Las aventuras de Huckleberry Finn. Марк Твен
Читать онлайн книгу.y un cuchillo de carnicero sin mango, y una navaja nuevecita que valdría veinticinco centavos en cualquier tienda, y un montón de velas de sebo, y una palmatoria de hojalata, y una calabaza, y una taza de lata, y quitamos una vieja y andrajosa colcha de la cama, y cogimos también una bolsa de ganchillo con agujas, alfileres, cera de abeja y botones e hilo y todo ese tipo de cosas dentro, y un hacha y algunos clavos, y un sedal tan grueso como mi dedo meñique con unos anzuelos enormes, y un rollo de ante, y un collar de perro de cuero, y una herradura, y algunos frascos de medicina que no tenían etiqueta; y justo cuando nos íbamos encontré un peine metálico bastante bueno y Jim encontró un viejo arco de violín y una pata de palo. Las correas se le habían roto pero, quitando eso, era una pierna bastante buena, aunque era demasiado larga para mí y no lo suficiente para Jim, y no conseguimos encontrar la otra, aunque la buscamos por todas partes.
Así que, con todo, conseguimos un buen botín. Cuando estuvimos listos para marcharnos, estábamos a un cuarto de milla de la isla y era ya muy de día, así que hice a Jim tumbarse en la canoa y taparse con la colcha, porque si se quedaba sentado, la gente podría darse cuenta de que era negro desde bastante distancia. Remé hasta la playa de Illinois y, al hacerlo, bajé casi media milla. Subí sigilosamente por el agua estancada de la orilla y no tuvimos ningún incidente ni vimos a nadie. Llegamos a casa sanos y salvos.
Capítulo 10
Después de desayunar yo quería hablar del hombre muerto e intentar adivinar por qué lo habían matado, pero Jim no quiso. Dijo que nos traería mala suerte; y además dijo que podría venir a rondarnos; dijo que cuando a un hombre no se le enterraba era más probable que estuviera por ahí rondando que cuando estaba plantado y cómodo. Eso me pareció bastante razonable, así que ya no dije nada más; pero no pude evitar darle vueltas y desear saber quién le había disparado al hombre y por qué lo había hecho.
Hurgamos entre la ropa que habíamos conseguido y encontramos ocho dólares de plata cosidos en el forro de un viejo abrigo manta. Jim dijo que probablemente la gente de la casa robó el abrigo porque, si hubieran sabido que el dinero estaba allí, no se lo habrían dejado. Yo dije que suponía que también fueron ellos los que lo mataron; pero Jim no quería hablar de eso. Le dije:
—Tú crees que esto de ahora es mala suerte; pero ¿qué dijiste cuando cogí la piel de serpiente que me encontré en la cima de la cresta anteayer? Dijiste que traía la peor suerte del mundo tocar la piel de una serpiente con las manos. Mira, ¡aquí tienes tu mala suerte! Hemos conseguido reunir este montón de cosas y encima ocho dólares. Ya me gustaría tener esta mala suerte todos los días, Jim.
—No te preocupes, chico, no te preocupes. No te pongas insolente. Ya llegará. Atiende bien a lo que te digo, ya llegará.
Y sí que llegó. Fue un martes cuando tuvimos aquella conversación. Bueno, pues el viernes después de la cena estábamos tumbados en la hierba en la parte alta del risco y se nos terminó el tabaco. Fui a la cueva a coger más y me encontré una serpiente de cascabel allí dentro. La maté y la enrosqué a los pies de la manta de Jim de forma muy natural, pensando que me divertiría cuando Jim la encontrara allí. Bueno, pues por la noche se me olvidó lo de la serpiente completamente y, cuando Jim se tiró en su manta mientras yo encendía una luz, la compañera de la serpiente estaba allí y le mordió.
Se levantó de un salto gritando, y lo primero que vi a la luz fue a la alimaña enroscada preparada para saltar de nuevo. La dejé fuera de combate con un palo en un segundo y Jim agarró la garrafa de whisky de papá y se la empinó empezando a beber a grandes tragos.
Estaba descalzo y la serpiente le mordió justo en el talón. Todo eso por ser yo tan tonto de no acordarme de que dondequiera que se deja una serpiente muerta siempre aparece la compañera y se enrosca a su alrededor. Jim me dijo que le cortara la cabeza a la serpiente y que la tirara, y que después despellejara el cuerpo y asara un trozo. Lo hice y se lo comió, y dijo que eso le ayudaría a curarse. Me hizo quitarle también el cascabel y atárselo a él alrededor de la muñeca. Dijo que eso ayudaría. Después salí silenciosamente y tiré las serpientes bien lejos entre los arbustos; porque no iba a dejar que Jim averiguara que todo era culpa mía; no, si podía evitarlo.
