Nelson Mandela. Javier Fariñas Martín

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Nelson Mandela - Javier Fariñas Martín


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La forma de protesta que puso sobre el tapete la comunidad india subyugó a los impulsivos miembros de la Liga Juvenil del CNA. Había más formas de oponerse al Gobierno de Pretoria que la simple manifestación y la declaración de intenciones, por muy contundente que esta fuera. La resistencia pasiva y la pérdida del miedo a la cárcel o a la represión policial cautivaron a un movimiento que necesitaba otro discurso y otra épica a la que aferrarse.

      Al rebufo de aquella campaña de resistencia pasiva, y con la perspectiva de que la legislación comenzaba a ser represiva también para el resto de la población sudafricana no blanca, los máximos representantes del Congreso Nacional Africano, el Congreso Indio del Transvaal y el Congreso Indio de Natal, Alfred Xuma, Yusuf Dadoo y Monty Naicker, suscribieron el conocido Pacto de los Doctores, según el cual –manteniendo su independencia y sus propias líneas políticas de acción– serían capaces en determinadas circunstancias de trabajar de forma conjunta para luchar contra las desigualdades raciales en el país.

      Mientras, Mandela ahondó aún más su relación con el Congreso Nacional Africano al ser nombrado miembro del comité ejecutivo. Era su primer cargo de responsabilidad en el partido. Sí, se había significado más en la Liga Juvenil, pero no en el CNA. Hasta ahora, junto al interesante proceso de escucha y debate del que había sido testigo como actor secundario, apenas acumulaba cierto conocimiento de la lucha sindical por la huelga minera de 1946. Eso y poco más. Sin embargo, ocupar un sillón en la dirección nacional del partido le reafirmó en su compromiso con el país: «No me había visto directamente involucrado en ninguna campaña de importancia, y aún no comprendía los riesgos y las incalculables dificultades de la vida de un luchador por la libertad. Me había limitado a dejarme llevar sin pagar precio alguno por mi compromiso. Desde el momento en que fui elegido miembro del comité ejecutivo de la región del Transvaal empecé a identificarme con el Congreso en su conjunto, con sus esperanzas y desalientos, sus éxitos y sus fracasos; quedé vinculado a él en cuerpo y alma»19, según señaló el mismo Mandela al hacer memoria de su vida en aquellos años.

      En 1947 finalizó su período de trabajo y formación en el bufete de Witkin, Sidelsky & Eidelman. Junto a lo que suponía para su crecimiento profesional, para el joven padre de familia la salida del bufete significaba perder un exiguo, pero necesario, salario que entonces era de ocho libras, diez chelines y un penique. Evelyn trabajaba y aportaba 17 libras a la economía familiar, bastante más que Nelson. Sin embargo, aquel trabajo mal remunerado era fundamental para el sustento familiar y para poder continuar con sus estudios. Por ello pidió un préstamo al Fondo de Bienestar Bantú a través del Instituto Sudafricano de Relaciones Raciales de Johannesburgo. Con la cantidad solicitada, 250 libras esterlinas, tendría que asumir el pago de matrículas, libros más una pequeña cantidad para los gastos diarios. Sin embargo, solo recibió 150 libras.

      En medio de aquellas estrecheces económicas, nació su segunda hija, Makaziwe, que falleció cuando solo tenía nueve meses.

      III

      Daniel Malan

      (1948-1952)

      Aquel chico gritaba como si su vida y la de su familia le fueran en ello. Nada anormal para un vendedor de periódicos, cuya soldada dependía del número de ejemplares que fuera capaz de enjaretar a los clientes. Del portal del edificio salió un puñado de hombres tan negros como aquella noche. Salían distraídos, a lo suyo, hasta que el chaval que ofrecía el Rand Daily Mail y, ante todo, sus voces, les pusieron sobre aviso. Después de todo el día reunidos, no tenían ganas más que de volver a casa y reconfortarse en el calor del hogar. Pero no sería así. Las noticias que cantaba aquel mozo eran las que nadie esperaba. La noche era la del 26 de mayo de 1948. El escenario de la secuencia, una calle de Johannesburgo. Los protagonistas, Oliver Tambo, Nelson Mandela y otros compañeros del CNA.

