A Salvo en el Paraíso. Barbara Cartland

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A Salvo en el Paraíso - Barbara Cartland


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y veremos qué han hecho respecto a la limpieza de los árboles que se cayeron en el bosque durante el invierno pasado.

      –Estoy segura de que todo estará exactamente como sugerimos– opinó Zarina–. El Señor Bennett es muy eficiente.

      –Es un error no inspeccionar las propiedades de uno hasta el último rincón– observó el General–. Y eso es lo que debemos hacer, Querida, antes de regresar a Londres. Hubo un breve silencio antes de que Zarina interviniera:

      –Yo estaba pensando, Tío, que me gustaría quedarme aquí por lo menos hasta el invierno. Después de todo, éste es mi hogar. Y si tú y mi tía quieren que tenga una dama de compañía quizá alguna de mis antiguas institutrices pueda venir a quedarse conmigo.

      El General permaneció callado por el momento.

      Tomó un sorbo de champán y, luego, dijo:

      –Eso es algo acerca de lo cual quiero hablar contigo después de la cena, Querida.

      Su forma de expresarse le dio a entender a Zarina que se trataba de un tema que no deseaba plantear delante de la servidumbre. Y Zarina se preguntó qué le querría decir. Mientras hablaban de otras cosas, la muchacha se dijo que no permitiría que le hiciera cambiar de opinión.

      Lo que ella deseaba era quedarse en su propio hogar. Después de todo, faltaban por lo menos dos meses para que comenzara lo que se conocía como la temporada de invierno.

      Ello ocurriría cuando la Reina regresara de Balmoral. Entonces, la mayoría de los aristócratas que se habían ido a cazar a Escocia también volverían a Londres.

      "Yo prefiero montar mis caballos sobre mis propias tierras que salir de paseo por Rotten Row", pensó Zarina.

      Sin embargo, tenía el presentimiento de que su tío se iba a oponer a sus sugerencias. Su tío esperaba que ella lo obedeciera.

      "No lo haré", se dijo Zarina indignada. "Quizá él sea mi Tutor, pero es mi dinero el que estoy gastando, y tengo derecho a hacer mi voluntad".

      Una vez que terminaron el café y el General se tomó una copita de oporto, abandonaron el comedor. Su tío le había dicho que no quería que ella lo dejara solo, como hubiera sido lo correcto.

      La forma cómo habló hizo que Zarina pensara que él sospechaba que ella iba a desaparecer, subiendo a su habitación. De modo que se dirigieron al salón.

      Duncan había encendido los candelabros de cristal, lo que hacía que la estancia se viera muy acogedora. Zarina pensó en los felices que todos serían si sus padres se encontraran allí. Recordaba cómo su padre solía reírse de las cosas que ella le decía. Su madre la miraba con gran amor en los ojos, dándole a entender lo mucho que significaba para los dos.

      El General se detuvo delante de la chimenea. Por la expresión de su rostro, Zarina imaginó que su tío se disponía a pronunciar un discurso. Trató de recordar si había hecho algo mal, pero no halló ningún error en su comportamiento. De modo que se sentó en un sofá no muy lejos de su tío.

      –Una de las razones por la cual no te acompañé cuando partiste hoy, Zarina– comenzó a decir el General–, fue porque había de asistir a una reunión muy importante, que tenía que ver contigo y con tu futuro.

      –¿Qué tenía que ver conmigo?– preguntó, extrañada, Zarina.

      Le pasó por la imaginación que alguno de los hombres que le propusiera el matrimonio la noche anterior debió haber hablado con él.

      Zarina había asistido a un baile ofrecido por la Duquesa de Devonshire. Su tía quedó encantada cuando ella recibió la invitación. La Casa Devonshire estaba en Piccadilly.

      Era una de las casas más notables de Londres, con sus barandales dorados y su jardín que bajaba hacia la Plaza Berkeley.

      También sus dueños eran notables.