Jim bebió y bebió de la garrafa, y de vez en cuando perdía la cabeza y cabeceaba a un lado y otro y gritaba; pero, cada vez que volvía en sí, volvía a beber de la botella. El pie se le hinchó hasta ponérsele bien grande, y la pierna también; pero, poco a poco, se fue emborrachando y entonces supuse que estaría bien; pero yo prefería que me mordiera una serpiente antes que beberme el whisky de papá.
Jim estuvo enfermo durante cuatro días y cuatro noches. Después, la hinchazón desapareció por completo y pudo andar por allí otra vez. Decidí que nunca más iba a volver a coger la piel de una serpiente con las manos después de ver lo que aquello había acarreado. Jim dijo que suponía que la próxima vez lo creería. Y dijo que coger la piel de una serpiente daba tan mala suerte que a lo mejor todavía no se había terminado. Dijo que prefería ver la luna nueva por encima de su hombro izquierdo hasta mil veces antes que coger la piel de una serpiente con la mano. Bueno, pues yo estaba empezando a pensar lo mismo, aunque siempre he creído que mirar la luna nueva por encima del hombro izquierdo es una de las cosas más estúpidas y más imprudentes que alguien puede hacer. El viejo Hank Bunker lo hizo una vez y anduvo presumiendo por ahí y al cabo de menos de dos años, se emborrachó y se cayó de la torre perdigonera, y se despachurró de tal manera que pudiera decirse que quedó algo así como una capa fina y que lo metieron de lado entre dos puertas de granero que hicieron las veces de ataúd, y así lo enterraron, aunque yo no lo vi; me lo dijo papá. En cualquier caso, todo eso le pasó por haber mirado la luna de esa manera, como un idiota.
Bueno, pues los días siguieron pasando y el río volvió a bajar hasta sus orillas, y prácticamente la primera cosa que hicimos fue ponerle un conejo despellejado de carnaza a uno de los anzuelos grandes y echarlo, y cogimos un bagre del tamaño de un hombre, ya que medía seis pies y dos pulgadas de largo y pesaba más de doscientas libras. Por supuesto que no podíamos tirar de él; nos habría lanzado volando hasta Illinois. Simplemente nos quedamos allí sentados viendo cómo tironeaba de un lado a otro y se desgarraba, hasta que se ahogó. Le encontramos en la barriga un botón de latón y una bola redonda, y un montón de basura. Partimos la bola con el hacha y dentro tenía una cucharilla. Jim dijo que hacía mucho que la tenía dentro para llegar a cubrirla de tal forma que llegara a hacer una bola. Creo que era el pez más grande que se había cogido nunca en el Misisipi. Jim dijo que él nunca había visto ninguno más grande. Habría valido un montón en el pueblo; los peces así se venden allí al peso en el mercado y todo el mundo compra porque tiene la carne blanca como la nieve y está muy bueno frito.
A la mañana siguiente dije que la cosa se estaba poniendo un poco lenta y aburrida y que quería algo de emoción. Dije que creía que iba a cruzar el río sigilosamente para averiguar qué estaba pasando. A Jim le gustó la idea, pero dijo que debería ir cuando estuviera oscuro y que tendría que moverme con rapidez. Después lo estuvo estudiando y dándole vueltas y dijo que si no podía ponerme algunas de aquellas cosas viejas y vestirme de chica. Ésa también era una buena idea. Así que acortamos uno de los vestidos de percal, me subí las perneras de los pantalones hasta las rodillas y me lo puse. Jim me lo abrochó a la espalda con los ganchos y quedaba bastante bien. Me puse la capota y me la anudé bajo la barbilla, y para que alguien mirara y me viera la cara tendría que hacer algo parecido a mirar por el codo del tubo de la chimenea de una cocina. Jim dijo que nadie me reconocería, prácticamente ni siquiera a la luz del día. Estuve practicando todo el día para acostumbrarme a las cosas y, poco a poco, lo iba haciendo bastante bien con ellas; lo único es que Jim decía que tenía que dejar de subirme el vestido para meter la mano en los bolsillos de los calzones. Tomé nota y mejoré.
Salí de la orilla de Illinois en la canoa justo después de que oscureciera.
Emprendí camino hacia el pueblo desde un poco más abajo del embarcadero del transbordador y, dejándome llevar por la corriente, llegué hasta la parte baja del pueblo. Amarré la canoa y eché a andar por la orilla. Había una luz encendida en una pequeña casucha que no llevaba ocupada mucho tiempo y me pregunté quién se habría instalado allí. Me acerqué sigilosamente y me asomé por la