La araña negra, t. 1. Blasco Ibáñez Vicente

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La araña negra, t. 1 - Blasco Ibáñez Vicente


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y derribando los acometedores, de los cuales muchos avanzaban apegados a los muros y amparándose de sus huecos y salientes, mientras que otros, situados en el centro de la angosta vía, hacían fuego a pecho descubierto o desafiaban a la muerte, siguiendo adelante sin otra defensa ante su pecho que la punta de la bayoneta.

      Baselga atacó con el ardor de un granadero. En el primer empuje se vió próximo a la sombría arcada, cuyas negras fauces se iluminaban con el instantáneo relámpago de la fusilería; casi llegó a tocar con la punta de su espada aquellos grupos de azules capotes, charreteras encarnadas y gigantescos morriones que cubrían, como animada barricada, la entrada de la plaza; pero inmediatamente tuvo que retroceder, pues se encontró solo. Ninguno de aquellos guardias de tan reconocida bravura había conseguido avanzar tanto.

      Los audaces estaban tendidos en el suelo y los demás se replegaban al fondo de la callejuela, hostigados por las incesantes descargas de fusilería.

      El condesito volvió adonde estaban los suyos y allí encontró a Córdova, que, con el rostro contraído por el furor y los ojos saltando de sus órbitas, arengaba a los soldados y se disponía a cargar a la bayoneta, forzando de este modo la entrada de la plaza.

      Formóse la columna. Agitando sus espadas pusiéronse al frente los oficiales y aquella masa de hombres y de hierro que por debajo era monstruo de innumerables y feroces piernas, y por arriba confusa aglomeración de bayonetas y colosales gorras de pelo, partió con arrolladora furia sobre el montón de milicianos que servía de inexpugnable muralla a la arcada y que esperaba el ataque con el frío y terco valor del hombre pacífico a quien el entusiasmo convierte en soldado.

      La granizada de plomo no detuvo al monstruo de hierro en su precipitada carrera; el suelo de la calle tembló bajo tan uniformes y aceleradas pisadas, y sobrevino el choque, brutal, ensordecedor y furioso como el tremendo topetazo de dos bestias prehistóricas.

      Las bayonetas de una y otra parte se cruzaron buscando con rabia los enemigos pechos; los fusiles, todavía humeantes, voltearon sobre las cabezas, esgrimidos como mazas de combate, y a las respiraciones jadeantes acompañaron rugidos de rabia, gemidos de dolor y vivas a la libertad y al absolutismo.

      El brutal encuentro duró sólo algunos instantes. Pugnaron ambas masas por repelerse mutuamente; las filas de la milicia parecieron abrirse un tanto con los movimientos de la lucha, y un gran número de guardias, aprovechando el claro, introdujéronse en la plaza con la audacia del que comienza a sentirse vencedor.

      Un nuevo obstáculo vino a cerrarles el paso. Allí estaban, hasta entonces inactivos, los jinetes de Almansa, aquel terrible regimiento de Caballería cuyos soldados y oficiales eran el núcleo de todas las sociedades secretas y el principal elemento de las algaradas revolucionarias y que ostentaban el lema de “Libertad o Muerte”.

      Cayó el tropel de caballos con arrolladora furia sobre la manga de guardias que iba introduciéndose en la plaza, y éstos viéronse arrollados y obligados a retroceder.

      Aquellos terribles liberales sabían pegar recio con sus sables, y cuantos intentaron oponerse a la carga cayeron acuchillados por los centauros de la revolución.

      Deslizábanse los viejos soldados por entre los grupos de caballos, pugnando por llegar al centro de la plaza; pero por todas partes encontraban cerrado el paso y tenían que retroceder esquivando con el fusil un diluvio de tajos y estocadas.

      Baselga había sido de los primeros en penetrar en la plaza y quiso resistir antes que ser empujado por la Caballería nuevamente al callejón.

      A los sablazos de los jinetes contestó con toda su habilidad de consumado espadachín; pero en una de las ocasiones que levantó su espada, un sable, resbalando a lo largo de ésta, cayó sobre su hombro derecho arrancándole media charretera y rompiéndole la clavícula.

      Cayó inútil el brazo a lo largo del cuerpo; su mano abandonó la espada y se consideró próximo a perecer entre aquel torbellino de hombres, caballos y sables que vertiginosamente le envolvía.

