El imperativo estético. Peter Sloterdijk

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El imperativo estético - Peter  Sloterdijk


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la fusión sonora y el secreto.

      La energía sintética de la gran música europea parece haberse perdido en la música contemporánea –por motivos de los que aquí no voy a hablar–. No tendría ningún sentido querer invocar en la situación actual los buenos viejos tiempos de una música integral en la que todo lo que ahora se halla desintegrado y diversificado aún se mantenía unido. Cabría decir que los impulsos parciales de la música se han hecho autónomos; cada subcultura escucha lo suyo. Por otra parte, el oído ha descubierto su naturaleza polimorfamente perversa, y difícilmente conseguirá un impulso aislado darle satisfacción.

      A continuación, distinguiré cuatro tipos de música existentes en la actualidad, a cada una de las cuales corresponde una actitud auditiva diferente.

      1. La auténtica música moderna existe sobre todo como una práctica de expertos en la que apenas se trata de cantar y tocar en el sentido de la musicalidad ingenua tradicional, sino de la exploración de recursos sonoros y de los métodos de composición. Es la práctica que más acentúa el lugar de la composición o de la primera ejecución. La libido musical reside en las aventuras de la partitura o en el atractivo de las nuevas técnicas de producción; su irradiación al lugar de la ejecución y la audición es por lo general débil. Esto lo confirma también el hecho de que, para la nueva música moderna, el criterio del placer inmediato queda casi completamente anulado. Este es reemplazado por el reconocimiento técnico y la apreciación del oficio: vagos sentimientos del nivel alcanzado y aplauso indirecto. Esto ha hecho que la nueva música se haya desconectado en gran medida del público fiel y busque el aislamiento y el perfeccionismo. Mientras que, desde hace una o dos generaciones, ya no es aplicable a los pintores, escultores y escritores la parábola de Kafka del artista del hambre, su significado todavía se mantiene entre los compositores de la modernidad.

      2. La música de performance intenta por todos los medios llegar al público. También ella se adhiere a la primacía de la producción, anteponiendo de un modo agresivo las características del sonido y de la escenificación a las expectativas de los oyentes; sin embargo, su énfasis en la representación le supone tener que luchar por ganarse el interés del público. Como música con cualidades escénicas, valora muy especialmente los explosivos gestos sonoros de unos músicos colocados en primer plano. Como música de riesgo en acción, ofrece lo mejor y lo peor que los oídos contemporáneos pueden oír, desde el vulgar vitalismo pop à la Prince hasta el aristocrático free jazz. No es de extrañar que los compositores de la nueva música, cuando se escapan de la reserva del festival, muy probablemente se pasen al campo performativo.

      3. La llamada música ligera, que en realidad es música de distracción o música sedativa, puede estar segura de tener un público de masas, porque asume la tarea de proteger a los oyentes del riesgo de oír algo nuevo. Quién ofrece música sedante, lo hace para sintonizar con mundos sonoros exentos de sorpresas, cualquiera sea su nivel. Con sus sones repetidos, la música ligera transmite el feliz mensaje de que lo conocido ha eliminado lo desconocido. En este sentido, las diferencias entre los conciertos de música clásica y la música ligera son inquietantemente mínimas. Ambas escenifican la música como un medio para el conservadurismo más vetusto, que siempre promete armonía y repetición en síntesis cada vez más predecibles.

      4. La música funcional elabora efectos parciales de estructuras musicales y crea sonidos útiles para fines específicos. Las piezas tradicionales para desfilar, para mover cabrestantes o para arrullar a los niños anticiparon la tendencia funcional de la música. La modernidad somete esta clase de efectos a un cálculo explícito de psicotecnia musical. Esto es patente en la utilización de determinadas piezas en grandes almacenes, quirófanos y lobbies, así como en procedimientos de hipnosis y meditación, en servicios telefónicos y cosas similares. En todos estos casos se establecen fórmulas musicales unificadoras entre sujetos oyentes y ambientes sonoros para adelantar el consenso. En estas prácticas de captación armoniosa, los pacíficos oasis de relajación profunda con fondo musical se hallan muy cerca de las fórmulas musicales del totalitarismo sonriente.

      Entonces, ¿dónde estamos cuando escuchamos música? La ubicación sigue siendo vaga; la única certeza es que, mientras escuchamos música, nunca podemos estar del todo en el mundo. Porque, en el orden de la música, escuchar supone siempre, o bien encaminarse al mundo, o bien huir de él. De ahí que, al ensayar una ontología del oído, reaparezcan las cuestiones de la vieja gnosis, que en la era moderna sólo pueden expresarse de manera anónima. Según la concepción gnóstica, podemos representarnos el humano ser-en-el-mundo como un camino de ida o un camino de vuelta, nunca como un insistir y residir en un lugar, aunque Heidegger, en un tardío giro criptocatólico, intentó caracterizar nuevamente al hombre como un ser arraigado e inquieto. Con razón se ha representado a los ángeles como músicos; ellos sólo tocan su instrumento, no escuchan. Si escuchasen, se parecerían a nosotros. Pero nosotros estamos condenados a la música como lo estamos al anhelo y a la libertad. Como arte de los condenados, la música seguirá siendo para todo futuro, en palabras de Thomas Mann, territorio demoniaco.

      En la percusión

      1. El cogito sonoro y la mancha sorda, o el intento cartesiano de pensar sin sonido

      Hablar de un espacio musical sólo tiene sentido si existen límites de lo musical. Si llamamos música a todo lo que es audible en cualquier sentido, suprimimos


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