      Mandela pasó todo el día con Oliver Tambo y otros líderes del partido. Ese día había elecciones generales y todo el mundo esperaba la victoria del United Party de Jan Smuts. Apenas dedicaron tiempo a cambiar impresiones sobre un hipotético –por poco probable– cambio de titular en el sillón presidencial de Pretoria. Cuando abandonaron, ya de noche, la reunión, un chaval vendía periódicos. El Rand Daily Mail les avisó de lo que habría de venir. Había ganado el Partido Nacional de Daniel Malan. Frente a la sorpresa inicial y al desaliento que generaba la ideología del partido que gobernaría el país, Oliver Tambo trasladó a sus compañeros una alegría matizada. Al menos, no habría que mirar de reojo quién era el enemigo del pueblo negro y qué podría hacer a partir de ahora. Desde el 27 de mayo de 1948, el enemigo venía, orgulloso, de frente. Y llegaba dispuesto a aniquilarlos, si hacía falta.

      El Partido Nacional, de la minoría afrikáner, se impuso en las elecciones generales de Sudáfrica al United Party, del general Smuts, e impulsó el apartheid, concepto que literalmente significaba «desarrollo por separado». Malan, fundador y teórico del apartheid ganó. Su símbolo, una esvástica. Su eslogan: «El lema racista de Hitler es nuestro lema». La campaña giró principalmente en torno a un par de cuestiones. Una de ellas, la II Guerra mundial, en la que Smuts había hecho participar a Sudáfrica del lado de los aliados, frente al Partido Nacional, que rechazaba a los británicos y se ponía del lado del nazismo. La otra cuestión relevante, y por la que el Partido Nacional pasaría a la historia, era la racial. O, de modo más concreto, lo que ellos denominaban como el swart gevaar (el peligro negro). Frente al eufemismo habitual en el discurso político, el Partido Nacional manejó ideas elocuentes de lo que habría de ser su ejecutoria hasta el final del apartheid, el odio al diferente. Una de ellas rezaba, en su afrikáans nativo: «Die kaffer op sy plek» (el negro en su lugar); la otra advertía: «Die koelies uit die land» (los coolies –término despectivo con el que se referían a los indios–, fuera del país). De una forma más genérica, y no aludiendo ni a negros ni a indios, los miembros del Partido Nacional resumían su ideario diciendo: «El hombre blanco debe ser siempre el amo». Ello también fue posible por el amparo que dio a este ideario político la Iglesia holandesa reformada, que creía en el afrikáner como un pueblo elegido por Dios. «La justificación teológica de la discriminación racial se fue afinando cada vez más, alcanzando su punto álgido en el período inmediatamente antes y después del triunfo del Partido Nacional en 1948. Uno de sus principales exponentes fue Daniel Malan. En 1954, dirigiéndose a un grupo de clérigos reformados en Estados Unidos, dijo: “La diferencia de color es simplemente la manifestación física del contraste entre dos formas de vida irreconciliables, entre barbarismo y civilización, entre paganismo y cristianismo”. Malan sigue diciendo: “El apartheid se basa en lo que el afrikáner cree que es su llamada divina y su privilegio... Nuestra historia es la obra de arte más grande de todos los siglos. Nosotros conservamos esta nacionalidad como nuestro don más preciado, porque nos fue otorgado por el mismo Arquitecto del Universo”»1.

      Los negros, frente a esa elección divina, eran ciudadanos de segunda clase.

      Aquella noche, y a pesar de la advertencia de Tambo, no había tiempo para la reflexión. Advirtieron, con el paso del tiempo, que la propuesta del Partido Nacional no hacía nada más que institucionalizar la división racial que ya sufrían millones de sudafricanos casi desde el origen de los tiempos. Así lo reconocería el propio Mandela con los años: «La declaración formal de los principios políticos que alentaban el partido de Malan era conocida como apartheid. Era una palabra nueva, pero resumía una idea ya vieja. Significaba literalmente “segregación”, y representaba la codificación en un sistema opresivo de todas las leyes y normas que habían mantenido a los africanos en una posición de inferioridad respecto a los blancos durante siglos. Lo que hasta entonces había sido una realidad más o menos de facto iba a convertirse de manera inexorable en una realidad de iure. La segregación había sido a menudo implantada sin orden ni concierto a lo largo de los anteriores 300 años. Ahora, iba a consolidarse en un sistema monolítico que era diabólico en sus detalles, implacable en sus propósitos y despiadado en su poder. El apartheid partía de una premisa, que los blancos eran superiores a los africanos, los indios y los mestizos. El objetivo del nuevo sistema era implantar de modo definitivo y para siempre la supremacía blanca»2.

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