La araña negra, t. 1. Blasco Ibáñez Vicente

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La araña negra, t. 1 - Blasco Ibáñez Vicente


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7 de julio

      Al anochecer del día 7 de julio, entre las gentes de alta estofa reunidas en los salones del Palacio Real, reinaba una alegría no exenta de zozobra.

      Se esperaban graves acontecimientos para dentro de breves horas.

      El rey, bajo frívolos pretextos, mantenía a su lado a los ministros liberales; los cortesanos comenzaban a tratar a éstos más como vencidos y prisioneros que como gobernantes, y fuera de las doradas cámaras, en las antesalas escalinatas y patios, vociferaban los soldados de la Guardia que no habían seguido a sus compañeros en la insurrección, y permanecían allí para guardar la persona del soberano.

      Aquellos pretorianos, actores indispensables de la tragedia que se preparaba, eran tratados como canónigos por la servidumbre de Palacio, que se extremaba en llenar sus estómagos para que así adquirieran nuevas fuerzas y supieran batirse firmemente con los liberales.

      Los platos humeantes, recién salidos de los fogones, los fiambres costosos, las frutas raras, los helados exquisitos y los vinos, que hacía ya muchos años dormían en las bodegas de Palacio bajo espesa capa de telarañas y polvo, salían a borbotones por la puerta de las cocinas en brazos de diligentes pinches, y eran distribuídos entre aquellos mocetones uniformados, tan gallardos como brutales, que con el fusil bajo el brazo recogían el regalo del rey y lo partían alegremente con sus amigas, alegres mujercillas que habían llegado de los barrios más extremos de Madrid al olor de la fiesta.

      Las antecámaras estaban convertidas en comedor, y cada rincón o hueco de escalera en un burdel.

      La licencia soldadesca se posesionaba a sus anchas del regio alcázar, y el rey y sus cortesanos lo veían pero callaban.

      Convenía acariciar y sufrir antes de la pelea a aquellos perros de presa que iban a ser arrojados contra la Constitución.

      A intervalos aparecía en los tejados de Palacio una gran linterna roja que se movía con señales de telegrafía misteriosa, y a la que contestaba allá a lo lejos, con idénticos movimientos, otra del mismo color desde las alturas del Pardo que ocupaban los batallones insurrectos.

      Aquello, según las gentes enteradas de los secretos de Palacio, era la señal convenida entre el rey y sus pretorianos para que éstos cayeran sobre los liberales que defendían Madrid y que se mostraban descuidados y muy ajenos de esperar ataque alguno.

      La contestación que marcaba el farol del Pardo, produjo en los regios salones la más grata impresión.

      Los cortesanos se felicitaban mutuamente, y los frailes y clérigos estrechaban las manos de los grandes de España y generales de salón, dándose plácemes por el próximo triunfo que devolvería a las clases tradicionales sus antiguos privilegios, desterrando de la nación los demonios de la libertad y del progreso.

      – ¡Van a venir! – decía con gozo un obeso canónigo a un acartonado gentilhombre.

      – Pronto tendremos absoluto a nuestro señor don Fernando.

      – ¡Absoluto! – exclamaba con alegría casi frenética y frotándose las manos el esférico prebendado – . ¡Absoluto! Eso es; y que podamos arrojar pronto lejos de nosotros la polilla liberal.

      Fernando, en tanto, rodeado de sus inseparables duques de Alagón y del Infantado y de otros cortesanos íntimos, celebraba con su chusca risa de canalla la mala jugada que les preparaba a los liberales.

      Los cuatro batallones de la Guardia no anduvieron perezosos en cumplir lo prometido por medio de aquel extraño telégrafo óptico.

      Seis días de inacción, de crueles indecisiones y de ver que en toda España nadie se levantaba a secundar el movimiento, conforme el rey había prometido, destruyeron un tanto la disciplina militar e introdujeron el desorden en las filas.

      Córdova hacía esfuerzos para que no se malograra aquella empresa, de la que él era el alma.

