La Horda. Vicente Blasco Ibanez

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La Horda - Vicente Blasco Ibanez


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pequeña, una morena de rostro pálido y grandes ojos de un negro intenso, casi azulado, igual al de sus cabellos. El busto endeble erguíase con una arrogancia natural dentro del mantón; sus pobres faldas de verano se movían con cierto ritmo majestuoso, sin tocar el barro, en torno de los pies pequeños, cuidadosamente calzados, que revelaban ser la parte más atendida de su persona.

      – ¡Viva lo bueno!– gritó el borracho poniéndose en jarras— . ¡Ahí va la gloria del barrio!…

      Y para expresar su entusiasmo con más viveza, arrojó el grotesco sombrero en un charco, salpicando a todos de barro.

      El empleado del fielato saludó a las jóvenes con un tono de zumba paternal:

      – Que seáis buenas… Cuidadito con perderse…

      Las dos pasaron adelante sonriendo, sin contestar a los saludos mas que con movimientos de cabeza. La pequeña habló al alejarse.

      – Adiós, Isidro— dijo con voz grave, al mismo tiempo que se enrojecían sus mejillas.

      – Adiós, Feliciana— contestó el joven.

      Y la siguió con los ojos, admirando su marcha rítmica y graciosa sobre el barro, su cuerpo gentil y esbelto, que iba empequeñeciéndose con la distancia.

      El sol se ocultó de pronto; volvieron a cerrarse las nubes; ya no brillaron los charcos. Se extendió de nuevo sobre la tierra un velo gris, y la espiral de palomas cesó de aletear, desplomándose de golpe en el fango.

      El jefe del fielato habló de las dos muchachas. Las veía pasar todas las mañanas a la misma hora; trabajaban en una fábrica de gorras de la calle de Bravo Murillo. Feliciana era la hija única del Mosco, el famoso cazador de Tetuán, y su compañera una muchacha de Bellasvistas, a la que aquélla recogía todas las mañanas para ir juntas al trabajo.

      El nombre del Mosco hizo prorrumpir al trapero en exclamaciones de admiración. Aquel era un hombre. Quitaba el sueño a toda la gente del Real Patrimonio. Coleta lo sabía de buena tinta: el administrador de El Pardo se desesperaba por no haber podido atrapar al Mosco, y los guardas, apenas cerraba la noche, preguntábanse por qué lado del inmenso bosque trabajaría aquel bandido.

      Los gazapos reales dormíanse en sus madrigueras, resignados de antemano a que les despertase la sangrienta dentellada del hurón; los corzos, al beber en los arroyos a la luz de las estrellas, se mugían a la oreja: «Mucho ojo, hermanos; el Mosco debe de andar cerca…» Un perro suyo, apodado Puesto en ama, había sido tan famoso por lo temible, que, al matarlo los guardas en un encuentro, lo llevaron en triunfo a la administración de El Pardo, y allí le guardaban empajado y con ojos de vidrio, como una curiosidad del real sitio.

      Coleta había conocido a este animal. Cazaba los gamos a la carrera en medio de la noche; no había venado que le resistiese. Una vez hizo ganar a su amo cerca de tres mil reales. Ahora, el Mosco tenía otro perro, el segundo Puesto en ama, una verdadera alhaja, pero de menos mérito que el otro, y con él continuaba sus expediciones de «dañador», sus audacias de furtivo, saliendo de ellas en algunas ocasiones chorreando sangre, pero abriéndose paso siempre por entre los disparos de los guardas y los galopes de los vigilantes montados. ¡El plomo que aquel hombre llevaba en el cuerpo!…

      Coleta, agotados los elogios al intrépido cazador, cuyas hazañas conocían mejor que él los que le escuchaban, iba ya a emprender el camino hacia Madrid, cuando su instinto de parásito le hizo fijarse en un carro descubierto que avanzaba con lento balanceo sobre los relejes de la carretera. La mula, alta y forzuda, con grandes desolladuras por la falta de limpieza, llevaba el cabezón adornado con cintajos multicolores encontrados en la basura. Parecía una bestia de tribu marchando adornada a una fiesta salvaje.

      – Esa me llevará— dijo Coleta– . ¡Eh, tío Polo… señor Polo, pare usted! Aquí hay amigos.

