerte (del amor) nos separe. Si dos personas que se quieren se dan el sí mutuamente, prometiendo convertirse las dos en una a lo largo de un camino de unión que dura toda una vida, no es pertinente el adagio tradicional: «hasta que la muerte nos separe». Si se quieren entrañablemente tendrían que decir más bien «hasta más allá de la muerte», porque quien ama siente la necesidad de decir «tú no debes morir».

      También podrían decir: «hasta que la muerte nos una», porque el proceso de hacerse dos personas una se consuma solamente al final del recorrido que han vivido juntas. Pero, en cualquier caso, lo que esas palabras del día de la boda expresan no es un certificado de indisolubilidad, sino un deseo y súplica de que la unión prometida se atestigüe por sí misma al cumplirse la trayectoria biográfica de su realización.

      Si el amor muere a mitad de camino, esa muerte separa a los cónyuges, en vez de atestiguar su unión como habría hecho la fecha de una muerte física. No diremos simplemente que, si el amor muere, es como si una de las dos partes o ambas hubiesen muerto. Es algo peor; si la muerte física pone el sello de consumación a la unión, la muerte del amor, en cambio, exige la separación al interrumpir irreversiblemente el camino de realización de la promesa.

      No asentirán a esta afirmación muchas mentes canonistas, moralistas o teológicas. Incluso quienes lo entienden no se atreven a decirlo sin ambigüedad. Por eso me parece tan atinado el título de esta obra, que me motiva para prologarla: Hasta que la muerte (del amor) nos separe. Esto había que decirlo y tenía que ser dicho por una voz laica y creyente, mujer, esposa y madre, desde la realidad de vivir y convivir cuidando día a día la vida y la convivencia. No goza de esas credenciales el teólogo célibe que se reconoce como no cualificado para escribir el prólogo. Pero confío en que se permita el atrevimiento, haciendo caso al Obispo de Roma, que pide reformar la moral teológica sobre matrimonio y familia (Amoris laetitia 311) para que, por fin, se animen teólogos y pastores a dialogar sobre estos temas (ib 2-3) de la manera que ya lo viene haciendo el laicado desde la realidad, como en las experiencias de fe y vida aducidas por la autora de estas páginas. Este lector, que se atreve a prologarla, preferiría empezar su lectura por el capítulo final: «Menos leyes y más amor», para que así el alfa y omega de la obra sea el «imprescindible cambio de paradigma en lo que se ha estado haciendo hasta ahora en la Iglesia» (p. 153). Ese cambio es posible y está avalado por «el horizonte abierto por Francisco» (capítulo 6).

      Reconoce Francisco que «a veces nuestro modo de presentar las convicciones cristianas, y la forma de tratar a las personas, han ayudado a provocar lo que hoy lamentamos, por lo cual nos corresponde una saludable reacción de autocrítica. Otras veces, hemos presentado un ideal teológico del matrimonio demasiado abstracto, casi artificiosamente construido, lejano de la situación concreta y de las posibilidades efectivas de las familias reales» (Amoris laetitia 36).

      Lamenta Francisco que «durante mucho tiempo creímos que con solo insistir en cuestiones doctrinales, bioéticas y morales, sin motivar la apertura a la gracia, ya sosteníamos suficientemente a las familias, consolidábamos el vínculo de los esposos y llenábamos de sentido sus vidas compartidas» (Amoris laetitia 37).

      Quiere Francisco que presentemos el «matrimonio como un camino dinámico de desarrollo y realización, más que como un peso a soportar toda la vida» (ib). También recomienda «dejar espacio a la conciencia de los fieles, que muchas veces responden lo mejor posible al Evangelio en medio de sus límites y pueden desarrollar su propio discernimiento ante situaciones donde se rompen todos los esquemas». La sentencia lapidaria que orienta la actitud pastoral de esta exhortación reza así: «Estamos llamados a formar las conciencias, pero no a pretender sustituirlas» (ib).

      Y, sobre todo, proclama


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