La Horda. Vicente Blasco Ibanez

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La Horda - Vicente Blasco Ibanez


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llamado Maltrana hizo un gesto de indiferencia al mismo tiempo que encendía su cigarro. Era un joven de escasa estatura, pobremente vestido. Su sombrero de cinta mugrienta, echado atrás, dejaba al descubierto una frente abombada y enorme, que parecía abrumar con su peso la parte baja del rostro, de un moreno verdoso. Los ojos de corte oblicuo y el bigote ralo, de desmayados pelos, daban a su cara una expresión asiática; pero el brillo de las pupilas, revelador de una inteligencia despierta, dulcificaba el inquietante exotismo de su figura.

      Toda su persona denunciaba la miseria de una juventud que lucha desorientada, sin encontrar el camino. Sus botas mostraban los tacones rotos y el cuero resquebrajado bajo los roídos bordes del pantalón. Un macferlán de un negro rojizo servíale de abrigo, y por entre las solapas mostraba con cierto orgullo su único lujo, el lujo de la juventud mísera, una gran corbata de colores chillones, que ocultaba la camisa, y un cuello postizo, alto, de rígida dureza, pero cuyo brillo había tomado, con el uso, una blancura amarillenta de mármol viejo.

      – ¿Qué hay de política?– dijo otra vez el empleado.

      Y Maltrana terminó su gesto de indiferencia. Los cambios de ministerio y lo que se decía en el Congreso le inspiraba escaso interés. Allá en la redacción, donde pasaba la noche, hablaban horas enteras de tales cosas, sin que él se esforzase por retener en su memoria una sola palabra, abstraído en la lectura de periódicos y revistas. ¿Cómo podían interesar a nadie tales futilidades?… Pero con el deseo de agradar a aquel buen amigo que le trataba con cierto respeto por escribir en los papeles públicos, hizo un esfuerzo y contestó, sin saber ciertamente lo que decía:

      – Sí, creo que el gobierno va a caer. Algo he oído de eso en la redacción.

      – ¿Y los «hombres»? ¿Qué dicen los «hombres» de estas cosas?

      Isidro Maltrana sabía que los tales «hombres» eran los redactores del periódico en que él trabajaba, los que tejían el artículo de fondo y la información política, los «pájaros gordos», como los designaba por antonomasia el empleado, viendo en ellos a los depositarios del secreto nacional, a los únicos profetas del porvenir.

      – Pues los «hombres»– contestó el joven con cierta timidez, como si le repugnase mentir— creen que esto marcha bien y que muy pronto vendrá «la nuestra».

      – Lo mismo digo yo.

      Y tras esta afirmación enérgica, que rebosaba fe, el empleado miró con cierta envidia a aquel joven de mísera facha, que podía tratarse de igual a igual con los «hombres».

      Todas las mañanas veía a Maltrana, al volver éste de la redacción. El pobre joven, para dormir, tenía que esperar a que su padrastro y su hermano menor abandonasen un mísero cuartucho de la calle de los Artistas, y una vez en él, se tendía sobre el camastro único, todavía caliente, con la huella de los cuerpos del viejo albañil y su aprendiz. Dormía hasta bien entrada la tarde, y casi a la hora en que regresaba a los Cuatro Caminos el rebaño de trabajadores, volvía él a Madrid a emprender su vida dura de pájaro indefenso, falto de pico y de garras, que revolotea en un bosque de hojas impresas, sin más alimento que las escasas migajas olvidadas por otros.

      Aprovechaba la luz de la redacción, el papel y la tinta, en las horas en que el local estaba desierto, para traducir libros cuyo destino desconocía. Proporcionábanle este trabajo ciertos amigos que, a su vez, habían recibido el encargo de los traductores que firmaban la obra. La retribución llegaba a él con tal merma, después de pasar por las manos de los intermediarios, que el pobre Maltrana, tras ocho horas de fatigoso plumear, pensaba con envidia en los siete reales que su hermano Pepín, más conocido por el Barrabás, ganaba como aprendiz de albañil. Y muchas gracias cuando no le faltaban las traducciones. Este trabajo era su único medio de existencia fijo y ordenado. El dinero de una traducción representaba la comida, al anochecer, en una taberna frecuentada por las gentes del «oficio», periodistas de escaso sueldo, jóvenes de abundosas melenas y suelta corbata, que hablaban mal de todos, entreteniendo así la espera impaciente de una hora de celebridad. No eran gran cosa estos banquetes; pero ¡cómo pensaba en ellos los días en que le faltaban el trabajo y la esperanza de nuevas traducciones! Transcurrían para él, en la redacción, las horas de la noche en continua lectura, sintiendo al mismo tiempo en el estómago los retortijones del hambre. Algunas veces, al ver que las letras danzaban ante sus ojos y su cabeza parecía rodar, como si repeliese toda idea, sentía deseos de lucha, feroces anhelos de herir a alguien. Entonces iniciaba discusiones filosóficas, acabando por burlarse de los ideales políticos del periódico, únicamente por el placer de aplastar con sus paradojas y con su cultura esgrimida cual una maza a todos aquellos ignorantes ¡ay! que habían cenado.

