Las aventuras de Huckleberry Finn. Марк Твен

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Las aventuras de Huckleberry Finn - Марк Твен


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andaban por allí con tanta libertad como si fueran las dueñas del lugar, y así sucesivamente, y después me tranquilicé otra vez. Tenía razón en lo de las ratas. Cada poco rato, una de ellas asomaba la nariz por un agujero que había en la esquina. Decía que tenía que tener cosas a mano preparadas para tirárselas cuando estaba sola porque si no, no la dejaban en paz. Me enseñó una barra de plomo retorcida hasta formar un nudo y me dijo que normalmente tenía muy buena puntería con ella, pero que hacía un día o dos que se había torcido el brazo y que no sabía si la podría lanzar bien ahora. Pero se mantuvo atenta esperando la ocasión y se la tiró a una rata, pero falló por mucho y dijo, ¡ay!, porque el brazo le dolía mucho. Después me dijo que lo intentara yo con la siguiente. Yo quería irme antes de que el hombre volviera, pero por supuesto que no dejé que se notara. Cogí la cosa aquella y se la lancé a la primera rata que asomó la nariz y, si se hubiera quedado donde estaba, se habría convertido en una rata bastante enferma. Me dijo que había sido de primera y que pensaba que a la próxima la pillaría. Fue a coger el trozo de plomo y se lo trajo, y también se trajo una madeja de hilo con la que quería que la ayudara. Levanté las dos manos y ella me colocó la madeja por encima, y siguió hablando sobre los asuntos de ella y de su marido. Pero se interrumpió para decir:

      —Sigue vigilando a las ratas. Será mejor que tengas el plomo en la falda, a la mano.

      Así que lo dejó caer en mi regazo justo en ese momento y yo cerré las piernas y ella siguió hablando. Pero sólo durante un minuto. Después soltó la madeja y me miró directamente a la cara y, muy amablemente, me dijo:

      —Vamos, venga, ¿cuál es tu verdadero nombre?

      —¿Qu…, qué, señora?

      —Que cuál es tu verdadero nombre. ¿Es Bill, o Tom, o Bob? ¿O cuál es?

      Supongo que temblaba como una hoja y prácticamente no sabía qué hacer. Pero le dije:

      —Por favor, señora, no se ría de una pobre chica como yo. Si le molesto aquí, yo…

      —No, no te irás. Siéntate y quédate donde estás. No voy a hacerte daño, y tampoco voy a delatarte. Cuéntame tu secreto y confía en mí; lo guardaré, y lo que es más, te ayudaré. Y mi marido también lo hará, si tú quieres. Eres un aprendiz de fugitivo, nada más. Eso no es nada. No hay nada malo en ello. Te han tratado mal y has decidido cortar. Que Dios te bendiga, chico; no te delataría. Ahora, cuéntamelo; buen chico.

      Así que dije que ya no tenía sentido seguir con la farsa y que sería sincero y se lo contaría todo, pero que ella no podía arrepentirse de su promesa. Después le dije que mi padre y mi madre estaban muertos, y que la justicia me había entregado a un viejo granjero miserable que vivía en el campo a unas treinta millas del río, y que me trataba tan mal que ya no podía soportarlo más; se había marchado fuera un par de días y yo había aprovechado la ocasión para robar alguna ropa vieja de su hija y largarme, y que había tardado tres días en recorrer las treinta millas. Viajaba por las noches, y de día me escondía y dormía, y la bolsa de carne y pan que llevaba desde la casa me había durado todo el camino y que había tenido bastante. Dije que creía que mi tío Abner Moore se haría cargo de mí, y que por eso me había dirigido a este pueblo de Goshen.

      —¿Goshen, chico? Esto no es Goshen. Esto es Saint Petersburg. Gosh­en está a diez millas río arriba. ¿Quién te dijo que esto era Go­shen?

      —Bueno, pues, un hombre que me encontré esta mañana al amanecer, justo cuando iba a meterme en el bosque para dormir. Me dijo que, cuando los caminos se bifurcaran, debía coger el de la derecha, y que cinco millas después llegaría a Goshen.

      —Debía de estar borracho. Te lo dijo exactamente al revés.

      —Bueno, sí se comportaba como si estuviera borracho, pero ahora ya no importa. Tengo que seguir. Llegaré a Goshen antes de que amanezca.

      —Espera un minuto. Te prepararé algo de comer. Quizá lo necesites.