      De la parte trasera del carro surgió, como un monigote del fondo de una caja, una cabeza de viejo, con el cuello del chaquetón rozando las orejas y un gorro de pelo encasquetado hasta los hombros. Era una cara mofletuda y roja, con una vaguedad en los ojos rayana en la estupidez. Se detuvo el carro, y poco a poco fue saliendo de la parte delantera otro viejo, incorporándose trabajosamente con las riendas en la mano. Parecía el Padre Eterno. Sus barbas amplias de plata se extendían sobre el pecho y formaban una aureola de blancos vellones en torno de sus mejillas sonrosadas. El labio superior, cuidadosamente afeitado, era lo más limpio de su rostro. Los ojillos verdosos y profundos estaban rodeados de arrugas, que parecían rayas de carbón por la suciedad de sus surcos. El traje era tan bizarro como su ancianidad. Cubríase con una especie de casulla de pieles de conejo, sujeta a la cintura por una cuerda. Su pantalón estaba resguardado en los muslos por zajones cortados de una alfombra vieja y adornados con cintajos iguales a los de la mula. Una boina verdosa, con rastros de telarañas, cubría su cabeza sonrosada y blanca. El adorno de su persona revelaba suciedad salvaje y simpleza infantil. Las manos eran negras, con escamas en el dorso; las mejillas y los labios, acariciados por la navaja, mostraban una frescura de niño.

      – ¿Qué se les ofrece a ustedes?– dijo con atiplada vocecilla y entonación cortés— . ¿En qué puedo servirles, señores?…

      Sus ojos se fijaron en Coleta, e hizo un mohín de desprecio.

      – ¡Ah! ¿Eres tú, borrachín?…

      Después saludó con la cabeza al jefe del fielato, pues era respetuoso con toda autoridad que pudiera molestarle; y al fijar los ojos en Maltrana, lanzó una exclamación de alegría.

      – ¿Pero eres tú, Isidro?– preguntó con su voz infantil— . ¡Pues pocas ganas que tenía de verte!… La abuela no piensa en otra cosa; siempre me hace el mismo encargo: «Si ves al chico, dile que venga. Casi no le he visto desde que nos casamos.»

      – Sí, yo soy, amigo Zaratustra. ¿Cómo le va a la abuela contigo? ¿Aún estáis en la luna de miel?

      El viejo hizo un gesto de protesta, sin dejar de sonreír.

      – De una vez para siempre, dame un nombre y no me lo cambies a tu capricho. Unas veces me llamas Krüger, y no me ofende que me compares con ese buen señor que se peleó con los ingleses… ¡Mala gente! El otro día encontré en la basura una caja de cerillas con su retrato, y, efectivamente, algo nos parecemos… Otras veces, soy Trapatustra o… Zorra no sé qué: otro personaje al que también me parezco, según tú dices… Sí; ya sé quién era: me contaste un día su historia. Un sabio que no tenía un perro chico, como yo; que estaba en el secreto de todo y se reía de todo… lo mismo que yo; que vivía en alto, como yo vivo, viendo a mis pies todo Madrid. El tenía al lado un aguilucho al decir sus cosas, y yo, a falta del pajarraco, tengo cinco perros que entienden más que muchas personas, y me rodean y me escuchan cuando digo las mías… Porque tú, Isidrillo, aunque parezca que te pitorreas de mi persona, bien reconoces que tengo algo de sabio.

      – ¿Quién puede dudarlo?– exclamó Maltrana con tono zumbón— . Por algo te llamo Zaratustra. Tú eres el solitario de Bellasvistas, el gran filósofo de los Cuatro Caminos, el sabio de la busca, el más profundo de los traperos que entran en Madrid.

      – Noventa y cuatro años, señor— continuó Zaratustra, dirigiéndose al jefe del fielato— . El cuerpo sano, el estómago de buitre; sólo tengo flojas las piernas, que me obligan a permanecer quieto en el carro, mientras éste, que es mi ayudante— y señalaba al bobo de la gorra de pelo— , entra en las casas. Soy el más antiguo del gremio. Sólo quedan algunos de mi época allá en el Rastro, que se han establecido, han hecho fortuna y tienen casa abierta en las Américas. Más de cincuenta años de servicios; y en todo este tiempo, ni un día he dejado de bajar a Madrid… Yo he visto mucho; he visto al señor de Bravo Murillo traer las aguas a Madrid y saltar el Lozoya por primera vez en la antigua taza de la Puerta del Sol; he visto cómo la villa ha ido poco a poco ensanchándose y dándonos con el pie a los pobres para que nos fuéramos más lejos. Este fielato lo he visto en lo que es hoy glorieta de Bilbao. Donde yo tuve mi primera barraca hay ahora un gran café. Todo eran desmontes, cuevas para gente mala; a Dios le quitaban la capa así que cerraba la noche; y ahora anda uno por allí, y todo son


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