Sotileza. Jose Maria de Pereda
Читать онлайн книгу.En cuanto la vió Muergo, se echó á reir como un estúpido; Cole soltó un taco de los gordos, y Sula otro de los medianos. La recién llegada remedó á Muergo con una risotada falsa, poniendo la cara muy fea, sin hacer caso maldito de los otros dos granujas, ni del mismo padre Apolinar, que alumbró un coquetazo á cada uno de los tres.
—¿Á qué vienen esas risotadas, bestia, y esas palabrotas sucias, puercos?—dijo el fraile mientras largaba los coscorrones.
—Es la callealtera... ¡ju, ju, ju!—respondió Muergo rascándose el cogote machacado por los nudillos de fray Apolinar.
—La conocemos nusotros,—expuso Cole, palpándose la greña.
—Que de poco se ajuega, si no es por Muergo,—añadió Sula.
Muergo volvió á reirse estúpidamente, y la muchacha tornó á hacerle burla.
—¿Y por eso te ríes, ganso?—dijo el fraile, largándole otro coquetazo.—¡Pues el lance es de reir!
—Es callealtera...—repitió Cole,—y estaba hiciendo barquín-barcón en una percha que anadaba en la Maruca... Yo y Sula estábamos allí tirándola piedras desde la orilla. Dimpués, allegó Muergo... la acertó con un troncho, y se fué al agua de cabeza.
—¿Quién?—preguntó el fraile.
—Ella—respondió Cole.—Yo pensé que se ajuegaba, porque se iba diendo á pique... Y Muergo se reía.
—Y yo—saltó Sula,—le dije: «¡Chapla, Muergo, tú que anadas bien, y sácala, porque se está ajuegando!» Y entonces se echó al agua y la sacó. Dempués, la ponimos quilla arriba; y á golpes en la espalda, largó por la boca el agua que había embarcao.
—Y eso ¿es verdad, muchacha?—preguntó á ésta el exclaustrado.
—Sí, señor,—respondió la interpelada, sin dejar de remedar á Muergo, que volvió á reir como un idiota.
—Corriente—dijo el exclaustrado.—Pero ¿á qué vienes aquí, y á qué vienes tú, Andresillo, y por qué la traes de la mano? ¿En qué bodegón habéis comido juntos, y qué pito voy á tocar yo en estas aventuras?
—Es callealtera,—respondió muy serio el llamado Andresillo.
—Ya me voy enterando, ¡cuerno!—Tres veces con ésta se me lo ha dicho ya. Y ¿qué hay con eso?
—La conozco del Muelle-Anaos—continuó Andrés.—Baja casi todos los días allá.—Yo no sabía lo de la Maruca... ¡que si lo sé! (y enderezó á Muergo un gestecillo avinagrado), porque también conozco á éstos.
—¿Del Muelle-Anaos?—preguntó fray Apolinar, sin pizca de asombro.
—Sí, señor—respondió Andrés.—Van muy á menudo.
—Y él á la Maruca,—añadió Guarín.
—¡Cuerno con el rapaz, y qué veta saca!... Pero vamos al caso. Resulta, hasta ahora, que esta niña es callealtera, y que tú y esta granujería, á pesar de las respectivas vitolas, sois... tal para cual... ¿Y qué más?
—Que esta mañana avisó á mi madre el talayero que quedaba á la vista la Montañesa... y yo salí de casa para ir á San Martín á verla entrar... y llegué al Muelle-Anaos.
—¡Al Muelle-Anaos!... ¿No vivís ya en la calle de San Francisco?
—Sí, señor.
—¡Pues buen camino llevabas para ir á San Martín!
—Iba á ver si estaba allí Cuco y me quería acompañar.
—¡Cuco! ¿También eres amigo de Cuco, de ese raquerazo descortés y grosero, que me canta coplas indecentes en cuanto me columbra de lejos?... ¡Cuerno con la cría!
—Yo nunca le oigo esas cosas... Malo, algo malo es; pero no hace daño á nadie. Anda en el bote del Castrejo, y me enseña á remar, y á echar coles y tapas, y á descansar de espaldas y de pie...