      Los liberales, por una extraña apatía, habían dejado a los guardias que permaneciesen tanto tiempo sublevados en los alrededores de Madrid; pero era de esperar que de un momento a otro cayeran sobre ellos, aplastándoles con el peso de su superioridad, y por esto los directores del movimiento decidieron tomar la ofensiva presentándose inesperadamente en la capital y poniendo de su parte la gran ventaja de la sorpresa.

      El condesito de Baselga ayudó mucho a Córdova en la tarea de decidir a los compañeros a caer sobre Madrid.

      Aquel matoncillo de corte deseaba con ansia tomar parte en una función de guerra y hacer contra la libertad algo más serio que darse de sablazos con los milicianos en la plaza de Palacio o de bofetadas con los patriotas que aplaudían en la tribuna de las Cortes.

      El deseo de los más levantiscos se impuso a la cautela de los más prudentes, y los cuatro batallones emprendieron la marcha a las diez de la noche.

      Baselga mandaba una compañía, y muchas veces volvió la cabeza durante la marcha para contemplar el ciento de altas gorras de pelo que en correctas líneas se movían detrás de él entre el bosque de cañones de fusil que brillaban al fulgor misterioso de un cielo sin luna, pero poblado de estrellas.

      Allá abajo debía estar Madrid, el antro donde se guarecía el monstruo liberal que aquellos caballeros andantes del absolutismo iban a exterminar; y los guardias miraban ansiosamente hacia adelante, como queriendo entrever los contornos de la población en la semiobscuridad de la noche.

      Cuando los cuatro batallones llegaron a las tapias de Madrid, apoderáronse fácilmente de un portillo y entraron en la capital.

      Cambió entonces el aspecto de aquellas fuerzas. Algunos de los reclutas de la Guardia, entusiasmados por el buen resultado de la sorpresa, gritaron: “¡Viva el rey neto!”; pero las escasas voces fueron ahogadas por los veteranos, soldadotes duchos en la guerra, que llevaban sobre su pecho, en forma de cruces, el recuerdo de las más célebres campañas de la Independencia y a quienes la gente llamaba los barbones de Ballesteros, por la gran afición que demostraban a dejarse crecer los pelos de la cara.

      Había que caer por sorpresa sobre los liberales; era preciso no avisarles con gritos ni disparos, y por esto los batallones, a la desfilada y rozando las casas, fueron deslizándose a lo largo de las calles.

      Aquellos paladines de la legitimidad monárquica avanzaban con la vil cautela del asesino que va a caer sobre el enemigo descuidado.

      Pronto cesó tal situación. Al volver la cabeza del primer batallón una esquina, encontróse frente a una patrulla liberal que recorría, vigilante, la ciudad. Sonó un tiro, después una descarga, y los vivas a la Constitución y al absolutismo se confundieron con el tremendo rugido de la fusilería.

      Había ya empezado el combate y Madrid despertó de su sueño.

      La milicia corrió a las armas; elevóse en las calles un rumor semejante al bostezo de la fiera que despierta sorprendida por el primer tiro de los cazadores, y en los puntos más céntricos de la capital fueron reuniéndose los batallones de la milicia nacional y los patriotas armados que deseaban luchar por la libertad.

      La plaza Mayor era el punto cuya posesión más interesaba a los insurrectos realistas y allí se dirigió la Guardia Real en varias columnas y siguiendo distintas rutas.

      Baselga, sin separarse de Córdova, al que profesaba tanto respeto como admiración, púsose al frente de los quinientos hombres que iban a atacar la plaza por el callejón llamado del Infierno, y denodadamente comenzó a avanzar.

      Aquel truhán palaciego era valiente y tenía la audacia del bandido cuando se ve en peligro.

      El tiroteo que se inició en la calle de la Luna había puesto en guardia a los defensores de la plaza Mayor, y al extremo de aquella angosta y oscura callejuela, bajo el amplio arco que daba acceso a la plaza, destacábanse, al rápido resplandor de los fogonazos, los enormes chacós de los milicianos terminados en orondos pompones, y las figuras bizarras, aunque poco militares, de aquellos tenderos, abogados y oficinistas que en días tranquilos jugaban a soldados con infantil complacencia y que en aquella noche, por uno de esos raros fenómenos que surgen en la historia cuando menos se les espera, se disponían a morir como héroes.

      La


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