Sotileza. Jose Maria de Pereda

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Sotileza - Jose Maria de Pereda


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con todas las señales de estar poseído de la mayor curiosidad:

      —¡Personas!... ¿Qué son personas, usté?

      —¡San Apolinar bendito!—exclamó el sencillo clérigo haciéndose cruces,—¿con que no sabes qué son personas... lo que es una persona!... Pues ¿qué eres tú?

      —¿Yo?... Yo soy Muergo.

      —Ni tanto siquiera, porque los hay en la playa con más entendimiento que tú... ¿Qué son personas?—repitió el cura, encarándose con el muchacho que seguía á Muergo por la derecha, también descamisado, pero con calzones, aunque escasos y malos, menos feo que Muergo y no tan bronco de voz.

      Este muchacho, no sabiendo qué responder, miró al más inmediato, el cual miró al que le seguía; y todos fueron mirándose unos á otros, con las mismas dudas pintadas en la cara.

      —¿De modo—exclamó entonces el cura, volviendo á encararse con el que seguía á Muergo,—que tampoco sabes qué eres tú?

      —¡Eso sí, corflis!—respondió el muchacho, creyendo ver una salida franca para sus apuros.

      —Pues ¿qué eres?

      —Surbia.

      —¡Eso te diera yo para que reventaras, animal!

      —Y tú ¿qué eres?—añadió el cura, dirigiéndose á otro, de media camisa, pero sin chaqueta y muy poco pantalón.

      —Yo soy Sula,—respondió el interpelado, que era rubio y delgadito, por lo cual descollaba en él, más que en el fondo tostado de sus camaradas, la roña de las carnes.

      De esta manera, y tratando de responder á la misma pregunta, fueron diciendo sus motes los otros tres muchachos que había en el cuarto, ó séanse Cole, Guarín y Toletes. Acaso ninguno de ellos conocía su propio nombre de pila.

      El cura, que los tenía bien estudiados, no acabó de perder la paciencia por eso. Los descerrajó cuatro improperios y media docena de latines, y después les dijo en santa calma:

      —Pero la culpa me tengo yo, que me empeño en varear el árbol, sabiendo que no puede soltar más que bellotas. El que menos de vosotros lleva dos meses asistiendo á esta casa... ¿Á qué, santo nombre de Dios!... Y ¿por qué, Virgen María de las Misericordias!... Pues porque el padre Apolinar es un bragazas que se cae de bueno.

      «Pae Polinar, que este hijo está, fuera del alma, hecho una bestia; pae Polinar, que este otro es una cabra montuna... pae Polinar, que esta condenada criatura me quita la vida á disgustos; que yo no puedo cuidar de él; que en la escuela de balde no le hacen maldito el caso... que éste, que el otro, que arriba, que abajo; que usté que lo entiende y para eso fué nacido... que enséñele, que dómele, que desásnele...» Y tres que me ofrecen y cuatro que yo busco, cata la casa llena de muchachos; y aguanta su peste, y explica y machaca... y cébalos para que vuelvan al día siguiente, porque yo sé lo que sucediera de otro modo... y hazlo todo de buena gana, porque esa es tu obligación, pues eres lo que eres, sacerdos Domini nostri Jesuchristi, por lo cual digo con Él: sinite pueros venire ad me; dejad que los niños se acerquen á mí... y ríase usted de la vecina de abajo, y del padre de éste, y de la madre del de más allá, que murmuran y corren y propalan que si salís de mis manos más burros de lo que vinísteis á ellas, como salieron otros muchos que vinieron á mí antes que vosotros... ¡Linguæ corruptæ, carne mísera y concupiscente!... Ríase usted de eso, como yo me río, porque debo reirme... Pero vosotros, alcornoques, más que alcornoques, ¿qué hacéis para corresponder á los esfuerzos del padre Apolinar? ¿Cómo estamos de silabario al cabo de dos meses?... ¡Ni la O, cuerno, ni la O se conoce en estas aulas si os la pinto en la pared! Pues de doctrina cristiana, á la vista está... Y como no quiero enfadarme, aunque motivos había para echaros uno á uno por el balcón abajo... vamos á otra cosa, y alabado sea Dios per omnia sæcula sæculorum, que lo demás es chanfaina.

