Cara y cruz. José Miguel Cejas

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Cara y cruz - José Miguel Cejas


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y Alfonso XIII, ante el temor a un golpe de Estado, había aceptado el establecimiento de una dictadura, pensando que respondía a los deseos de un gran sector de la opinión pública.

      Suárez y Comellas retratan a Primo de Rivera como un militar enérgico, simpático y no demasiado inteligente, pero «con intuiciones», que implantó el Directorio Militar como una situación transitoria, creyendo que todo se arreglaría con «diez o quince medidas bien tomadas», en un plazo de «cuatro o cinco meses».

      «Las cosas no eran tan fáciles. Tomó medidas eficaces, desa parecieron los desórdenes y el terrorismo, mejoró la economía, aumentó el empleo y la gente aplaudía cuando detenían a un político corrupto o multaban a un cacique. Pero la idea de que, arregladas las cosas, era posible volver “a lo de antes” se vio cada vez más complicada». No bastaba con sustituir a unas personas por otras: para que el país funcionara era necesario cambiar todo el sistema57. Además, era necesario un cambio de mentalidad, también entre los católicos.

      Luis Cano ha estudiado algunos rasgos de la mentalidad católica que dominaba en ese periodo, en el que se dieron algunos hitos históricos, como la consagración de España al Sagrado Corazón en el Cerro de los Ángeles, el 30 de mayo de 1919; el comienzo del pontificado de Pío XI, el 6 de febrero de 1922 y el llamamiento a la paz que hizo este Papa en su primera encíclica Ubi arcano, en unos momentos en los que el país «se encontraba atribulado por el terrorismo, la inestabilidad social y la guerra de Marruecos»58.

      «Los obispos –escribe Cano–, como la mayoría de los españoles, acogieron positivamente a Primo de Rivera. La difícil situación social y económica, el desgaste de la clase política, la interminable guerra de Marruecos, pedían aquel “cirujano de hierro” por el que había clamado Joaquín Costa y la “revolución desde arriba” que había pregonado Maura. Primo de Rivera se prestó a desempeñar ambos papeles».

      Esa acogida por parte de la Jerarquía no estaba exenta de reservas, como señala este autor; pero, en general, muchos eclesiásticos vieron en este militar al hombre que podría poner en marcha los ideales regeneracionistas con los que soñaban.

      Volvió a brotar con fuerza, tanto en los círculos eclesiásticos como en los intelectuales, una interpretación religiosa y patriótica de la historia de España, que enlazaba con la creencia común en el siglo de Oro de que la prosperidad del Imperio dependía de la religiosidad y moralidad de sus habitantes.

      Cano recoge los consejos cargados de ironía que le dio el cardenal Gasparri al nuevo nuncio Tedeschini. Sus palabras reflejan el momento emocional en el que vivían muchos españoles de aquel tiempo, con una tendencia a las confusiones político-patrióticas. «Quizá no haya pueblo que guarde de los felices tiempos un recuerdo tan vivo como el pueblo español –comentaba el Cardenal–, el cual habla de Carlos V, de Felipe II, de Hernán Cortés o de Juan de Austria como si fuesen héroes de su tiempo y los hubiese visto el día anterior entrar triunfalmente en la ciudad»59.

      «La idea de que el catolicismo propiciaría la vuelta a esos tiempos gloriosos –afirma Cano– no era un postulado ideológico, sino una simplificación gratuita de la historia y un ensueño. Pero esta convicción tan arraigada formaba parte del deseo de colaborar activamente en la regeneración del país que tenían los obispos españoles»60.

      Esa mentalidad, que este autor denomina «cato-patriótica», informaba profundamente aquel periodo, en el que muchos católicos suspiraban por una vuelta nostálgica a la «España “de siempre”, la auténtica, la que amaban y no querían separar del catolicismo, so pena de destruirla»61.

      En medio de aquel clima social tenso y crispado, en el que se iba larvando una revolución, Escrivá concluyó su quinto y último año de Teología62.

