Cara y cruz. José Miguel Cejas

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Cara y cruz - José Miguel Cejas


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se le saltaban las lágrimas:

      —Pero yo no me opondré.

      «Fue la única vez –recordaba Josemaría– que le vi llorar»43.

      Al transcribir este pasaje algunos biógrafos destacan la actitud abierta, de raíz cristiana, de este hombre que deja que su hijo tome sus propias decisiones –yo no me opondré–, tras mostrarle las dificultades humanas con las que se va a encontrar.

      Pero la afirmación –fue la única vez que le vi llorar– dice mucho también del temple de este aragonés de cincuenta y dos años, prematuramente envejecido, que llevaba soportando desde hacía tanto tiempo una sucesión de penalidades. Y confirma que había hecho todo lo que estaba en su mano para que aquel conjunto de desgracias afectara lo menos posible a sus hijos.

      La determinación de su único hijo varón significaba para él, entre otras cosas, que después de perder a tres de sus cuatro hijas y toda su hacienda, iba a carecer «de la continuidad de su apellido»; algo que para una persona nacida en el siglo XIX tenía una relevancia mayor que la que solemos imaginar en nuestros días.

      Tras aquella conversación, lejos de «poner pruebas» o esperar a que se enfriara aquel «ardor juvenil», José Escrivá le puso en contacto con un sacerdote amigo suyo, Antolín Oñate, Abad de la Colegiata de la Redonda, para que le ayudara a discernir su camino vocacional.

      Oñate le confirmó que la decisión de su hijo no era fruto de una emoción pasajera; y junto con otro sacerdote, Ciriaco Garrido44 –que fue, en palabras de Escrivá, uno de los primeros que «dieron calor» a su «incipiente vocación»45–, acordaron un plan: después de terminar el bachillerato en junio, Josemaría estudiaría durante el verano algunas asignaturas de Filosofía y Latín; y en octubre de aquel mismo año –1918– entraría en el Seminario de Logroño para hacer el primer curso de Teología como alumno externo.

      Es decir: aunque aquella decisión contrariaba sus planes personales, José Escrivá –contento, por otra parte, al ver la generosidad de su hijo con Dios– puso todos los medios para ayudarle. Se entienden las palabras de Josemaría: «A él le debo la vocación»46.

      Con la elección que había hecho el hijo mayor –en un tiempo en el que las madres de familia tenían un acceso muy limitado al mercado laboral–, los Escrivá ya no podrían contar con él para sacar la familia adelante. Solo quedaría en casa Carmen, que estudiaba el último curso de Magisterio.

      Josemaría, consciente de esta situación, rogó al Señor que concediera a sus padres un nuevo hijo. Lo hizo una sola vez. Aparentemente, era una petición un tanto ingenua, porque habían pasado diez años desde el último parto de su madre.

      Al cabo de poco tiempo su madre le dijo que estaba embarazada. Y el 28 de febrero de 1919, diez meses después de aquella oración al Señor, nació su hermano menor, Santiago47. «Con aquello –recordaba Escrivá– toqué con las manos la gracia de Dios [...]. No lo esperaba»48.

       Noviembre de 1918. En el Seminario de Logroño

      —¿Sacerdote? ¿Quieres ser sacerdote?

      Sus conocidos se asombraban al oírselo decir, porque Josemaría no había hablado nunca de esa posibilidad; y desde entonces algunos compañeros de instituto –que soñaban con ser médicos o ingenieros– comenzaron a «mirarle por encima del hombro»49.

      ¡Si al menos hubiese decidido formar parte de «una Orden de prestigio»! Pero, ¿cura? ¿Simple cura? Aquello no tenía brillo social. Además, la mayoría de los que deseaban ingresar en el Seminario no habían hecho siquiera el bachiller y se contaban con los dedos de las manos los que aspiraban a cursar una carrera universitaria. La mayoría procedían de modestas familias campesinas.