      Tras este desahogo, pasó fray Apolinar, sin dejar de pasearse, casi en redondo, con las manos cruzadas atrás, á lo que él llamaba lo llano y de todos los días: á preguntar á los granujas las oraciones más usuales y sencillas, para que no las olvidaran; lo único que había logrado meterles en la cabeza, aunque no bien ni del todo. Muergo no necesitó remolque más que tres veces en el Ave María; Cole dijo tal cual el Padre nuestro, y el que mejor sabía el Credo, entre todos ellos, no pasó, sin apuntador, del «su único Hijo.»

      En vista de lo cual, fray Apolinar no le dió á Sula más que media galleta dulce; un botón del provincial de Laredo á Toletes, y un higo paso á Guarín.

      —Del lobo un pelo, hijos—les dijo en seguida el pobre exclaustrado;—otra vez será menos... y peor. Y ahora... ¡hospa, canalla!... Pero aguárdate un poco, Muergo.

      Los muchachos, que ya se disponían á salir, se detuvieron. Y dijo el fraile á Muergo, alzándole las haldillas del chaquetón:

      —Esto no puede continuar así. Sin camisa, cuando hay chaqueta, vaya con Dios; pero sin calzones... ¿Á dónde han ido á parar los tuyos?

      —Los puso antier mi madre á secar en las Higueras,—respondió Muergo á tropezones.

      —¿Y no han secado todavía, hombre de Dios?

      —Los royó una vaca, mientras mi madre destripaba una merluza que agolía mal.

      —¡Castigo de Dios, Muergo; castigo de Dios!—dijo fray Apolinar rascándose el cogote.—Las merluzas que huelen mal, porque están podridas, se tiran á la mar, y no se limpian lejos de las gentes para vendérselas después, á medio precio, á los pobres como yo, que tienen buenas tragaderas. Pero ¿no quedó nada de los calzones, hombre?

      —La culera—respondió Muergo,—y esa, en banda.

      —Poco es—repuso el exclaustrado, revolviéndose dentro de su ropa, movimiento que era muy habitual en él.—¿Y no hay otros en casa?

      —No, señor.

      —¿Ni barruntos de dónde puedan venir?

      —No, señor.

      —¡Cuerno con el hinojo!... Pues así no puedes continuar, porque aun cuando te sobra paño para envolverte, á lo mejor se rompe la driza; tú no reparas en ello, y, si reparas, lo mismo te da... De modo que lo de siempre, hijo, lo de siempre: tú, que no puedes, llévame á cuestas, padre Apolinar. ¿No es eso? ¿No es la purísima verdad? ¡Cuerno si lo es!

      Muergo se encogió de hombros, y fray Apolinar se metió en la alcoba. Oyósele pujar allá dentro y murmurar entre dientes algunos latinajos; y no tardó en aparecer, alzando la cortina, con un envoltorio negro entre manos, el cual puso en seguida en las de Muergo.

      —No son cosa mayor—le dijo;—pero, al fin, son calzones. Dile á tu madre que te los arregle como pueda, y que no los ponga á secar en las Higueras cuando tenga que lavarlos; y si le parecen poco todavía, que se consuele con saber que á la hora presente no los tiene mejores, ni tantos como tú, el padre Apolinar... Con que, ¡vira, canalla, por avante!

      Otra vez se revolvió el concurso, gruñendo y respingando como piara de cerdos que huelen el cocino al salir de la pocilga, y se pintaba en todos los roñosos semblantes el ansia de llegar á la escalera para examinar la dádiva de fray Apolinar, la cual conservaba aún el calorcillo que le había chocado á Muergo en ella al entregársela el pobre exclaustrado, cuando se abrió la puerta y se presentaron en el cuarto dos nuevos personajes. El uno era un muchacho frescote, rollizo, de ojos negros, pelo abundante, lustroso y revuelto; boca risueña, redonda barbilla, y dientes y color de una salud de bronce: representaba doce años de edad, y vestía como los hijos de «los señores.»

      Traía de la mano á una muchachuela pobre, mucho más baja que él, delgadita, pálida, algo aguileña, el pelo tirando á rubio, dura de entrecejo y valiente de mirada. Iba descalza de pie y pierna, y no llevaba sobre sus carnes, blancas y limpias, en cuanto de ellas iba al descubierto, más que un corto refajo de estameña, ya viejo, ceñido


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