      La Duquesa, que con anterioridad fue la esposa del Duque de Manchester, era una mujer de gran belleza. Ahora, como Duquesa de Devonshire, nadie le rechazaba sus invitaciones.

      –Vas a gozar de cada momento– le había dicho Lady Bryden a Zarina cuando llegó la invitación–. Y claro que deberás estrenar un vestido, aun cuando en tu guardarropa haya dos que todavía no te has puesto.

      Zarina pensó que aquello era un gasto innecesario. Aunque el dinero no constituía problema, odiaba pensar en el tiempo que iba a desperdiciar probándose el vestido, en lugar de estar montando en el parque.

      Sin embargo, para complacer a su tía, acudió al mejor establecimiento de la Calle Bond. Sin lugar a dudas, el vestido era el más bonito que ella había tenido. Por supuesto, era blanco, pues ninguna debutante se atrevería a vestirse de color.

      Estaba bordado con perlas y diamantina remarcando de forma muy graciosa su diminuta cintura. También era un marco perfecto para sus cabellos rubios con tonalidades doradas, así como para la blancura de su piel.

      Cuando llegó al baile acompañada por su tía, cuajada ésta de diamantes, causaron auténtica sensación a pesar de que el salón estaba lleno de gente de mucha más importancia social que ellas.

      Zarina se vio inmediatamente asediada por los galanes. Y antes de abandonar la casa, ya había recibido dos proposiciones de matrimonio. A Zarina le era difícil poder escapar de la persistencia de sus pretendientes, de modo que ya había aprendido a responderles que deberían hablar con su tío. Aquello le daba buenos resultados, ya que el General era un hombre impresionante. Un joven tras otro habían salido de su casa francamente humillados.

      –Conozco todo acerca de ese tonto que vino a verme esta mañana– le decía a Zarina–. Está hasta el cuello de deudas y tiene una historia familiar nada envidiable.

      –Gracias por deshacerte de él– le respondía Zarina–. Me cuesta mucho trabajo hacerles entender que yo no deseo casarme con nadie por ahora.

      –Hiciste lo correcto cuando le dijiste que viniera a hablar conmigo– estuvo de acuerdo el General.

      Zarina pensaba que, en realidad, su tío era un excelente perro guardián. Pero Sir Alexander no hubiera encontrado aquella descripción muy halagadora.

      –Quizá te sorprenda que, poco después de que tú te marcharas, vino a visitarme el Duque de Malnesbury– decía ahora el General.

      Zarina se preguntó qué relación podría tener aquello con ella.

      –Yo lo conozco desde hace muchos años– continuó diciendo el General–. Es más, los dos servimos en el mismo Regimiento antes de que él heredara el título. Sin embargo, cuando me pidió que lo recibiera, jamás sospeché el motivo de su petición.

      Zarina pensó que su Tío estaba buscando las palabras adecuadas para llegar al punto. De modo que siguió escuchando.

      –Lo que Malnesbury vino a pedirme– prosiguió el General con calma–, y lo hizo de una manera muy correcta, lo que supone un ejemplo para muchos jóvenes, fue si le permitía que te cortejara.

      Zarina miró a su tío, sorprendida.

      –¿Cortejarme?– repitió–. ¿Qué quiere decir eso?

      –Quiere decir, Querida, que has recibido un gran honor, pues el Duque desea que seas su esposa.

      Por un momento, Zarina se quedó muda. Luego, después de un largo silencio, dijo:

      –¿Su... esposa? ¡Pero él... es muy... mayor!

      –Malnesbury apenas pasa de los cincuenta y cinco años– señaló el General–, pero tiene muy buena salud, ya que es un hombre que pasa casi todo su tiempo en el campo.

      –Recuerdo que hablé con él en la fiesta de Lady Coventry el miércoles pasado– dijo Zarina–. Creo que también bailamos en alguna ocasión, pero no hemos tenido más contacto.

      Inesperadamente, Zarina se echó a reír y añadió:

      –Espero que le hayas dicho


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