—Sí, y á birlar los puros á tu padre para regalárselos á él; y á correr la escuela, y á andar en las guerras... y á muchas cosas más que me callo... ¡Pues buenas tripas se le pondrían á tu padre si al entrar hoy con la corbeta te veía en las peñas de San Martín en compañía de tan ilustre camarada! ¡Cuerno, recuerno del hinojo!
Andrés se puso muy colorado, y dijo, con la cabeza algo gacha:
—No, señor... Yo no hago nada de eso, pae Polinar.
—¡Como que te vas á confesar conmigo ahora!...—repuso el fraile con mucha sorna.—Pero ¡á mí de esas cosas, Andresillo?... En fin, ya hablaremos de esto en mejor ocasión. Ahora, sigue con el cuento. ¿Qué te dijo Cuco en el Muelle-Anaos?
—Á Cuco no le ví, porque andaba de flete con unos señores. Pero estaba ésta comiendo un zoquete de pan que le habían dado, de pura lástima, unos calafates, y me dijo que había dormido anoche en una barquía, porque la habían echado de casa.
—Y ¿por qué?
—Porque le gusta mucho la bribia, y la pegaron.
—¡Guapamente, cuerno!... ¡Eso es lo que se llama una escuela de órdago para una mujer! ¿Cómo te llamas, hija?
—Silda me llamo,—respondió secamente la interpelada.
—Es callealtera,—añadió Andrés.
—¡Dale, y van cuatro!—exclamó el presbítero.
—No tié padre... ¡ju, ju, ju!—graznó el salvaje Muergo.
La niña le remedó, según costumbre.
—Se ajuegó en San Pedro del Mar en la última costera del besugo,—dijo Cole.
—Ni madre tampoco tiene,—añadió Sula.
—La recogió de lástima un callealtero que se llama tío Mocejón,—expuso Andrés.
—¡Ta, ta, ta, ta!...—exclamó el padre Apolinar al oirlo.—Luego esta muchacha es hija del difunto Mules, viudo hacía dos años cuando pereció este invierno, con aquellos otros infelices... ¡Pues pocos pasos dí yo, en gracia de la Virgen, para que te recogieran en esa casa!... Hija, no te conocía ya. Verdad que no recuerdo haberte visto más de dos veces, y esas mal, como lo veo yo todo con estos pícaros ojos que no quieren ser buenos... Corriente; pero ¿de qué se trata ahora, caballero Andrés?
—Pues yo—respondió éste, dando vueltas á la gorra entre sus manos,—la dije, al oir lo que me contó: «vuélvete á casa.» Y ella me dijo: «si vuelvo me desloman; y no quiero volver por eso.» Y dije yo: «¿qué vas á hacer aquí sola?» Y dijo ella: «lo que hagan otros.» Y yo dije: «puede que no te peguen.» Y dijo ella: «me han pegado muchas veces... todos son malos allí, y por eso me he escapado para no volver.» Y yo, entonces, me acordé de usté, y la dije: «yo te llevaré á un señor que lo arreglará todo, si quieres venir conmigo.» Y ella dijo: «pues vamos.» Y por eso la traje aquí.
Á todo esto, la niña, cuando no hacía gestos á Muergo, recorría con los ojos suelo, muebles y paredes, tan serena y tranquila como si nada tuviera que ver con lo que se trataba allí entre el padre Apolinar y el hijo del capitán de la Montañesa.
—Es decir—exclamó el bendito fraile, cruzándose de brazos delante del protector y de la protegida,—que éramos pocos, y parió mi abuela. ¡Cuerno con las gangas que le caen al padre Apolinar! Desavénganse las familias; descuérnense los matrimonios; escápense los hijos de sus casas; aráñense los dos Cabildos; enamórese Juan sin bragas de Petra con mucha guinda... húndase el pico de Cabarga y ciérrese la boca del puerto... aquí está el padre Apolinar que lo arregla todo, como si el padre Apolinar no tuviera otra cosa que hacer que enderezar lo que otros tuercen, y desasnar bestias como las que me escuchan. Y ¿quién te ha dicho