      Afortunadamente para él, la fuga de los guardias lo arrastró, y con toda la vaguedad de un sueño vino a recordar, cuando volvió a encontrarse en el fondo de la callejuela, lo que había ocurrido en la plaza y cómo salió de ella entre empujones, golpes y bayonetazos esquivados, por aquella arcada tan valientemente defendida por los milicianos.

      Baselga, al verse con los suyos, que habían vuelto a rehacerse, recobró su habitual energía, y para demostrar con cierta pueril complacencia que no hacía gran caso de la herida, creyó muy propio proferir algunas interjecciones contra aquella “gentecilla” de la milicia que tan dura era de pelar y con tanta tenacidad defendía su alabada Constitución.

      Para ser unos tenderillos – como decía Baselga despreciativamente – , se batían muy bravamente aquellos milicianos que juzgaban la Constitución del 12 como el arca santa en cuyo interior se encerraba el tesoro de todas las verdades y la suprema felicidad.

      Ni por un instante decaía el entusiasmo de los defensores de la plaza Mayor y nadie se hubiera imaginado horas antes que aquellos batallones de la milicia, a los que daban cierto aspecto ridículo los honrados burguesillos de rostro bonachón y abdomen prominente, haciendo esfuerzos por tomar dentro de su uniforme un aire marcial, pudieran llegar a tal grado de heroísmo.

      Mezclados entre los milicianos que vivaqueaban desde el anochecer en la plaza, figuraban los principales personajes de la revolución, los que gozaban de más grande popularidad.

      Riego, vestido de paisano y presentándose como un simple diputado, animaba a los milicianos con marcial elocuencia e interrumpía su peroración para coger el fusil de un herido y dispararlo contra los asaltantes.

      El general Morillo, el héroe de las guerras de América, con aquel gesto avinagrado que le era característico, dirigía la defensa sin bajar de su caballo, presentando fácil blanco a los tiros de los asaltantes.

      El jefe de la milicia era el brigadier Palanca, aquel médico toledano que en la guerra de la Independencia abandonó la curación de enfermos para matar franceses y que a fuerza de seguir la original táctica de las guerrillas llegó a convertirse en un completo y popular caudillo y poco después en ardiente liberal.

      Estos tres personajes mezclados con un sinnúmero de generales, diputados, periodistas y oradores de club, que eran la representación más genuina de aquella época revolucionaria, constituían el núcleo de la defensa, siendo el alma de aquel gigante de hierro y fuego que alargaba sus brazos relampagueantes y estremecedores por todas las avenidas de la plaza.

      La defensa, en vez de decrecer con el tiempo, iba en aumento conforme transcurrían las horas, pues los liberales recibían nuevos refuerzos de los extremos de la capital.

      Las columnas de la Guardia Real, lejos de manifestar debilidad al ver aumentado el peligro, redoblaban su empuje semejante al toro que se enfurece pugnando por derribar con la testa un resistente obstáculo.

      Pronto tuvieron los sediciosos que luchar con un nuevo y terrible enemigo.

      Los guardias, desde el fondo de las tres calles por donde dirigían sus ataques, vieron rodar bajo las arcadas bultos informes e inanimados que arrastraban los defensores de la plaza produciendo sordo ruido.

      Al poco rato ya no fué la fusilería únicamente la que barrió las calles. Un fogonazo más intenso que los anteriores enrojeció las sombras, sonaron detonaciones ensordecedoras y la metralla rasgó rugiendo el espacio para ir a incrustarse en aquellas masas de carne que se amontonaban, preparándose a un nuevo ataque.

      Los cañones daban una terrible superioridad a los liberales y los guardias reconocían que era preciso apoderarse de ellos o resignarse a morir despedazados por aquella lluvia de hierro.

      Preparáronse a hacer el último esfuerzo y a morir si necesario era antes que retroceder y ser barridos por aquel vendaval de plomo. Había que hacer callar a las bocas de bronce aunque tuvieran que obstruirlas con sus propios cuerpos.

      Sin otro guía que la desesperación, rugiendo de rabia, en completo desorden y viendo abiertos a cada instante nuevos claros en sus filas, partieron veloces las columnas, como si quisieran aplastar aquellas barricadas de hombres y cañones.

      Estos redoblaron


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