      El 29 de noviembre de 1918, a los dieciséis años, ingresó en el Seminario Diocesano de Logroño. Lo hizo en calidad de alumno externo, posiblemente por razones económicas50. Por otra parte, ser externo era lo habitual para los chicos que residían en la ciudad51. Aquel año el comienzo de curso se retrasó hasta el 29 de noviembre, a causa de la epidemia de gripe que afectó a gran parte de Europa.

      El Seminario estaba cerca de su casa, en la calle Sagasta, y ocupaba un caserón destartalado que había albergado en la planta baja, hasta el año anterior, una sección de Artillería con las caballerizas correspondientes. Allí estudió Escrivá durante dos años. Su confesor fue, muy probablemente, el Director de Disciplina, Gregorio Fernández Anguiano, al que denominaría, años después, aquel sacerdote santo52.

      Los profesores le describieron como un chico «comunicativo», «de temperamento fuerte», que influía positivamente en los demás53. Uno de sus compañeros recordaba su modo de ser, franco y directo. Tenía un carácter vivo y despierto, que –genio y figura– conservaría hasta su muerte: «iba enseguida al grano»54.

      III

      Providenciales injusticias (1920-1924)

       Septiembre de 1920. En el Seminario de Zaragoza

      En septiembre de 1920 Escrivá –que había concluido los estudios de Humanidades, Filosofía y primero de Teología en el Seminario de Logroño– se trasladó al Seminario de San Francisco de Paula de Zaragoza1 y se matriculó en la Universidad Pontificia de la Archidiócesis2.

      Varios motivos aconsejaban ese traslado: en Zaragoza podría estudiar Derecho, como deseaba y le había aconsejado su padre; y allí esperaba contar con la ayuda de los tíos maternos que residían en la ciudad, especialmente de los dos sacerdotes3.

      El plan inicial era seguir estudiando en el Seminario como alumno externo, al tiempo que comenzaba Derecho. Pero hubo un cambio de última hora4 y dejó la carrera civil para más adelante.

      La ciudad contaba con unos ciento cincuenta mil habitantes, entre los que había un alto número de emigrantes. Era el segundo núcleo anarcosindicalista del país, después de Barcelona, y se había convertido en un hervidero de conflictos laborales, huelgas y revueltas políticas. La propaganda marxista había calado con fuerza entre las masas obreras de los barrios periféricos y la violencia callejera había llegado hasta el punto de que nueve meses antes de la llegada de Escrivá, en enero de 1920, se había declarado el estado de guerra en la ciudad. En agosto continuaban los disturbios por las calles, los alborotos y asesinatos a manos de pistoleros a sueldo5.

      Para el cardenal Soldevila –comenta Crovetto– aquello era fruto de la «creciente secularización de la sociedad, que se manifestaba en un descenso de la práctica religiosa y en la extensión del indiferentismo. Los obispos, y entre ellos Soldevila, señalaron como causas directas de esa nueva situación la influencia de la educación laica, de la tolerancia de cultos y, sobre todo, de la mala prensa»6.

      Desde la perspectiva que proporciona casi un siglo, se descubren más causas y más complejas. Entre ellas, la falta de compromiso cristiano de tantos laicos, que –salvo excepciones7–, no se propusieron llevar a la práctica las enseñanzas de los diversos pontífices sobre las cuestiones sociales; y la ausencia de atención espiritual de las personas que vivían en los barrios marginales.

      A estos factores había que sumar muchos otros, de diversa índole. Por ejemplo, las autoridades eclesiásticas –como escribe Crovetto– pensaban que la formación del clero era el único camino posible para llegar hasta el último bautizado, y esa concepción estrecha –que reservaba y reducía el anuncio del Evangelio exclusivamente a la acción de los sacerdotes– contribuyó a que el reto de la creciente secularización no se afrontara de forma adecuada8.

      Aquel primer año de Escrivá en Zaragoza fue tan agitado que acabó siendo conocido como «el año del terrorismo». Tres años


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