      Maltrana, en estas noches de silenciosa y reconcentrada hambre, veía entrar, como mensajeros de alegría, a ciertos correligionarios de fuera de Madrid, ganosos de dejar buen recuerdo en la redacción.

      – ¡A ver! Que traigan café para los chicos… y todo lo que quieran.

      Y los «chicos» devoraban la tostada bien cargadita de manteca, apuraban hasta la última gota del líquido negro y de la leche contenida en las cafeteras, y prendían fuego al cigarro de medio real, último y definitivo rasgo de generosidad. Maltrana, ebrio de café y de manteca, lo veía todo más hermoso, con repentina iluminación, al través de la nube azul del tabaco, y rompía a hablar de filosofía y literatura con juvenil vehemencia, asombrando a aquellos señores forasteros, que presentían en él a un futuro grande hombre, y ¡quién sabe si a un gobernante de cuando llegase «la nuestra»!…

      Las noches que faltaba este socorro extraordinario, Maltrana, con la cabeza entre las manos, fingiendo leer una revista extranjera, seguía con mirada ansiosa las idas y venidas de don Cristóbal, el propietario del periódico, un buen señor francote y paternal, sin otras preocupaciones que su diario, la revolución que no llegaba nunca y el deseo de que reconociesen todos sus sacrificios por «la idea».

      – Homero… ¿un cigarrito?…

      Homero era Maltrana. Cada mes le colgaban un nuevo apodo los muchachos de la redacción, abominando de su cultura, que «les cargaba», y afirmando que, con toda su sabiduría, era incapaz de escribir la crónica de un suceso o pergeñar un crimen interesante. Primero le habían apodado Schopenhauer, por la frecuencia con que citaba a su filósofo favorito; después Nietzsche; pero estos nombres eran de difícil pronunciación, y una noche que Maltrana, aislado de la realidad, osó recitar en griego algunas docenas de versos de la Ilíada, acordaron todos llamarle Homero para siempre.

      El buen Homero aceptaba agradecido los cigarrillos de don Cristóbal, el cual le admiraba como sabio, aunque reconociendo que no servía ni para ordenanza de la redacción. Fumando entretenía la espera angustiosa de las primeras horas de la madrugada, el momento de las larguezas del propietario. El buen señor, al sentir ciertos desfallecimientos del estómago, incluía generosamente en su necesidad a todos los muchachos. Unas veces era carnero con judías, guisado en la taberna cercana; otras, una cazuela enorme de bacalao con patatas, que a Maltrana le parecía esplendorosa como un astro entre las nubes de periódicos que llenaban la mesa y bajo la fría luz de las bombillas eléctricas.

      – A ver, señores, ¿quién me hace oreja?– decía don Cristóbal con gestos de padre— . Que traigan pan y vino para todos… Homerito, acércate y mete la uña. A tu edad siempre hay apetito, y tú debes andar algo atrasado.

      Homerito metía la uña, al principio con timidez; pero los primeros bocados despertaban la bestia rampante adormecida en su estómago, y para amansarla la echaba alimento a toda prisa, temiendo ser devorado por ella si retrasaba el envío. Al bondadoso protector le hacía gracia el hambre voraz de aquel muchacho feo. ¡Ah, la juventud! ¡Envidiable estómago! Viéndole, sentía nuevas ganas: Homero era su aperitivo.

      Y Maltrana, una vez limpia la cazuela y devoradas las últimas migas, bebíase dos vasos de vino, ascendiendo de golpe a la alegría digestiva de las últimas horas de redacción, las mejores de la noche.

      Sólo entonces hablaba Homero de política, compartiendo las ilusiones y esperanzas de los demás. Vendría la deseada… «la nuestra»; y entonces,


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