      IV

      Una muerte repentina

      Ordenación sacerdotal y estancia en Perdiguera. Tiempo de espera

      (1924-1927)

       27 de noviembre de 1924. Una muerte repentina

      El 14 de junio de 1924 recibió el subdiaconado de manos de Díaz Gómara, el obispo auxiliar; y pocos meses después su vida dio otro giro inesperado: cuando faltaban pocas semanas para su ordenación como diácono, falleció su padre, el jueves 27 de noviembre de 1924, con cincuenta y siete años.

      Era la fiesta de Nuestra Señora de la Medalla Milagrosa. José Escrivá había estado rezando por la mañana, antes de marchar al trabajo, ante una imagen peregrina con esa advocación que albergaban en su hogar durante aquellos días. Se entretuvo un rato con Santiago, su hijo pequeño, y a la hora acostumbrada se dirigió hacia la puerta. Antes de alcanzarla, se desplomó en el suelo. Su esposa y su hija le pidieron que se acostase, pero él les dijo que prefería ir a trabajar. Dolores fue corriendo a hacerle una manzanilla, pensando en que podría haberle sentado mal algo del desayuno. Cuando se la llevó estaba tan desfallecido que tuvieron que ayudarle para que se acostara.

      Dolores llamó al médico, que le aplicó unas rudimentarias sanguijuelas, en el cuello para que le bajara la tensión sanguínea, y a Daniel Alfaro, un sacerdote amigo, que le administró los últimos sacramentos. Murió dos horas después, sin volver en sí.

      Mientras tanto vino a la casa Manuel Ceniceros, para preguntar qué sucedía, porque solía ser extremadamente puntual y siempre estaba a las nueve en su puesto de trabajo, hora en que se abría. Dolores le pidió que pusiera a Josemaría un telegrama urgente pidiéndole que viniera.

      «En ese telegrama –me contaba Ceniceros– solo le decía que su padre estaba gravemente enfermo».

      Ceniceros fue a recoger a Escrivá a la estación de tren y solo cuando se encontraban cerca de la casa, antes de que pudiera ver la mesa con las firmas de condolencia que había en la entrada, se atrevió a decirle que su padre había fallecido1.

      Fue un nuevo mazazo para los Escrivá, que no se habían repuesto aún de los anteriores. Ninguno de sus parientes de Zaragoza y Barbastro acudió al velatorio ni al entierro, a pesar de la cercanía geográfica.

      Tras el funeral, que se celebró al día siguiente del fallecimiento, Josemaría caminó hasta el cementerio acompañado por unos conocidos –su madre, su hermana y el pequeño Santiago, siguiendo la costumbre, no formaron parte de la comitiva fúnebre– y contempló cómo daban sepultura a su padre2.

      A partir de aquel momento cayó sobre sus hombros –cuando era solo un subdiácono de veintidós años– la responsabilidad de sacar adelante a su madre y a sus hermanos. Estaban tan mal económicamente que tuvo que pedirle dinero prestado a Daniel Alfaro para poder pagar los gastos funerarios.

       Marzo de 1925. Ordenación sacerdotal y primera Misa

      Pocos días después regresó al Seminario y siguió preparándose para el diaconado, que recibió el 20 de diciembre de 1924. Debido a las circunstancias, ni su madre ni sus hermanos pudieron estar presentes.

      En las primeras semanas de 1925 Dolores se instaló en Zaragoza con Carmen y Santiago, con la idea de que Josemaría fuera a vivir con ellos en cuanto se ordenara. Alquilaron un tercer piso en un callejón oscuro, corto y estrecho del barrio de Tenerías. Era una vivienda modesta y abuhardillada, cercana al Seminario. «En el cementerio de Barbastro dejaron a tres hijas enterradas. En el de Logroño, al cabeza de familia»3.

      La mudanza de Logroño a Zaragoza –explica Herrando– trajo nuevos disgustos y mayor soledad en esas horas dolorosas. Esta decisión contrarió profundamente al arcediano, don Carlos Albás que, aunque no había asistido siquiera a los funerales de su cuñado, consideró un grave error ese traslado. En su enfado tuvo unos gestos de gran desconsideración para con Josemaría, su hermana y su madre, negándoles su ayuda y distanciándose de ellos desde ese momento. Por otra parte, desde hacía algún


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