Hasta que la muerte (del amor) nos separe. Cristina Ruiz Fernández
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En España, el divorcio entendido en los términos actuales, no fue posible hasta la llegada de la segunda República, cuando las Cortes promulgaron la Ley de Divorcio del 11 de marzo de 1932. Esta ley desarrollaba lo que ya la Constitución republicana de 1931 había anticipado en su artículo 43:
La familia está bajo la salvaguardia especial del Estado. El matrimonio se funda en la igualdad de derechos para ambos sexos y podrá disolverse por mutuo disenso o petición de cualquiera de los cónyuges, con alegación en este caso de justa causa.
Pero esta ley se mantuvo apenas siete años vigente ya que fue derogada por el gobierno de Francisco Franco, tras la Guerra civil, con la Ley del 23 de septiembre de 1939 relativa al divorcio. Esta ley, que volvía a las regulaciones restrictivas previas y se apegaba de nuevo al derecho canónico, no solo supuso la prohibición del divorcio sino que anuló todas las sentencias de divorcio que se habían firmado en el periodo de vigencia de la norma republicana. Quedaban anulados los divorcios y, por ende, se anulaban los matrimonios que en segundas nupcias habían contraído las personas divorciadas. Una legislación retroactiva que, sin duda, causó situaciones complicadas y dolorosas en aquellas familias que se habían separado unos años antes.
Con la llegada de la democracia, el divorcio vuelve a ser posible en España a través de la Ley 30/1981 del 7 de julio, por la que se modifica la regulación del matrimonio en el Código civil y se determina el procedimiento a seguir en las causas de nulidad, separación y divorcio. Dicha ley supuso una revolución social en España. Entendía el matrimonio como una relación jurídica disoluble y determinaba una serie de causas y circunstancias por las cuales uno de los cónyuges podía solicitar el divorcio. Además, establecía la necesidad de un periodo de separación –entendida como cese de la convivencia conyugal– previo a la admisión del divorcio a trámite.
Dicha ley establecía como causas de separación «el abandono injustificado del hogar, la infidelidad conyugal, la conducta injuriosa o vejatoria y cualquier otra violación grave o reiterada de los deberes conyugales» en su artículo 82. Asimismo, señalaba como causa «cualquier violación grave o reiterada de los deberes respecto a los hijos comunes o respecto de los de cualquiera de los cónyuges que convivan en el hogar familiar». Hablaba también, en la línea de la legislación más antigua, de «la condena a pena de privación de libertad por tiempo superior a seis años» y añade causas como «el alcoholismo, la toxicomanía o las perturbaciones mentales, siempre que el interés del otro cónyuge o el de la familia exijan la suspensión de la convivencia». Además, al concretar las causas de divorcio –se exigía previamente la separación y cese de la convivencia en todas las anteriores–, sí distingue claramente un motivo directo de divorcio que es «la condena en sentencia firme por atentar contra la vida del cónyuge, sus ascendientes o descendientes».
Por último, la ley promulgada en la Transición se completó y modificó hace una década a través de la Ley 15/2005 que, como novedad fundamental, aceleró el proceso que antes se prolongaba durante uno o dos años, pudiendo zanjarse actualmente en apenas un mes. Por este motivo se la conoce como ley del «divorcio exprés», que incluye también como rasgo fundamental la eliminación de las causas necesarias para finalizar el matrimonio:
Basta con que uno de los esposos no desee la continuación del matrimonio para que pueda demandar el divorcio, sin que el demandado pueda oponerse a la petición por motivos materiales y sin que el Juez pueda rechazar la petición, salvo por motivos personales.
Esta ley, vigente actualmente en España, incluye además la figura de la mediación «como un recurso voluntario alternativo de solución de los litigios familiares por vía de mutuo acuerdo».
En este escenario, el divorcio es una realidad cotidiana en nuestra sociedad. Según los últimos datos del Eurostat publicados en enero de 2013, España, con un 61% de uniones que acaban en ruptura, es uno de los países europeos con más divorcios, solo por detrás de Bélgica (70%), Portugal (68%), Hungría (67%) y la República Checa (66%).
Si bien con la crisis económica hubo una caída en la cifra anual de divorcios –con valores de 126.952 en 2006 que descendieron hasta 104.262 en 20126, por tomar dos años de ejemplo–, en los últimos meses se ve un repunte en el número de matrimonios que acaban en divorcio. De hecho, según datos publicados por el Consejo General del Poder Judicial, en 2014 la cifra habría vuelto a los niveles anteriores a la crisis, con un total de 126.400 demandas de divorcio presentadas en dicho año.
Este aumento de las tasas de divorcio en nuestro país se produce en un contexto en el que, además, cada vez se celebran menos matrimonios: 158.425 en 2014 frente a los 204.772 que tuvieron lugar en 2007. De estos matrimonios, un porcentaje cada vez menor se celebran por la Iglesia: tan solo uno de cada cuatro. De hecho el matrimonio religioso está en caída libre desde que en 2009 por primera vez las bodas católicas representaron en España menos del 50% de los matrimonios celebrados.
Otro dato que completa la imagen del matrimonio hoy en nuestro país es el aumento de la cohabitación como vía de formación de pareja. Según datos de la Fundación Foessa7, el porcentaje de mujeres en edad reproductiva que estaban conviviendo con una pareja sin estar casadas era del 10,2% en 2011, más del doble que en 2001 (4,3%). La cohabitación, además, ya no se entiende principalmente como una etapa en la vida conyugal sin hijos o hijas, previa al matrimonio, sino que un número considerable de parejas de hecho deciden tener descendencia sin formalizar su unión. En este sentido, según la Fundación Foessa, la maternidad sin matrimonio previo es una vía cada vez más frecuente de formación familiar. Así, el porcentaje de nacimientos de madres no casadas se ha ido elevando progresivamente desde la llegada de la democracia, en especial durante las dos últimas décadas pasando de un 4% en 1980 a un 11% en 1995, para llegar en 2012 al 39%.
Nos encontramos, por tanto, en un escenario familiar en aguda transformación, no solo en España sino en todo el mundo. Desde la Revolución francesa a nuestro tiempo, han transcurrido dos siglos de cambios profundos y acelerados. Siglos en los que se ha transformado nuestra visión del ser humano, de la sociedad e incluso del universo. Nuestra esperanza de vida se ha duplicado, nuestro acceso a la información y a la cultura ha mejorado y no tenemos duda –al menos en la mayoría de la sociedad occidental– de que hombres y mujeres son iguales en derechos y en deberes. La teoría de la relatividad, el descubrimiento de la existencia de millones de galaxias, la física subatómica o el principio de incertidumbre han cambiado la manera en la que las personas nos situamos en el mundo.
En este contexto se entiende la urgencia de abordar –entre otros muchos– el tema del divorcio en la Iglesia desde una nueva perspectiva para poder dar respuestas reales a los hombres y mujeres de nuestro tiempo. Algunos capítulos más adelante nos dedicaremos, por tanto, a profundizar en dicha realidad y en las raíces de los planteamientos morales y doctrinales vigentes en este momento.
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