      Así que me preparó algo de comida, y me dijo:

      —Dime, cuando una vaca está tumbada, ¿qué parte levanta primero? Responde rápido; no te pares a pensarlo. ¿Qué parte levanta primero?

      —La parte de atrás, señora.

      —Bien, ¿y un caballo?

      —La parte de delante, señora.

      —¿En qué parte de un árbol crece el musgo?

      —En la parte norte.

      —Si quince vacas están paciendo en una colina, ¿cuántas comen con las cabezas dirigidas en la misma dirección?

      —Creo que las quince, señora.

      —Bueno, creo que sí, que has vivido en el campo. Pensé que quizá estuvieras intentando engañarme de nuevo. Y ahora dime, ¿cuál es tu verdadero nombre?

      —George Peters, señora.

      —Bueno, intenta recordarlo, George. Que no se te olvide y me digas que es Elexander antes de irte, y luego salgas con que es George Elexander cuando te pille. Y no te acerques a las mujeres con ese viejo vestido de percal. Se te da bastante mal hacer de chica, aunque quizá puedas engañar a los hombres. Que Dios te bendiga, hijo, y cuando te pongas a enhebrar una agujas no sostengas el hilo y que sea la aguja la que levantes; sostén la aguja y mete el hilo; así es como lo hacen las mujeres casi siempre y los hombres lo hacen al contrario. Y cuando le tires algo a una rata o a otra cosa, apoya un pie sobre la punta de los dedos, levanta la mano por encima de la cabeza de la forma más torpe que puedas y falla el tiro a la rata por unos seis o siete pies. Lanza con el brazo rígido desde el hombro, como si tuvieras ahí un pivote sobre el que tuviera que girar, como las chicas; no desde la muñeca y el codo, con el brazo separado hacia un lado, como los chicos. Y, recuerda, cuando una chica intenta recoger algo en el regazo, abre las rodillas; no las junta de un golpe como hiciste tú cuando cogiste el trozo de plomo. Me di cuenta de que eras un chico cuando estabas enhebrando la aguja, e ideé las otras cosas sólo para asegurarme. Y ahora, sigue hasta la casa de tu tío, Sarah Mary Williams George Elexander Peters, y si te metes en líos, manda recado a la señora Judith Loftus, que soy yo, y haré lo que pueda para sacarte de ellos. Sigue todo el tiempo por la carretera del río y, la próxima vez que tengas que caminar, lleva contigo zapatos y calcetines. La carretera del río es rocosa y estoy segura de que cuando llegues a Goshen llevarás los pies fatal.

      Subí unas cincuenta yardas por la orilla y después volví sobre mis pasos y me escurrí hasta donde estaba mi canoa, un buen trecho más abajo de la casa. Me metí de un salto y salí deprisa. Fui corriente arriba lo suficientemente lejos como para alcanzar la cabecera de la isla, y después empecé a cruzar. Me quité la capota porque ya no me hacía falta visera. Cuando había llegado más o menos al medio, oí que el reloj empezaba a tocar, así que me paré a escuchar; el sonido llegaba débil pero nítido sobre el agua; las once. Cuando llegué a la cabecera de la isla, ni siquiera me paré a jadear, aunque estaba casi sin aliento, sino que me metí de un tirón entre los árboles, donde estaba mi viejo campamento, y encendí un buen fuego en un sitio alto y seco.

      Después me metí en la canoa de un salto y salí hacia nuestro sitio, que estaba milla y media más abajo, lo más rápido que pude. Desembarqué y subí por entre los árboles, risco arriba hasta la cueva. Jim estaba allí tumbado en el suelo, profundamente dormido. Lo desperté y le dije:

      —¡Levántate y date prisa, Jim! No hay ni un minuto que perder. ¡Nos están buscando!

      Jim no hizo preguntas; no dijo ni una palabra, pero la forma en que trabajó durante la siguiente media hora demostraba lo asustado que estaba. Para entonces, todo lo que teníamos en este mundo estaba en la balsa y la teníamos preparada para sacarla a empujones de la cala entre los sauces donde la teníamos escondida. Lo primero que hicimos fue apagar la fogata de la cueva y, después de eso, no encendimos ni una vela allí fuera.

      Me alejé un poco de la orilla con la canoa, y eché un vistazo; pero si había alguna barca por allí, yo no la vi, porque las sombras y las estrellas no ayudan mucho a ver. Después sacamos la balsa y nos deslizamos


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